Prueba de fuego (Cuarteto Wisting 4)

Jorn Lier Horst

Fragmento

cap-1

1

Pasó por delante de la gran casa blanca dos veces; a la tercera detuvo el coche en la calle.

La lujosa villa, de techo a dos aguas, estaba situada tras una valla blanca de madera y un seto de hojarasca, rodeado de viejos árboles de ramas abiertas. Las ventanas con cuadrículas no desvelaban más que la oscuridad del interior.

Era más grande de lo que recordaba; en realidad, demasiado grande para ella.

Habían transcurrido diecinueve años desde la última vez que la visitó. Y, en aquella ocasión, se prometió que nunca regresaría. Sin embargo, iba a mudarse a esa casa.

Cogió el sobre que estaba sobre el asiento del copiloto y dejó caer la llave que guardaba en su interior. Estaba marcada con una pequeña etiqueta de plástico, en la que los abogados habían escrito el nombre de su abuelo por un lado y la dirección por el otro: FRANK MANDT. CALLE JOHAN OHLSEN, STAVERN.

No podía dejar de pensar en que él había sostenido esa misma llave, la había llevado en el bolsillo, había jugueteado con ella, cerrado la mano a su alrededor.

No le gustaba pensar en él como en su abuelo (no utilizaba ese término), sino como en el Viejo. Así era como lo recordaba, como un hombre viejo, a pesar de que no tendría mucho más de cincuenta años la última vez que lo vio. Era grande, fuerte, de ojos oscuros y hundidos, con un espeso cabello gris y un pequeño bigote blanco.

Una de las últimas veces que lo había visto fue durante la celebración de la fiesta nacional, el 17 de mayo. Pasó por delante de la casa junto al desfile infantil, y el Viejo estaba en la terraza acristalada con las manos a la espalda, observando con los labios tensos. Ella lo saludó, pero él se dio la vuelta y se dirigió hacia el interior de la casa.

Soltó la llave y miró de nuevo hacia la vivienda. Incluso en un cálido día de julio como aquel, tenía la sensación de que el lugar desprendía un aire helado.

Unos gemidos procedentes de la sillita infantil hicieron que se volviera.

–¿Estás despierta, mi pequeña Maja? –preguntó sonriendo, al tiempo que se inclinaba hacia su hija–. Ya hemos llegado.

La niña dejó escapar unos gorjeos, sonrió y parpadeó varias veces seguidas. Por suerte no se parecía a su padre; tenía el mismo cabello y ojos oscuros que ella, pensó.

–Y mis hoyuelos –dijo, haciendo cosquillas a su hija debajo de la barbilla en un intento de que estos aparecieran.

Las dos saldrían adelante. En el pasado, solo estaban su madre y ella; ahora estarían su hija y ella únicamente.

Se volvió hacia el volante, metió la marcha y condujo hasta la parte trasera de la casa, frente al garaje. Luego agarró la llave, salió del coche y sacó a su hija de la silla infantil.

La entrada, con sus columnas y la fachada ornamentada, tenía ese aire distinguido tan característico de hacía cien años.

La llave giró suavemente en la cerradura. Del interior se desprendía un olor limpio y fresco; no olía a cerrado, como había temido.

El abogado había hecho lo que ella le pidió: habían retirado todos los muebles, enseres domésticos y efectos personales; todo aquello que pudiera recordarle algo, recordarle el pasado.

Fue a la cocina y luego al salón. Sus pasos retumbaban entre las paredes desnudas.

La luz del sol se filtraba pálida por las ventanas y se expandía por el suelo.

«Esto puede resultar acogedor», pensó, mirando hacia el pequeño parque del otro lado de la calle. Esa casa tan grande podría ser un buen comienzo para una nueva vida.

La amplia escalera que llevaba al segundo piso crujió bajo sus pies. Se cambió a Maja de lado y se dirigió a la que había sido la habitación de su madre. Se quedó allí un rato, sin experimentar grandes emociones, hasta que miró el reloj: eran las diez menos cuarto. El camión de la mudanza aparecería en cualquier momento.

Se apresuró a recorrer las otras habitaciones, luego bajó de nuevo la escalera e inspeccionó el resto de la casa.

Se quedó un momento junto a la puerta que daba a la escalera del sótano y después la abrió. Encendió la luz y descendió unos pasos por los escalones desgastados.

Ahí abajo fue donde lo encontraron, un día de enero. Debía de haberse caído desde donde estaba ella ahora. Sobre el suelo de cemento gris, percibió una mancha más oscura sobre la superficie clara. Estimaban que había permanecido allí tirado unos tres días hasta que uno de sus amigos lo encontró.

Ella era su único pariente vivo, pero no asistió al funeral ni ayudó con los preparativos. En aquel momento no pensó en que era la única heredera de una mansión valorada en un millón de coronas y del dinero de la cuenta bancaria. Cuando lo supo, en un primer momento quiso renunciar a la herencia. Sentía que era dinero sucio; preferiría no tener nada que ver con él, pero luego pensó: «¿Por qué no?». Era una locura renunciar a tanto dinero.

Bajó al sótano con su hija en brazos. Allí, el aire era más pesado que en el resto de la casa. Un olor empalagoso, como a fruta pasada o a flores que llevan demasiado tiempo en un jarrón.

En una de las habitaciones del sótano habían instalado un baño con sauna y, en lo que debía de ser una especie de gimnasio, se veía una espaldera sujeta al muro.

En la habitación del fondo encontró la caja fuerte. El abogado la había informado de que seguía allí. No solo era grande y pesada sino que, probablemente, estaba sujeta al suelo con pernos interiores. Los encargados de vaciar la casa tenían la esperanza de dar con la llave, pero esta había desaparecido. Confiaba plenamente en ellos: en un armario de la cocina le habían dejado un sobre con cerca de treinta mil coronas que habían encontrado en la casa. Era probable que hubiesen hallado más dinero y que no le hubieran dicho nada, pero confiaba en que no hubieran encontrado la llave de la caja fuerte y la hubiesen abierto.

Pasó la mano por encima; el acero, frío y gris, le produjo escalofríos.

Después se agachó, desplazó la pequeña placa metálica que colgaba ante el ojo de la cerradura e intentó mirar en el interior.

Le irritaba que la llave hubiera desaparecido. La caja fuerte estaba en medio de la estancia y ocupaba mucho sitio. No podría disfrutar de ese espacio, si algún día decidía darle un uso.

En la calle se oyó una bocina. Miró el reloj. Las diez. La gente de la mudanza era puntual.

Salió a recibirlos. Mientras daban marcha atrás con el camión, abrió el maletero de su coche, sacó una caja y cogió la placa para la puerta de la entrada que había encargado en Oslo. Se la llevó y la colgó de un clavo junto a la puerta.

SOFIE Y MAJA LUND.

En la casa de al lado, una mujer miró a través de las cortinas de cuadros de la cocina. Sofie la saludó con la mano, pero ella no le devolvió el saludo.

cap-2

2

William Wisting estaba ante la puerta del dormitorio contemplando a la mujer que dormía en su cama. Finos haces de luz se co

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos