Elegías de Duino, seguido de cartas y poemas inéditos

Rainer Maria Rilke

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

El tiempo de lo decible

Rilke fue en cierto sentido el poeta más religioso desde Novalis, pero no estoy seguro en absoluto de que tuviera ninguna religión. Él veía de otra manera. De una manera nueva e íntima. Y alguna vez, en el camino que lleva del sentimiento religioso de la Edad Media, a través del ideal cultural del humanismo, a una imagen aún por venir del mundo, él habrá sido no solo un gran poeta, sino también un gran guía.

ROBERT MUSIL

Cuando, en enero de 1912, Rilke, mientras bajaba por el acantilado de Duino hacia la playa Sistiana, oyó la voz que le dictó el verso inicial de lo que acabaría siendo la «Elegía primera», se estaba adentrando en el último periodo creativo de su vida, una década en la que iba a eclosionar todo lo que había perseguido en su obra anterior aun sin acertar a concretarlo.[1] Cerca ya de los cuarenta años, el poeta sufría entonces uno de sus recurrentes episodios de esterilidad tras haber culminado un primer estadio de la madurez con las dos partes de los Nuevos poemas (1907-1908), la novela Los apuntes de Malte Laurids Brigge (1910), donde se prefiguran tantos motivos de las Elegías, y La vida de María, el ciclo dedicado a la Virgen que precedió a la secuencia de Duino. El año anterior, a su regreso de un viaje frustrante por el norte de África, el poeta se había encontrado en París, en un escaparate de una librería de viejo de la rue du Bac, con la primera edición de L’Amour de Madeleine, un sermón anónimo del XVII –atribuido por algunos a Bossuet– que le causó una honda impresión y que tradujo inmediatamente, identificándose con esa experiencia de amor absoluto, entregado, que trascendía el sujeto y que tan importante sería para el conjunto de las Elegías. De alguna manera, Rilke transfirió su propia y fracasada vida amorosa –en 1911 se había separado de la escultora Clara Westhoff, su esposa y madre de su hija, Ruth– a esa sublimación del amor casto y divino. Como le dijo en una carta a la princesa von Thurn und Taxis: «Todo amor es para mí fatiga, trabajo, surmenage; solo para con Dios tengo cierta ligereza, pues amar a Dios significa entrar, ir, quedarse, descansar y estar por todas partes en su amor».[2] La traducción fue siempre para él una manera de prepararse y disponerse. Durante las navidades que pasó en Duino, antes de quedarse solo y escribir las dos primeras elegías, Rilke estuvo traduciendo con su anfitriona partes de la Vita Nuova de Dante. El mandato que se había dado a sí mismo al final de «Torso arcaico de Apolo» parecía a punto de cumplirse: «Du musst dein Leben ändern», «Debes cambiar tu vida».

La transformación (Verwandlung) es probablemente el término clave de las Elegías de Duino, como lo es de los Sonetos a Orfeo, las dos obras que conforman el testamento de un poeta para una cultura en crisis y cuya propuesta, como veremos, sigue siendo vigente. Hay que recordar que Rilke es hijo de una serie de convulsiones religiosas, filosóficas y científicas, además de literarias, que hoy constituyen el precedente de nuestras urgencias y de nuestros desafíos. Aunque la fachada clásica y la apelación existencial de su poesía puede hacernos creer en un principio que sus preocupaciones son extemporáneas, en realidad la atención de Rilke está puesta en algo que nos incumbe absolutamente. A mediados del siglo pasado, Martin Heidegger afirmó con rotundidad que aún no estábamos preparados para interpretar las Elegías y los Sonetos. Quizá esa imposibilidad no haya hecho más que agravarse con el tiempo, pero en cualquier caso la exigencia latente en esos poemas sigue tan viva y apremiante como el primer día. Rilke propuso una transformación radical tanto de la trascendencia como de la inmanencia, cuyas implicaciones siguen sin despejarse.

En 1912, la civilización occidental estaba viviendo un cambio vertiginoso provocado por los avances tecnológicos y científicos que habían socavado las seguridades del siglo XIX, cuyos valores empezaban a ponerse en entredicho. La Primera Guerra Mundial, fruto de la carrera armamentística emprendida por los viejos imperios, no haría sino confirmar la destrucción de ese mundo. El positivismo que para la última generación finisecular había traído el sueño de un progreso infinito e irrevocable se había disuelto en una física que postulaba principios de incertidumbre y de relatividad. Freud había revolucionado la concepción de la mente humana con el psicoanálisis, una disciplina que Rilke conoció a través de Lou Andreas-Salomé, la misma mujer que antes le había iniciado en la obra de Nietzsche, tan decisiva en su evolución espiritual. El cristianismo, por otra parte, ya estaba dando muestras de agotamiento en Europa, por donde empezaban a circular corrientes ocultistas y fervores orientales a los que Rilke no fue ajeno. Su propia Heimatlosigkeit, su condición de perpetuo exiliado sin domicilio fijo, hospedado en todos los castillos y palacios de una aristocracia agonizante, era síntoma de un desahucio que a su vez lo llevó a rastrear los residuos de fervor ancestral en Rusia y en España, los dos extremos en los que, como observó André Malraux, solían producirse las manifestaciones religiosas más turbadoras del continente, por debajo de la racionalidad francesa y alemana.

La «Elegía primera» comienza con un quiebro interrogativo –algunas de las aventuras poéticas más hondas, desde San Juan a Hölderlin, han empezado con el vacío de una pregunta– que enuncia la separación, el abismo que se ha abierto entre el hombre y la trascendencia o, lo que es lo mismo, entre la tierra y la dimensión celestial y divina:

¿Quién si yo gritara llegaría a oírme desde los coros

de los ángeles? Y si uno de ellos acabara incluso

por tomarme en su corazón, me fulminaría entonces

su existencia más potente, pues lo bello no es sino

el comienzo de lo terrible, casi insoportable para nosotros,

que tanto lo admiramos porque impasible desdeña

aniquilarnos. Qué terribles son todos los ángeles.

Decido pues contenerme y reprimo la llamada

de un oscuro llanto. Ay, ¿a quién seremos capaces

de recurrir? No a los ángeles ni a los hombres

–y los sagaces animales empiezan a darse cuenta

de que ya no estamos demasiado seguros

en el mundo interpretado–. Tal vez nos quede algún

árbol allá en la ladera para poder verlo

todos los días. Y nos queda la calle de ayer

y esta caprichosa lealtad de una costumbre

que se sintió a gusto entre nosotros y ya no se fue.[3]

El grito subjuntivo que imaginan los primeros versos constata una imposibilidad de comunicación y elevación que deja al hombre aislado, en un estado de abandono. Los ángeles son aquí todavía los agentes de un vínculo que se ha roto entre el dios y la humanidad. Su existencia completamente otra, deslindada de lo humano, se ha vuelto mortífera, como la de Narciso en uno de los poemas que Rilke escribió sobre el mito en la época de Duino.[4] Al sentir la fascinación por el reflejo de su propia belleza fe

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