Solo queda silencio

Txemi Parra

Fragmento

Capítulo 1

1

Lo primero que ve nada más despertarse es su rostro. Duerme tranquilo, como un niño, incluso le parece adivinar una leve sonrisa en la comisura de los labios.

—Buenos días, maridito —susurra para sí misma.

A partir de ahora tendré que acostumbrarme, piensa Elvira. Se casaron anoche, un 31 de diciembre. Así lo quiso ella y así lo hicieron.

Elvira Araguás se levanta con cuidado, no quiere alterar el sueño de su marido. Se viste con unos vaqueros y un jersey de lana que recoge del suelo, busca el abrigo, se calza las botas de nieve y sale de la habitación. Al cerrar pone el cartel de «No molestar» en el pomo de la puerta.

Baja las escaleras andando, no le gustan los ascensores. Todavía quedan restos de confeti y serpentinas por los pasillos. El hall del hotel está tranquilo, la chica de recepción tiene cara de haber dormido poco, la saluda con una sonrisa cansada y ambas se desean feliz año.

Nada más salir a la calle siente un golpe de frío. Son las ocho y media de la mañana y hay menos cinco grados. Le hace ilusión desayunar con Martín, el primer desayuno del año y su primer desayuno como casados, pero antes tiene que ocuparse de algo y prefiere hacerlo sola.

Media hora después cruza la verja de hierro del camposanto. Está sola, no exactamente, la acompañan cientos de almas; a veces puede sentirlas, solo a algunas. Siente su energía flotando en el aire. Siente su gratitud, en el fondo todos quieren lo mismo, sentirse recordados, amados, no caer en el olvido.

Teniendo en cuenta el día que es, lo más probable es que cuando vuelva sobre sus pasos continúe siendo la única visitante. Le gusta esa sensación. Hoy el mundo despierta tarde, no hay prisa, es un amanecer perezoso, poblado de resacas, cargado de nuevos propósitos que rara vez se cumplen.

Elvira recorre el sendero disfrutando del silencio, del aire puro, del placer de pisar la nieve virgen. Sabe que él la espera, seguramente tan ansioso como ella.

Atraviesa una hilera de cipreses, el mismo camino que ha hecho tantas veces. Al llegar a la altura de la señora Castán, gira a la derecha y sonríe ante la ostentación de la familia Peñarrubia, incluso en el más allá nos empeñamos en marcar las diferencias sociales. El mármol blanco y la ornamentación en forja conviven con un manto de césped cubierto de humildes lápidas. Panteones góticos junto a fosas comunes. Así es la vida… y la muerte.

Elvira se detiene en un recodo del camino. Su tumba es sencilla. Una lápida de granito con vistas a la peña Oroel, sin epitafio ni camafeo, tan solo una breve inscripción con su nombre y las fechas que recuerdan su paso por este mundo: «1961-2007».

Se acuclilla, retira la nieve acumulada y deja una rosa blanca al lado de la sepultura.

—Feliz año, papá.

Elvira sonríe. Las pecas se expanden por su rostro. Es de piel extremadamente blanquecina, cabello rubio, casi plateado, le gusta peinar trenzas, tiene los ojos azules verdosos y la mirada intensa. «Mi pequeña valquiria», así la llamaba él cuando era niña. Candela, aunque melliza, siempre fue muy diferente, tenía el mismo aire nórdico, pero carecía del espíritu guerrero. A ella le decía «Mi princesita».

—Es la rosa que llevé ayer —continúa diciendo mientras aparta la nieve—, un vestido sencillo, una estola y la rosa. Hacía frío, pero ni me enteré. Estaba tan emocionada… Te eché muchísimo de menos. Me habría gustado que me hubieras acompañado al altar. Fue todo muy íntimo, ¿sabes?, vinieron los padres de Martín, Candela y mi amiga Olvido. Te acuerdas de ella, ¿verdad? Y Martín, claro. Hoy he preferido venir sola, ya lo conocerás. Pronto, te lo prometo. Lo gracioso es que queríamos casarnos por lo civil, esa era la idea, pero el alcalde dijo que en Nochevieja no trabajaba, que faltaría más, que bastantes horas metía, que él por la tarde ya había quedado con los de la colla para irse de vinos, que cómo se nos ocurría casarnos ese día, que estábamos pirados, todo eso nos dijo, así, literalmente. Entonces fuimos a hablar con don Faustino, sí, sí, don Faustino, ahí sigue, se ve que no tiene prisa para reunirse con el jefe. El caso es que no puso ningún problema. Al revés. Parece que andan faltos de clientela. Nos ofreció oficiar la ceremonia en la capilla de Santa Orosia. Ya ves, papá, he acabado casándome en la catedral, quién nos lo iba a decir, ¿verdad?

Comienza a nevar un poco. Elvira mira el cielo complacida. Le gusta sentir los copos resbalando por su cara. Se arrodilla y posa las manos sobre la losa, es su manera de conectar con él. Quiere contarle muchas cosas, le habla del viaje de novios, irán a Chile. Hoy come con sus suegros, le hace gracia llamarlos así, y con Candela en un asador de la parte vieja, y por la tarde se van a Madrid, duermen en la capital y al día siguiente vuelan a Santiago de Chile, casi trece horas de vuelo. Y de Santiago rumbo al norte por carretera, hasta Atacama, el desierto más árido del planeta. Es su viaje soñado, contemplar las estrellas desde el valle de la Luna. También le habla de sus planes a corto plazo, de momento piensan seguir como hasta ahora, o sea, ella en Jaca y él en Bilbao. Cada uno tiene su trabajo, están a gusto y ninguno de los dos quiere renunciar a su carrera. Se verán los fines de semana como han hecho estos últimos meses. Por lo general, es Martín quien va a Jaca, siempre lo ha hecho, es su hogar, visita a sus padres, va a los partidos de hockey, sube a la montaña… A ella no le importaría empezar en otro lugar, elegiría Barcelona. Le motiva la idea de vivir frente al Mediterráneo, una ciudad vibrante, cosmopolita, seguro que no le iban a faltar pacientes, además podría vender sus piezas de artesanía, con la de turistas que hay.

Una inmensa nube negra baja desde las montañas. Ha comenzado a nevar con más intensidad. Elvira se incorpora, tiene los músculos entumecidos por el frío.

—Cuando vuelva del desierto vendré a contarte el viaje. Te quiero, papá.

En vez de regresar por la carretera elige el sendero de tierra que rodea la ciudad, es parte del Camino de Santiago, está flanqueado por árboles frondosos donde, si uno se fija bien, pueden verse ardillas correteando por sus ramas. Aunque es ligeramente más largo, lo prefiere por las vistas. Por el camino pueden verse los picos nevados y el corte del valle deslizándose pendiente abajo atravesado por el río Aragón.

Sube directa a su habitación. El cartel de no molestar sigue colgado en la puerta. Martín quería haberse alojado en un hotelazo de cinco estrellas, en una suite con jacuzzi, albornoces superalmidonados, botella de champán, fresas, velas y pétalos de rosa cubriendo el lecho nupcial, «el kit completo», decía entre risas. Pero a ella no le hacía ninguna gracia pagar un dineral por dormir unas pocas horas, y más teniendo su propia casa, así que al final habían optado por un establecimiento más modesto en el mismo centro, a pocos metros de la catedral.

Candela se ha alojado en el mismo hotel, ni ella le ha ofrecido su casa, ni su hermana se la ha pedido. Al parecer, por fin le están yendo bien las cosas por Madrid, ya era hora.

Martín no está en la habitación. A ella le extraña que no haya quitado el cartel. Igual ha salido a correr, piensa. Conociéndolo no le extrañaría nada. Ha dejado la cama hecha, tiene la maleta sobre el portaequipajes y la ropa ordenada a la perfección en el armario. La suya está tirada por el suelo de cualquier manera: el vestido, la estola, los zapatos… También en eso son muy diferentes.

Elvira entra en el baño, abre el grifo y se desnuda frente al espejo. Necesita una ducha caliente. Se lleva la mano al vientre y contempla su desnudez. Con el tiempo le gustaría engendrar una vida, ahora sí, ahora sí está preparada. Le vienen a la memoria recuerdos dolorosos, no puede evitarlo, siempre la perseguirán, lo sabe. El vaho cubre el espejo del baño y oculta su imagen, tan solo es una sombra al otro lado.

Abre la puerta corredera cuando suena una notificación en su móvil. No tiene pensado abrirlo, pero al ver que es un wasap de Martín, recula, coge el teléfono y clica sobre la pantalla. Hay una sola palabra escrita.

Tan solo una palabra es suficiente para que se le revuelva el estómago. Una sola palabra basta para que cierre el grifo y se siente sobre la taza del váter, pensativa, con la mirada absorta en la pantalla.

