Un misterio en Aber Wrac´h (Comisario Dupin 11)

Jean-Luc Bannalec

Fragmento

misterio_aber_wrach_epub-3

El primer día

—Presagios de muerte, sin duda. Intersignes de la mort.

Labat, inspector de la comisaría de Concarneau, adoptó una expresión dramática. Tenía el ceño fruncido por la preo­cupación.

—Hace un tiempo que la urraca revolotea en torno a la casa. De vez en cuando se posa sobre el tejado. —A la expresión dramática le siguió una pausa también dramática—. Hace unas semanas, un gallo empezó a cantar antes de medianoche. Luego mi tía vio una comadreja en el jardín. Y la semana pasada la urraca se estampó contra el cristal de la ventana del dormitorio.

La voz inusualmente apagada de Labat vibraba.

—Presagios de muerte —repitió—, sin duda.

—Le Ber, por favor, páseme la baguete —pidió el comisario Georges Dupin volviéndose hacia su primer inspector.

El comisario había pedido un assiette de la mer, un plato magnífico para días calurosos; una docena de ostras, un cangrejo enorme, cigalas, una ración generosa de caracolillos de mar, tanto de los pequeños como de los grandes, bigorneaux y bulot. Y lo más importante de todo, mayonesa casera recién hecha. Lily, la propietaria del restaurante Amiral, el segundo hogar de Dupin junto al mar en la «ciudad azul», debía de haberles servido medio kilo de esa salsa. Según Lily, el secreto de su sabor sensacional era el vinagre de nueces. Sea como fuere, a Dupin esa mayonesa le volvía loco. Y el marisco, también. Otros pueblos, bárbaros, sin duda, menospreciaban la mayonesa al considerarla un ingrediente grasiento del fast food; en Francia, en cambio, se la tenía por lo que era: un arte. El mismísimo Paul Bocuse, igual que los grandes chefs, la había elogiado. Era una especialidad con historia, maltratada como pocas por la industria. Se inventó en 1756 durante la guerra de los Siete Años. El mariscal de Richelieu en persona tomó Menorca con sus tropas. Como agradecimiento no obtuvo medallas ni tierras, pero se le dedicó una salsa recién inventada, un manjar exquisito que recibió el nombre de la última ciudad tomada: Mahón. La salsa «mahon-esa». Los bretones estaban completamente convencidos de que aquel cocinero tenía que ser de los suyos. No podía ser de otro modo. En cualquier caso, lo mejor era rebañar al final el plato con un trozo de baguete para capturar los restos de la mayonesa que se mezclaban con los sabores del marisco. Un elixir marino.

—Debería usted tomarse en serio estos presagios, jefe.
—Le Ber no hizo el menor ademán de pasarle la cesta del pan a Dupin.

Los cuatro colegas se habían sentado en la terraza del Amiral. Le Ber y Labat en una mesa; Dupin y Nevou, una de las dos agentes de la comisaría, en la mesa de al lado.

—La urraca está considerada un ave de la muerte. —Le Ber estaba claramente molesto—. No cabe duda de que se trata de presagios clásicos, conocidos desde hace miles de años. Sabiduría celta ancestral.

—Vale, pero ¿me pasan la baguete? —Dupin volvió a probar suerte.

—Comisario, esas cosas no hay que tomarlas a broma.

Nevou reprendió al comisario dirigiéndole una mirada sombría. Dupin resopló. Se había pasado la mañana esperando esos tres cuartos de hora de pausa para almorzar. Espe­rando el marisco, la mayonesa, la baguete; en fin, tener tiempo para él. Solo para él. Sin nadie. Excepto la prensa de rigor: el Ouest-France, Le Télégramme y Le Monde.

Contra todos los pronósticos meteorológicos, el tiempo seguía siendo fabuloso, así que cuando Dupin abandonó la comisaría, sus compañeros se le habían unido de manera espontánea. Ahora deseaba haber salido por la puerta trasera, tal y como hacía a menudo.

Aunque era el primer día de octubre, parecía que el ve­rano hubiera decidido seguir como si nada. Como si el otoño no hubiese llegado. En los últimos años, septiembre y octubre venían ofreciendo temperaturas veraniegas, una situación que se prolongaba casi hasta principios de noviembre, cuando el tiempo empezaba a cambiar. Nadie se lamentaba por ello.

El comisario enderezó la espalda tanto como pudo en un ademán de seriedad y concentración.

—Está bien. ¿Y qué significa todo eso?

—Mi tía está segura de que va a morir muy pronto.

Dupin a duras penas reconocía a Labat. Su inspector era la encarnación de una pedantería insoportable, la resolución militar personificada y, sobre todo, el pragmatismo descarnado en persona, lo cual, por desgracia, no le impedía obsesionarse de vez en cuando con alguna que otra idea fija. Por regla general, fenómenos como los presagios de muerte solían ser intereses más propios de Le Ber, y el papel de Labat en esos casos era burlarse de ello.

Los sucesos extraños, las manifestaciones de lo sobrenatural en sus múltiples formas y todo cuanto se consideraría extraordinario en otros lugares eran de lo más normal en ambientes bretones. Incluso para Nolwenn, lo sobrenatural era algo palmario. Nolwenn era, sobre el papel, la secretaria de Dupin pero, extraoficialmente, en comisaría era conocida como «la jefa».

Le Ber miró a Labat con compasión.

—No me gusta decir que así es —añadió—, pero desde luego, así es.

Labat no era un hombre dado a mostrar sus emociones, pero en ese momento su expresión era digna de lástima.

—¿Cuántos años tiene su tía? —quiso saber Nevou.

—Ochenta y nueve. Pero está como un roble. Completamente sana. Su madre llegó a los noventa y ocho.

—Para la muerte, la salud carece de importancia —sentenció Le Ber, asintiendo.

Dupin estuvo a punto de objetar con vehemencia. Si la mujer estaba «completamente sana», ¿qué le hacía pensar que la anciana fuera a morir de pronto? En la Bretaña había no pocas personas centenarias, y saltaba a la vista que ella tenía los genes.

Con todo, se abstuvo de discrepar. Era inútil. Conocía las historias sobre presagios de muerte. Había un sinfín. Y además, de lo más triviales, lo cual, en opinión de Dupin, les confería un matiz casi cómico. Cualquier cosa podía anunciar la muerte, el Ankou todopoderoso. Por ejemplo, los aullidos de los perros por la noche, si se apagaban velas en una iglesia, soñar con caballos —a menos que fueran blancos—, el la­grimeo repentino de los ojos o un escalofrío súbito. Resultaba especialmente alarmante que cayeran platos al suelo y se hicieran añicos. Al parecer, esos augurios solo eran considerados como tales en circunstancias concretas; de no ser así, los bretones verían a diario presagios de su muerte inminente y la Bretaña estaría desierta. El propio Dupin habría muerto ya cientos de veces.

Había un presagio más insidioso que todos los demás: cuando en una casa había tres luces encendidas a la vez. Se decía entonces que el advenimiento de una muerte especialmente dolorosa estaba a punto de suceder. En opinión de Dupin, solo unos pocos presagios tenían un carácter misterioso convincente. Por ejemplo, levantarse por la mañana con manchas céreas de color amarillo en las manos. O, más improbable, la aparición en sueños de alguien caminando cargado con un gran fardo de ropa sucia.

—Tal vez debería usted acompañar a su tía al médico, Labat. Por si acaso.

Dupin habló en tono suave, claramente dispuesto a mostrar su empatí

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos