Au revoir a la soledad (Amour en Lyon 3)

Ana E. Guevara

Fragmento

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Capítulo 1

No me gusta lo que veo en el espejo cuando me miro. Sé que no es algo que deba decir en pleno siglo XXI, que debo ser una strong independent woman como Ana no se cansa de repetirme, pero no puedo hacerlo. A la imagen que me devuelve el espejo le sobran varios kilos, y eso se ha llevado por delante la poca confianza que tenía en mí misma.

Todo fue a raíz del accidente que segó la vida de mis padres. Era de noche, carretera de montaña, estaba nevando y no llevaban neumáticos de invierno. El coche se salió cuando volvían de pasar un fin de semana esquiando mientras mi hermano y yo nos quedábamos en Lyon estudiando para los parciales. Nunca he sido especialmente delgada, pero aquello fue el detonante para entrar en una espiral de autodestrucción que acababa siempre con una visita a deshora al frigorífico.

Y cuanto más peso ganaba, más pensaba que merecía ser infeliz y añadía más carga a mis ya de por sí anchos hombros. Ahora, con veintinueve años miro la vida pasar en vez de lanzarme a vivirla, porque siento que no merezco ser feliz. Es terrible decir esto en voz alta, pero es lo que siento.

Por mucho que ahora todas las marcas tengan modelos de talla grande y hasta actrices y cantantes hayan reivindicado las mujeres entradas en carnes, yo eso no lo veía. Yo veía que tenía una talla 44 y que eso era lo que me impedía ser feliz. Entre otras cosas.

El invierno había hecho su aparición de forma súbita, cortando de golpe las tardes de otoño y desnudando a los árboles a golpe de lluvia. Era la estación que más odiaba. Hacía frío, los días eran cortos y yo no podía disfrutar del esquí o el trineo como hacía la gente normal. Sobre todo, porque si trataba de meterme en un mono de nieve tenía todas las papeletas para acabar pareciéndome al muñeco de Michelin, pero de colores chillones.

Vivir en un edificio con una bailarina de la Ópera de Lyon no es que ayudara precisamente a mi autoestima cuando me cruzaba con Julie en el rellano. Ella, que es todo piernas, cintura y delicadeza, no sabe lo que sufro cada vez que la veo. Mi hermano es un poco del mismo estilo, alto y delgado, como si fuera un espárrago de pelo negro. Además de que se maquilla mucho mejor que yo, no para de decirme que quiere enseñarme a ponerme el khol de forma correcta para acentuar mi mirada, pero sé que lo dice solo para hacerme sentir bien, no porque realmente lo piense. Es lo que tiene vivir con un gay gótico, hasta de hombres y de maquillaje sabe más que yo.

El timbre me sacó de mi ensimismamiento. Me puse una sudadera y troté hasta la puerta para abrir. Dar esos pasos rápidos me había dejado sin aliento, debería hacer algo, pero no encontraba la motivación para hacerlo. Si yo no me quería, ¿por qué me iba a querer otra persona? No valía la pena el esfuerzo.

Allí estaba Ana, con su sonrisa sincera y un tupper en la mano. Es algo que hacía a veces, se plantaba en mi casa con la consabida excusa de que había hecho comida de más y me traía comida casera. Cuando hace eso me siento agradecida y ofendida a partes iguales. Aunque sobre todo agradecida, porque Ana cocina bastante bien, a pesar de la afición íbera de ponerle ajo a todo, y prefiero comer lo que me trae que una pizza congelada o una bolsa de patatas fritas.

—Hola, guapa, ¿cómo estás? —preguntó en cuanto abrí la puerta.

Me hice a un lado para dejarla entrar. Ese torbellino de pelo negro y ojos oscuros era toda una fuerza de la naturaleza y costaba no dejarse arrastrar por su optimismo y su sonrisa.

—Bien, tenemos bastante trabajo en este momento. Como los días grises ya han llegado, la gente necesita recordarse que puede tener algo de color en casa.

Trabajo en una floristería. Puede parecer un trabajo anodino, pero a mí me encanta. Conocer cada planta, cada flor, saber cómo combinarlas, es todo un arte. Además de que acompañamos a la gente en los buenos momentos como las bodas y los nacimientos, y en los malos, como las defunciones. Ayudamos a que no se sientan solos y recuerden que son queridos por otras personas.

—Pues eso está muy bien, que, como decía mi abuela, «el trabajo es salud». Te pongo esto en el frigo, ¿vale?

—Claro, ya sabes dónde está.

—Es fideuá, espero que te guste, es algo así como una paella, pero con pasta. Bueno, es algo más complejo que eso, pero tú ya me entiendes. El caso es que he hecho para Séb y para mí, y todavía no le tengo cogido el punto a las medidas y me ha salido de más. Ya me dirás qué te parece. A mi madre le sale riquísima, yo todavía estoy aprendiendo, pero no me ha quedado mal. En cualquier caso, Séb la ha devorado como si fuera un perro que llevara días sin comer.

Todo eso lo dijo sin respirar y sin perder la sonrisa. Tal vez los españoles tengan algún tipo de gen que los hace superiores a los franceses, porque nunca me he encontrado con compatriotas que fueran tan amables conmigo.

—Oye, te va muy bien con Sébastien, ¿verdad?

Séb era el panadero del barrio, aunque desde hacía poco se había cambiado de trabajo y trabajaba como repostero en uno de los restaurantes de Paul Bocousse. Algo que casi sumió en una crisis existencial a Pierre, uno de mis vecinos, que es un poco alérgico a los cambios. Encontrar al sustituto perfecto fue una tarea que llevó semanas e incluyó varios candidatos y tantas pruebas que aquello parecía la versión hardcore de Master Chef. Pierre es artista y un poco raro, aunque con el tiempo se le acaba cogiendo cariño.

—Pues sí, de hecho, estoy pensando en irme a vivir con él. Aquí no tenemos tanta intimidad como en su piso, y, aunque voy a echar muchísimo de menos a Julie y a todos vosotros, creo que es lo que necesitamos para avanzar con nuestra relación.

—A Pierre le va a dar un infarto cuando se entere.

Ella bajó los ojos y noté como sus hombros se hundían un poco.

—Lo sé, le estoy dando vueltas para ver cómo puedo decírselo sin que monte una escena.

—Desde que está con Chloe parece más calmado, creo yo.

—Eso espero, porque cuando le dije que Séb dejaba la panadería le tuve que jurar que todo seguiría igual. Incluso salió de su piso para supervisar al nuevo panadero. Probó sus croissants, las napolitanas… Todo tenía que ser exactamente igual.

Puso los ojos en blanco y yo no pude reprimir una sonrisa. La amistad entre la española y el artista que vivía en el cuarto había sido la comidilla del edificio cuando Ana llegó aquí. Pierre era el prototipo de pintor excéntrico y ella era una extranjera que hablaba alto y que no tenía los mismos horarios que nosotros. Yo creo que madame Lamberet, la dueña del edificio, que vivía en el ático, trató de juntarlos, pero la cosa no salió bien. Ahora tienen una amistad fuera de lo común basada… no sé muy bien en qué se basa, pero lo cierto es que da gusto verlos juntos. Pierre hasta parece

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