Una simple palabra: «Perdón».

2

—¿Cuándo coño tocan La marcha Radetzky? —refunfuña para sí.

La teniente Gloria Maldonado está repanchingada en el sofá de su casa en pijama, con los pies apoyados en la mesa de centro, una bandeja de polvorones sobre el reposabrazos y un tazón de chocolate caliente en la mano. En el televisor, el Concierto de Año Nuevo. Es la única tradición navideña que sigue. No celebra la Nochebuena, ni la Nochevieja, a su casa no van los Reyes Magos, está sola. Absurdamente sola. Y este año ha sido aún peor, antes estaba su primo Simón, no mucho, pero al menos se veían, cenaban juntos de vez en cuando, hablaban por teléfono, pero desde que se fue siente su ausencia como algo físico. La consciencia de su soledad se ha convertido en una carga invisible que arrastra con pesadumbre cada mañana.

—Puta Navidad —masculla.

Gloria desenvuelve otro polvorón, tira el papel al suelo, lo engulle de un solo bocado y ayuda a bajarlo con un trago de chocolate caliente. En la última revisión le dijeron que estaba casi quince kilos por encima de su peso. Le da igual. A estas alturas… Están tocando una polca. Las cámaras enfocan al público que abarrota la Sala Dorada, llena a reventar. Todos tan elegantes, ellas tan peinadas, tan finas, tan orgullosas; ellos tan solemnes, tan satisfechos, parece que tengan un palo metido en el culo, piensa la teniente. Rondan su edad, maduros, pasados los cincuenta, unos más, otros menos, pero a todos se les ve sanos, cabellos brillantes, pieles tersas, cuerpos armoniosos. Igualitos que yo, dice para sí misma. No le vendría mal hacer algo de ejercicio, pasar por la peluquería y, ya puestos, arreglarse las uñas, que tiene unas manos…

Cuando acabe el concierto cogerán sus coches de lujo y se irán a sus casoplones o a los mejores restaurantes de la ciudad a comer sopa de calabaza, pavo asado y brindar con vino caliente. No les envidia por su dinero ni por vivir en Viena y tener la suerte de ver el concierto en directo, lo que le jode es que entre el público no hay ni una persona sola. Se ha fijado bien, cada vez que enfocan la platea trata de buscar a alguien solo, a un single, como dicen ahora. Nada. Todos están felizmente acompañados: matrimonios, novios, amantes, amigos, familia… El mensaje es claro, no hay sitio para gente como ella.

Apura el tazón, rebaña los grumos de chocolate con el dedo y enciende un cigarro. Dejar de fumar no está entre los propósitos para el nuevo año. Comer un poco más sano sí y, de vez en cuando, ir andando al cuartel. Pero no ahora, desde luego; en verano, como mucho en primavera. ¿Cuántos polvorones me habré zampado?, se pregunta. Intenta contar los envoltorios tirados por el suelo. Al menos cuatro. No tiene prisa, de hecho no ha preparado nada para almorzar, no le apetece moverse del sofá, igual ni come, así que puede permitirse un par de mantecados más. Un día es un día.

Ahora suena un vals, no sabe si de Strauss padre o Strauss hijo, de uno de los dos. Le parece curioso que ambos compartieran el mismo talento. Si hubiese tenido una hija, ¿qué habría heredado de mí? A veces se pregunta ese tipo de cosas. Pobre niña, mejor no pensarlo. La cámara ofrece un primer plano de las manos del director, son robustas, carnosas, podrían ser las de un campesino. Christian Thielemann se llama, alemán, sesenta y pocos años. Fortote, con cara de buena gente. Le gusta. No como el del año pasado, el austriaco, que era un estirado. No le importaría invitar a Christian a comerse un polvorón. Trata de imaginarse la escena. En el cuartel muchos piensan que es lesbiana, Bermúdez el primero, ella lo sabe y le da igual. Los deja cotillear. Ni lo afirma ni lo desmiente, y eso es para muchos motivo suficiente para apostarse veinte euros a que lo es.

Ahora sí, por fin suena La marcha Radetzky, ya era hora. Gloria deja el tazón sobre la mesa, se incorpora con dificultad, le pesan los años y los kilos, se sacude las migas del pijama y se prepara para dar palmas como una más. Le encanta este momento. Suena la percusión, entran los instrumentos de cuerda a la vez que los de viento, violines, chelos, violas, trompetas, flautas traveseras… Retumban los platillos, se oyen los primeros aplausos, tímidos al principio, el director aún no ha dado permiso para la explosión de júbilo que está por venir. De repente una melodía anodina rompe la magia. Es su móvil. Reconoce el número de la pantalla. Maldice todo lo que puede y más.

