El amarillo no existe

Gema Vadillo

Fragmento

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Desde que empezaron a aparecer las premoniciones en los ladrillos de los edificios ya ninguna esquina parecía segura. Aún recuerdo el lugar exacto y las palabras de la primera pintada que encontré en la pared del aparcamiento del supermercado a unas manzanas de mi piso.

Hará poco más de un año de aquel día, cuando iba cargando la bolsa de la compra y lo único que me pedían los hombros era llegar a casa cuanto antes. Fue entonces cuando vi la primera ficha moverse, la primera pieza confusa del juego: el principio del fin del mundo. Había tres o cuatro personas frente a mi coche que me impedían subirme a él, tratando de borrar una pintada que había aparecido en la pared de dicho aparcamiento. Aunque parecía reciente, no había ni rastro del autor. Era como si la premonición hubiese aparecido por sí sola en esa pared. La pintura parecía irse con facilidad con un simple cubo lleno de agua y jabón y con una esponja. Tuve que hacerme hueco entre la gente para comprobar que no había salpicado nada de color amarillo en la parte delantera de mi coche y, por suerte, así había sido. Cuando pude montarme en él, giré la llave y arranqué y, a medida que fui alejándome marcha atrás, las letras iban diluyéndose hasta acabar en forma de gota en el suelo.

Era casi poético «lloverá». La imagen se me quedó grabada, así que memoricé la fecha. Y el 5 de octubre del año siguiente, tan gris y tan frío como lo esperaba, comenzó a llover. Aquí en Vorhel eran muy normales los días lluviosos, no como en España: recuerdo un día que chispeó en mis vacaciones de hace unos años y vi cómo las personas salían corriendo a refugiarse bajo los tejadillos de los establecimientos. El caso es que, estando tan acostumbrado a las tormentas, era muy probable que lloviera en octubre, ¿no? Era como si un chamán nos hubiese advertido a todos y ahora el cielo fuese a castigarnos por no haberle escuchado en un primer momento, aunque mi hermana Tilda y yo sí lo hicimos, más de lo que me gustaría. Decidimos marcar aquel 5 de octubre lluvioso en el calendario con un círculo rojo y quedamos en mi piso para tomar café mientras diluviaba… Fue ahí cuando empezó todo.

Quizá todavía creas en las casualidades, pero la segunda premonición vino fuerte, tanto que llamó la atención de hasta el más escéptico.

Tan solo unos días después de la famosa tormenta, una sucesión de números dio vueltas por todo Vorhel. Había aparecido pintada en la puerta de un establecimiento de la calle principal, con el tono exacto de amarillo de la primera premonición y un mensaje muy claro: era el número ganador de la lotería. Durante los meses previos nadie parecía haberle prestado atención, ni siquiera nosotros, pero la mañana del sorteo aquellos números dieron vueltas por todas partes. En la tele aparecía una familia saltando de alegría al tiempo que descorchaban una botella de champán; mientras, los espectadores, confusos, fruncíamos el ceño. Cualquiera pensaría en volver atrás en el tiempo para apuntar el mensaje y ganar el sorteo, ¿no? Parecía muy fácil, pero no fue mi caso. Yo seguía viviendo en un piso de alquiler con una pared que se caía a cachos.

Tilda vino a verme aquella mañana, y sin querer empezamos una tradición de perseguir artistas callejeros fantasma desde el sofá.

—¿Cómo es posible? —dije boquiabierto mirando la tele.

—Pues es muy fuerte, pero quien sea que haya escrito eso sabía con antelación cuál iba a ser el número ganador.

—¿Y por qué lo escribiría en plena calle?

—No sé, puede ser un juego de alguien que quiere ser encontrado —contestó ella—. O pura casualidad.

—Va, sabes de sobra que no es aleatorio. —Me crucé de brazos.

—O sea, Aaron, ¿que estás dentro?

—¿Dentro de qué? —respondí.

—Del club de los conspiranoicos que buscan pistas y se ponen sombreros de papel de plata en la cabeza.

—Mira que eres boba —reí.

—¡No, si lo digo porque yo ya estoy en ello!

Y tan dentro… Después de todo, las teorías locas de mi hermana me habían tocado muy hondo. Pero cuando algo tan loco se reflejaba en la pantalla, uno no podía dejar de mirarlo. Pensaba en que los próximos meses todo el mundo perseguiría números por las paredes, buscando en cada rincón el siguiente movimiento del artista fantasma. ¿Cuántas pintadas similares habría en la ciudad que aún no habían sido descubiertas?

Ahora sí: bienvenido al principio del fin del mundo. O, en otras palabras: bienvenido a Vorhel.

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Mis padres decidieron mudarse a Vorhel cuando yo tenía apenas cinco años y Tilda todavía no había nacido, pero llevan muchos meses ausentes. Acordamos vernos un par de veces al año para celebrar las fiestas en familia, pero a estas alturas ni Tilda ni yo sabíamos qué estaban haciendo exactamente. Siempre habían trabajado como arquitectos, juntos —fue, de hecho, como se conocieron—, pero de un día para otro se fueron a trabajar a Berlín. El caso es que desde entonces mi hermana Tilda vivía en su residencia universitaria y yo, totalmente independizado.

Justo en la mañana del día en que se cumplía un año desde que entré al piso, me despertó un goteo continuo de lo más molesto. Te aseguro que intenté pararlo con la mente, pero siento decirte que esta no es una historia de poderes mentales ni superhéroes, así que no me quedó otra que levantarme de la cama. De verdad que cada día deseaba que me picara una araña o apareciese un hombre en corbata que me hiciese un traje con superpoderes y me dijese algo así como: «Bienvenido a tu nueva vida, ya no tienes que seguir con tu trabajo ni manteniendo este piso. Ven, voy a presentarte al resto del grupo». Pero como las probabilidades de que pasase eso eran casi imposibles, me limité a coger un cubo lo más grande posible y ponerlo bajo la gotera. Y así casi a diario. Para mi suerte o mi desgracia, Greta, la casera, casi nunca estaba en Vorhel; aunque bastaba con retrasarme un día con el pago para que me llamase corriendo. En el piso seguía haciendo un frío insoportable y la caldera funcionaba a ratos, pero, aun así, era casi el hogar ideal para alguien como yo. Y con «alguien como

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