Buscadores de reliquias tras la pista de la medalla

Helen Velando

Fragmento

Buscadores de reliquias. Tras la pista de la medalla
1

Hace 78 años atrás…

No se podía escapar de aquella tormenta. Las olas enormes y salvajes del océano embravecido sacudían la embarcación, ya cercana a las rocas. La lluvia y el viento arreciaban y no había casi tiempo de respirar antes de la siguiente embestida del mar. Los rayos se diluían desde el cielo y los truenos causaban un estruendo que aceleraba los corazones de los viajeros atrapados en el castigado buque.

En medio de la noche oscura, el miedo y los gritos dieron paso a la más destructiva acción: el mástil cayó y un ruido a maderas rotas se esparció como un mal presagio.

El capitán alertó en medio de la lluvia y el viento:

—¡Vamos a chocar contra las rocas! ¡Hay que abandonar el buque!

El padre y esposo soltó las cuerdas del bote salvavidas y corrió agarrándose de las barandas; debía salvar a su familia. Bajó a trompicones las escaleras llenas de agua que se colaba por las vías abiertas y llegó hasta la panza del navío. Allí estaban las cuatro, las mujeres de su vida, su mujer, sus hijas gemelas y su pequeña, de apenas cuatro años, aferradas a unos barriles y unas cajas, mientras el agua iba subiendo peligrosamente. Aparte de ellos cinco solo viajaba la tripulación, no había más pasajeros en aquella nave.

Un golpe del oleaje lo hizo caer al agua, que ya le llegaba a las rodillas. Les ordenó que por nada del mundo se separaran y que mantuvieran puestos los chalecos salvavidas; debían tratar de abordar el bote antes de estrellarse. Las ayudó a subir las escaleras y tomó a la pequeña en brazos. Las niñas lloraban, pero el agua salada se llevó las lágrimas dulces de sus rostros en un segundo cuando su padre abrió la puerta y salieron a la popa. El hombre alcanzó a meter a sus hijas y a su mujer dentro del rudimentario bote, y luego se subió y asió con fuerza las cuerdas del navío.

Por fin, el capitán y sus tripulantes debieron saltar a las agitadas aguas monstruosas y frías, munidos de sus chalecos salvavidas. De pronto se oyó otro crujido y la fuerza del oleaje los envolvió y los elevó: quedaron sobre las crestas de las olas. Otra ola los levantó, aunque intentó devorarlos.

El bote apenas subía y bajaba con su preciosa carga a bordo cuando divisaron cómo el buque se estrellaba contra el roquedal. Una masa de agua inmensa elevó más de diez metros al bote y luego se lo quitó de encima expulsándolo hacia la costa.

La tormenta se fue mar adentro, y después de varias horas llegó el amanecer y volvió la calma. En la costa, un solitario pelícano divisó a unos náufragos tirados en la arena. Estaban siendo barridos todavía por las olas, enredados en una maraña de resaca y moluscos muertos.

Primero despertó la mujer y llamó desesperada a su marido y sus hijas, repitiendo sus nombres. El bote destrozado y los restos del barco se diseminaban sobre la arena de la orilla, las rocas y el pastizal más próximo. Lamentablemente, el resto de la tripulación había perecido y los cadáveres se esparcían por la costa.

Al reaccionar el hombre se incorporó para ir hacia su esposa e hijas, casi a rastras. Tenía un fuerte golpe en la cabeza y aún sangraba. La madre, horrorizada, rebuscaba en la resaca, corriendo y gritando el nombre de su hija pequeña. No hubo respuesta, ni aquel día ni en los siguientes.

No consiguieron encontrar a la chiquilla.

Buscadores de reliquias. Tras la pista de la medalla
2

Eleonora McAllister estaba estirada en su sofá colorido tomando un jugo de maracuyá y leyendo un interesante libro sobre culturas precolombinas. Se quitó los lentes cuando oyó el sonido inconfundible que producía la frenada de la bicicleta de su nieto.

Las cortinas floreadas, etéreas como las alas de una luciérnaga, flameaban con el aire cálido del mediodía. La mujer se incorporó y miró por el ventanal que tenía a su lado, junto al sofá. Vio a Jaime, que dejaba la bicicleta en el cobertizo y apoyaba la tabla de surf contra un árbol de mango. A continuación, escuchó cómo su nieto abría la ducha que tenían cerca de los bananeros.

Apenas se movió desde el sofá y pensó en la llegada de su nieto desde Sudáfrica hacía ya un año atrás, cuando era un jovencito flaco y descolorido, sin brillo en los ojos, con una palidez propia de quien pasa todo el tiempo dentro de su cuarto, con sus artefactos electrónicos, y se olvida de que existe un mundo afuera lleno de sorpresas. Ese mismo chico de apenas 17 años, que parecía odiarla y de quien ella no sabía casi nada, ya no era el mismo. Su hija se lo había mandado un mes para que viviera con la abuela, ya que su marido y ella debían viajar por asuntos de trabajo a Ginebra.

Sorprendía verlo ahora así, tan cambiado. No solo había cumplido la mayoría de edad allí, en Ecuador, sino que se había convertido en un joven decidido, dispuesto a descubrir el mundo, con ganas de hacer mil cosas. Montaba a menudo sobre las olas con su tabla, por lo que su piel se había ido poniendo morena. Su cabello crecía y adquiría tintes cobrizos, y su risa… su risa era como un manantial de agua fresca en medio de un desierto.

Eleonora y Jaime habían creado un vínculo que los transformó por completo, se querían con la serenidad de dos que se saben diferentes y complementarios. Vivieron aventuras que los hicieron unirse de manera vertiginosa. Primero con la búsqueda de una gema sagrada, y unos meses después, con la travesía por los inhóspitos caminos del páramo, siguiendo los rastros del llamado licor de oro.

La abuela no se olvidaba de la decisión que había tomado su nieto en su cumpleaños número 18. Para sorpresa y decepción de sus padres, Jaime había pedido tomarse un año libre para buscar qué quería hacer con su vida, y por eso hacía seis meses que se había quedado allí, con su abuela, la veterana arqueóloga Eleonora McAllister, quien aunque antes poco supiera sobre su nieto, ahora lo adoraba, tanto que lo incluía en sus investigaciones en el museo de Salango, en donde trabajaba como asesora en temas relativos a mapas y asentamientos antiguos.

Tampoco ella era la misma. Había descubierto que los afectos unen más que nada en este mundo. Y gracias a su nieto podría recomponer, aunque fuera en parte, el

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