Un susurro bajo las estrellas (Trilogía Hampshire 3)

Elizabeth Urian

Fragmento

un_susurro_bajo_las_estrellas-1

Capítulo 1

Parroquia de Charlton, Hampshire, julio de 1817

—¡He dicho que no!

—Señor Prescott…

—¿Acaso no me ha oído? ¿Cuán elocuente debo ser para que lo entienda? Ninguna mujer va a curar mis heridas y eso es todo.

Amanda se volvió, impotente, hacia su padre, y este solo le devolvió la mirada, impasible. Ella entendió el mensaje: si quería hacerlo, debía ser ella quien convenciese al paciente.

Respiró hondo y reunió fuerzas.

—Entiendo su pudor, pero tenga en cuenta que estoy muy familiarizada con el cuerpo humano, y el masculino en particular. No hay nada que vaya a sorprenderme, se lo aseguro.

Por su mirada brillante, Amanda supo de inmediato que no habían sido las palabras más adecuadas para persuadirlo.

—Mire, señorita Landon, aprecio su esfuerzo. —Aunque no lo parecía—. Estoy seguro que a su padre le es muy útil, sin embargo, lo que tengo es más que una simple cura. Me niego a que me atienda usted. O es el doctor Landon o nadie. Prefiero morir a permitir que vea mis heridas.

—¡Jasper!

La exclamación lastimera de Elainne Prescott resonó entre las cuatro paredes de la habitación.

Amanda sintió apuro de que la madre fuera testigo de la cabezonería de su hijo, un hombre hecho y derecho. Aun así, no era la primera vez que Amanda se topaba con semejante negativa. Los hombres parecían ser muy quisquillosos con que una mujer viera, siquiera, una parte de su cuerpo que no estuviera en perfectas condiciones.

¿Y se atrevían a burlarse de la vanidad femenina? Ellos podían llevar su obstinación en ese sentido hasta las últimas consecuencias.

—No quiero seguir hablando de esto. Estoy cansado.

—Señor Prescott —insistió ella—, no se avergüence de sus heridas. Le aseguro que para mí será un honor tratarlas. Es usted un valiente soldado y médico que lo dio todo por los demás. Le prometo que ya llevo tiempo ayudando a mi padre y lo haré muy bien.

—¿Pero acaso no escucha? ¡Ninguno hace caso! —Señaló a los otros dos—. ¡Largo! ¡Fuera todo el mundo!

Su padre y la madre del convaleciente paciente prefirieron obedecer y se apresuraron a retirarse. Amanda iba a hacer lo mismo, pero antes de cerrar la puerta soltó:

—Mañana a primera hora estaré aquí.

Y cerró la puerta.

Acto seguido, se oyó un contundente y sonoro golpe en la puerta. Jasper Prescott había lanzado algo contra la madera, pero Amanda no tenía intención de averiguar de qué se trataba. Ya lo había enfurecido lo suficiente.

En silencio, la dueña de la casa bajó hasta la planta inferior con la vergüenza pintada en el rostro. La siguieron.

—Siento mucho el espectáculo, doctor. También por ti, Amanda. Mi hijo no suele mostrarse tan maleducado. Es solo que…

—Lo comprendemos. —Su padre habló por ambos—. Debe ser duro para él encontrarse en esta situación cuando suele estar en el otro lado.

—Sin embargo —intervino ella—, no debe preocuparse. Acabará por aceptarlo.

—Suenas tan convencida, querida…

La señora Prescott no parecía estarlo.

—Oh, su hijo se ha mostrado más contundente de lo habitual, sin embargo, estoy acostumbrada a esos temperamentos y siempre termino por vencer cada reticencia que muestran. —Era eso o morir. Amanda se encargaba de que lo tuvieran claro—. Mañana será otro día.

—Si tú lo dices…

—No se inquiete más. Mi hija es muy capaz en estos menesteres. De otro modo, no la dejaría al cargo.

—Lo sé, lo sé. Todos aquí, en la parroquia de Charlton, sabemos de la pericia de Amanda. Solo es que mi hijo ha vuelto siendo un desconocido para mí. Entiendo que el tiempo alejado al servicio del ejército y ejerciendo de doctor le han hecho contemplar el lado más cruel del mundo en el que vivimos, pero todavía lo recuerdo como un chico alegre y fuerte. Me parte el alma verlo tan delgado y lastimado. Ni siquiera a mí, que soy su madre, me permite comprobar su estado. Por eso lo llamé.

—Jasper es fuerte y sigue teniendo vitalidad suficiente como para gritar, despotricar y ejercer su voluntad, por lo que no temo por su vida. Eso sí, las heridas de la espalda y las piernas deben curarse cuanto antes mejor. Ya lleva varios días sin hacerlo debido al traslado desde Plymouth y a su terquedad. Por eso he traído a Amanda desde que ayer lo revisé. Pensé, equivocadamente, que al ser también doctor se avendría a que ella lo tratara, pero ya hemos visto cómo se ha puesto. De todas formas, si alguien es capaz de lograr que cambie de opinión, es mi hija. No se fie de sus dulces maneras.

Eso le arrancó a la señora Prescott una media sonrisa.

—Tendré que hacerle caso en ese asunto, doctor Landon. Usted la conoce mejor que yo. ¿Te espero mañana? —preguntó dirigiéndose a ella.

—Por supuesto. —Amanda intentó transmitirle confianza y seguridad—. No tenga dudas de que lo conseguiré.

Se despidieron hasta el día siguiente.

Cuando Amanda ya había subido a la calesa, se giró hacia la casa y alzó la ven vista en dirección a la ventana de Jasper Prescott. Le pareció que la cortina se movía y ella volvió la cabeza hacia delante para ocultar una sonrisa. Sabía que no sería fácil trabajar con ese hombre, pero todos se dejaban llevar por su apariencia angelical y ese era siempre el error que cometían. Solía ser una mujer tranquila y eficiente, aunque tan determinada como el mejor soldado si la situación lo requería. Pocas personas conocían de ella esa faceta. Su familia, por supuesto. También sus mejores amigas y la familia de su hermana Cordelia. Se añadían algunos pacientes de su padre que lo habían sufrido en carne propia y no habían tenido más remedio que ceder. El resto la consideraba la encantadora hija del doctor Landon.

—¿Qué piensas? —le preguntó su padre cuando ya se habían alejado de la pequeña propiedad de los Prescott.

—¿Sobre qué, exactamente?

—¿Podrás hacerlo?

—Me ofende que lo dudes, papá.

—Será difícil —soltó a modo de respuesta.

—Lo sé. De verdad imaginaba que un oficial médico estaría por encima de cualquier pudor. Puedo entender que la gente humilde, los campesinos, labriegos y demás sean reticentes a que una mujer los vea desnudos, sin embargo, un hombre como él, que sabe de la importancia de las curas, te juro que me cuesta entenderlo.

—El ego masculino es muy fuerte —declaró—. Incluso yo me enfrento a eso muchas veces.

—Tú no eres así. ¿Recuerdas cuando volcaste la calesa y caíste de lado con la madera incrustada en la cintura y la nalga? D

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos