¿Sufren las piedras?

Wolfram Eilenberger

Fragmento

libro-2

¿TÚ TAMBIÉN TIENES UNA AMIGA ASÍ?

Y POR QUÉ ESTA PREGUNTA ES VITAL

Intento ver el mundo con tus ojos. Pero no me lo pones fácil. Desde hace una hora juegas con una amiga que, en realidad, no existe. Os habéis retirado a la cueva que os habéis construido. Allí cocináis, os intercambiáis regalos, os peináis, os besáis y expulsáis malvados monstruos a intervalos regulares.

Yo tengo que quedarme fuera. Jugar a ser el guardián, gritar de vez en cuando como advertencia: «¡Atención, ahí viene alguien que quiere sacaros!». Entonces, naturalmente, en la cueva pasan cosas. Tenéis miedo y os alegráis a un tiempo, queréis ser atrapadas, arrastradas fuera… y, a la vez, no. Por el guardián, que se ha convertido en monstruo. Ese es el juego. Habéis inventado incluso vuestro propio lenguaje. Tú hablas y chillas, con voces fuertemente desfiguradas, como una loca.

* * *

Si tuvieras tan solo diez años más, llamaría a un médico para que se te llevara y te protegiera de ti misma. Pero ¿así? Esto es cotidiano. Habitual. Dicen que es incluso bueno, bueno para tu evolución. He leído que los niños que tienen un amigo imaginario «alcanzan más tarde un mayor nivel de competencia social», lo que seguramente significa que de adultos pueden ponerse mejor en el lugar de otros.

Ponerse en el lugar de otro. No es tan fácil. Así que, si lo he entendido bien, ¿ hay alguien contigo en este momento? Tu «hermana mayor Maya», como tú la llamas.

—Papá, ¿sigues ahí?

—Claro.

—¡Ahora tienes que llamar para que venga alguien! ¡A-ho-ra!

—Pero ahora ya no me apetece. Creo que ya hemos jugado bastante a la cueva.

—Pero ¡mi hermana Maya quiere seguir jugando!

—Entonces, explícale que el guardián está cansado y necesita un descanso.

—Pero ¡ella quiere seguir jugando!

—Yo se lo explicaré, si me dejas.

—Eso no puede ser.

—¿Por qué no?

—¡Porque no puede ser!

—Entonces tendréis que seguir jugando solas en vuestra cueva.

—Pero tú eres el guardián. ¡Tienes que obedecer!

—Es que ya no quiero ser el guardián.

—Tonto. ¡Papá, tonto!

Es caprichosa y terca tu hermana mayor, Maya. A veces incluso os peleáis, discutís, os explicáis, disputáis. Como en este preciso momento, en vuestra cueva.

Sales a gatas. Y eres realmente tú. Solo tú. Puedo distinguirlo al primer vistazo.

—¿Dónde está tu hermana Maya?

—Estaba cansada. Se ha acostado.

—¿Y cuándo crees que se despertará?

—No lo sé.

—Con ella nunca se sabe, ¿verdad?

—Mmm. Dime, papá, ¿tú también tienes una amiga así?

—¿Cómo tu hermana Maya, quieres decir?

—Sí.

—Cuando tenía tu edad, tenía un amigo así. Era un chico. Se llamaba Erwin.

—¿Y qué clase de chico era?

—Un poquito mayor que yo, al igual que tu hermana Maya es también un poco mayor que tú. Bailábamos, nos contábamos historias y jugábamos al escondite. En una ocasión se escondió tan bien que, mientras lo buscaba, me perdí y me caí a un arroyo. Al menos eso cuenta la abuela. Y, además, me acuerdo muy bien, jugábamos a luchar, mucho. Y nos peleábamos.

Así eran las cosas con Erwin. Mi primer amigo. Si hoy tuviera que explicar lo que era, diría: una versión mejorada de mí mismo. La mejor que podía imaginar por aquel tiempo. Un gran amigo, que me educaba en el diálogo, que me entendía y que siempre estaba allí, en mitad dentro de mí.

Pero ¿qué sería un amigo imaginario así para un adulto? ¿Un trastorno de la personalidad? ¿Una conciencia bastante ambiciosa? ¿Un terco superyó? ¿O —por eso el niño no podía llamarlo por su primer nombre— un demonio de la clase que el filósofo Sócrates oía antaño en su interior? Aquella voz que le impulsaba a plantearse a sí mismo, y también a otros, la pregunta: ¿quién eres? ¿Cómo quieres vivir? ¿Qué quieres ser?

—¿Erwin era fuerte?

—Muy fuerte. Pero aun así yo a veces le ganaba.

—¡Mi hermana Maya también es muy fuerte!

—¿Tan fuerte como tú?

—¡Mucho más fuerte! ¡Ha luchao incluso con un cocodrilo!

—Luchado.

—¡Y ha cazado un león! Con las manos.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—Luchando con él. ¡Así luchaba con él! ¡Así! ¡Así!

—Ajá, ya me lo imagino.

—¡Así luchaba con él! ¡Así! ¡Así!

—¡No hables tan alto! Vas a despertar a tu hermana Maya.

—Oh…

Has vuelto a desaparecer dentro de la cueva. Simplemente te has esfumado. No conoces ni a tu padre ni a tu madre cuando te llama. Tu genial hermana lo puede todo. No importa qué te pregunte o qué te preguntara, la respuesta siempre es la misma: no, yo aún no… pero mi hermana Maya lo sabe, mi hermana Maya ya ha estado allí, mi hermana Maya puede.

Esto tiene poco que ver con el conocimiento de uno mismo. Pero, al menos, esto se podría afirmar de tu hermana Maya: que está al comienzo de una conversación que trata de quién quieres ser tú.

—¡Atención! ¡Viene alguien que quiere llevaros!

—¡No! ¡No!

—Sí, voy a entrar y a sacaros, uaaa, y luego os comeré, con piel y huesos, os comeré los pelos de la cabeza, ¡uaaa!

—¡No, por favor, no! ¡Hermana Maya, despierta! ¡Ayúdame!

—No tenéis ninguna posibilidad, soy de la policía, no habéis hecho más que tonterías durante todo el día, no podemos tolerarlo. ¡UAAA!

—¡Para! Papá, esto es una idiotez, es un juego idiota. ¡No nos gusta!

—¿Nada de policía? ¿Quién quieres que sea?

—… Un lobo.

—Bien, pues un lobo. Uaaa, soy el lobo, soy un hombre lobo y os voy a devorar, porque eso es lo que hacen los lobos, es nuestra naturaleza, ¡uaaa, nadie podrá pararme!

—¡Hermana Maya, deprisa, tienes que luchar con él! ¡Luchar! ¡No eres más que un vago apestoso!

—¿Cómo dices?

—¡Eres un vago apestoso, hombre lobo!

—¡Ay! ¡Uaaa, uaaa, retirada, uaaa!… Pero ¡no se dice vago apestoso!

—¡Sí que se dice!

¿Qué va a ser de ti? En cualquier caso, no serás «algo», sino tú misma. Esa es también la respuesta de Friedrich Nietzsche. Solo dedica una burla triste a los padres que plantean esa pregunta a sus hijos, pero ya no se la hacen a sí mismos. Porque Nietzsche asume que casi cualquier persona ha oído esa voz exigente —él la llama «genio»— dentro de sí, y vuelve a oírla una y otra vez, en los más variados momentos de la vida de uno. Momentos que exigen una decisión, que se perciben como crisis. «Cualquier alma joven oye ese grito de día y de noche, y tiembla al oírlo; porque intuye la medida de felicidad que le está destinada desde hace eones cuando piensa en su auténtica liberación…».

A los que prefieren despreciar a su genio, Nietzsche los llama «fantasmas»: seres imaginarios que viven entre nosotros y que, digan lo que digan, nunca hablan por sí mismos.

—¡Papá, tengo hambre!

—El hambre es buena; en realidad, solo hay una clase de hambre.

—¿Qué has dicho?

—He preguntado qué te gustaría com

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