Una vez fuimos famosos

Miguel Alcantud

Fragmento

Uno

UNO

No lo entendía.

Hasta una semana antes, Toni siempre había dormido como un niño.

Nunca había tenido el más mínimo problema para conciliar el sueño, ni siquiera de pequeño. Daba igual si el día había sido bueno o un espanto; se metía en la cama y dormía del tirón hasta que era media mañana o sonaba el despertador que le obligaba a ponerse en marcha para llegar a su hora al trabajo.

Sin embargo, los últimos días unas violentas pesadillas lo despertaban en mitad de la noche. Lo que más le molestaba no era encontrarse sentado en la cama empapado en sudor, sino no ser capaz de recordar nada de lo que había soñado.

—¿Estaré empezando a tener conciencia? —se dijo a sí mismo, y el problema era que no sabía si bromeaba o no.

¿Estaría empezando a tener conciencia? ¿Iba a ser normal?

¿Normal como quién?

¿Normal como los del taller, cuyo único objetivo en la vida era que llegara la hora de salir para tomar una cerveza?

¿Normal como Selmo, que lo escuchaba todos los meses porque le pagaban para que lo hiciera?

¿Normal como Lidia?

Sí, Lidia era normal. Hacía cosas normales. Si Toni tuviera que elegir a alguien normal de entre todas las personas que conocía, esa sería Lidia.

Lidia le caía bien.

Miró el móvil. Quedaba una hora y media para que sonara el despertador y se había desvelado, así que decidió levantarse.

Al salir de la cama, sintió que la casa estaba un poco fría, pero eso le agradaba. El calor de Cartagena lo embotaba, no terminaba de acostumbrarse y por eso disfrutaba de los pocos días fríos que se encontraba.

Tras ir al baño, caminó con paso cansino hasta el salón. Puso algo de música en el móvil para no oírse pensar, encendió el altavoz bluetooth y levantó la tela que cubría la mesa. Los continentes ya estaban casi completos, así que decidió buscar todas las piezas que conformaban el ecuador y el meridiano de Greenwich. Una vez más, maldijo el momento en que se le ocurrió comprar un puzle de cuatro mil piezas y, como siempre, apenas se sentó, se olvidó del mundo hasta que sonó el despertador.

El día oficialmente comenzaba.

Dos

DOS

Rebeca dio un salto en la cama, pero ella no tenía pesadillas, lo que tenía era un niño de dos años que lloraba en la otra habitación.

Estaba totalmente desorientada, no sabía ni quién era ni por qué estaba sentada en la cama, pero los gritos desgarrados que entraban por la puerta la ubicaron de inmediato.

A su lado, Chema dormía como no lo hacía su bebé.

Rebeca miró el reloj; no habían pasado ni dos horas desde que Antonio, el pequeño, la despertó por última vez. Le dio un suave empujón a Chema, pero este no se movió. Probó a sacudirlo algo más fuerte, pero lo único que consiguió fue que cambiara de postura y se quedara de espaldas a ella.

Rebeca salió de la cama y en menos de veinte pasos llegó hasta el cuarto de Antonio. Este estaba de pie en medio de la habitación, rojo y sofocado sin parar de berrear, porque lo que hacía era eso más que llorar.

Cuando vio a su madre, volvió a su cama y se sentó, sorbiendo los mocos que le caían como velas. Rebeca cogió un pañuelo de la mesilla y se los limpió.

—¿Qué pasa ahora? —le preguntó tratando de no mostrar lo harta que estaba.

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—Es que está muy oscuro.

Rebeca tuvo que contar hasta diez antes de contestar. Este mismo diálogo lo habían tenido tres veces esa noche.

—No está oscuro. Tienes tu lamparita y la última vez te dejé también encendida la luz del pasillo.

Antonio sabía que su madre tenía razón, pero eso no lo apartaría de su objetivo principal.

—Quédate conmigo —le dijo a su madre.

A Rebeca la sensación de déjà vu no se le iba.

—Ya lo hemos hablado, tú tienes que dormir aquí y yo en mi cama. Por eso tenemos cada uno nuestra habitación.

Pero ese argumento era demasiado débil para un niño de dos años.

—No quiero estar solo.

Rebeca se olvidó de la psicología moderna y de tratar de llegar a la mente del niño desde un acercamiento racional y calmado. Todos los libros que había acumulado desde el embarazo (de los que había leído tres a medias) eran una mierda. Pero no recurrió a la ira (aunque poco le faltó), sino que se derrumbó delante de su hijo.

—De verdad, Antonio, tengo que dormir —le rogó con lágrimas en los ojos.

Aparentemente el niño, por fin, lo entendió. Se tumbó en su pequeña cama y su madre le dio un beso y le dijo que era el mejor niño del mundo y cuánto lo quería. Él sonrió.

Rebeca se levantó, confiada, para volver a su ansiada cama, pero apenas había dado dos pasos cuando oyó de nuevo el estridente berrido de su pequeño a su espalda.

¡No podía más!

Rebeca se volvió. Antonio estaba de pie en la cama.

Y así es como Rebeca se rindió. Cogió al niño, lo acostó de nuevo y se hizo un hueco a su lado.

—Va, pero solo diez minutos.

Antonio sonrió feliz, cerró los ojos y se durmió. Rebeca primero lo maldijo en silencio, y luego pensó en escabullirse de nuevo a su habitación. No quería quedarse en la pequeña cama de Antonio porque, entre lo estrecha que era y que el colchón era muy fino, acababa siempre con la espalda destrozada. Pensó en cantarle algo tranquilo mientras salía poco a poco de la cama y en dejar una mano en su espalda para que él no notara su huida, pero no hizo nada por miedo a que se despertara.

Ella siempre había querido ser madre. ¿Por qué no era feliz?

Se había convertido en la esclava de un ser egoísta de menos de dos años, y no sabía cómo evitarlo. Sentía que no estaba preparada, que, a pesar de todo lo que había buscado este momento, su vida era mejor antes.

Su marido ya no era su marido, se había convertido en un compañero de piso que ni la miraba ni la tocaba. Lo peor de todo era que ella tampoco tenía ninguna gana de que lo hiciera.

¿Qué le estaba pasando?

Nada era como ella esperaba.

Nada era como debía ser.

Sintió un nudo en la garganta, pero no quería llorar delante de Antonio. Le daba pánico que se d

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