—¿Qué coño pasa, Bermúdez?

—Feliz año, teniente —responde el sargento Jaime Bermúdez con un soniquete guasón.

—¿Ahora somos de esos? —Le ha molestado el tonillo de su subalterno—. ¿Me vas a contar también la carta que has escrito a los Reyes Magos?

—Perdona, solo estaba siendo…

—Al grano, Bermúdez, al grano —replica la teniente con brusquedad—, que estoy muy liada.

—Hemos encontrado un cadáver flotando en el río.

—¿Dónde?

—En el puente de los Peregrinos. Pensamos que puede tratarse de…

—Estoy ahí en veinte minutos.

En la pantalla del televisor las dos mil personas que llenan el Musikverein de Viena baten palmas alegremente, felices, plenas, privilegiadas, sabiéndose observadas por los espectadores de medio mundo, exultantes, despreocupadas, ajenas a las miserias y desgracias que ocurren más allá de esos muros dorados.

3

Elvira cierra el grifo y se cubre con una toalla. La ducha puede esperar. Vuelve a leer el mensaje: «Perdón».

Perdón, ¿por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho? ¿Qué quiere decir? Marca su número. «Teléfono apagado o fuera de cobertura». Vuelve a llamar. El mismo resultado. Así hasta cuatro veces seguidas. Es un comportamiento muy humano. Sabemos qué va a ocurrir: si la primera vez que has llamado, el teléfono estaba apagado, ¿por qué crees que un segundo después las cosas serán de otra manera? ¿Tienes alguna esperanza de que vaya a contestar? ¿De verdad esperas oír su voz diciendo que todo está bien, que no hay nada que perdonar? No, claro que no. Y, aun así, no podemos evitar volver a marcar una y otra vez de manera compulsiva.

Responde a su mensaje: «Te estoy llamando». «No me contestas». «¿Qué pasa?». «¿Dónde estás?». Comprueba las rayitas, en cada wasap solo aparece un check, una sola raya gris. Definitivamente tiene el teléfono apagado.

Le pasa una idea por la cabeza. Entra en la habitación y mira detrás de las cortinas. Abre las puertas del armario, escudriña debajo de la cama. Por un momento ha pensado que todo era una broma, que lo iba a encontrar escondido, con una sonrisa pícara: Perdona por estropearte la ducha, cariño. Ven aquí. Que la iba a tumbar sobre la cama cubriéndola de besos, que le quitaría la toalla muy despacio y le haría el amor con pasión. Una idea estúpida, una ilusión. No está.

Respira. Intenta pensar de manera lógica, no dejarse llevar, no caer en la paranoia, ser positiva. Igual ha bajado a desayunar. Qué tonta. Perdona, me he despertado, no estabas y he bajado a desayunar. Te espero en la cafetería. Podría ser. ¿Por qué no? Se viste con rapidez con la misma ropa que había dejado sobre la taza del váter. La cafetería está en el segundo piso. Al pisar la moqueta se da cuenta de que va descalza. Da igual. Sigue bajando los escalones dando saltos, de dos en dos.

Abre la puerta. El salón está vacío. Una mujer de mediana edad recoge las mesas. La mujer, Araceli se llama, le felicita el año y le dice que han cerrado, pero que si quiere puede tomarse un cafecito rápido. Elvira le pregunta por su chico, aún no se acostumbra a llamarle marido. Es un hombre alto, metro ochenta más o menos, cabello castaño, ojos claros, nariz aguileña, le dice. ¿Lo has visto? ¿Sabes si ha bajado a desayunar? La mujer duda, son muchas habitaciones, varios clientes podrían responder a esa descripción, además no ha estado sola, sus dos compañeras también han trabajado en el turno de mañana. Si usted quiere les pregunto, le ofrece Araceli. Elvira niega con la cabeza y da media vuelta. No está en la cafetería y con eso le vale.

Regresa a la habitación e instintivamente vuelve a llamar. Apagado o fuera de cobertura. ¿Qué esperaba? Se asoma a la ventana. Sigue nevando un poco. Se ve algo de movimiento, un hombre paseando a un perro, un par de familias, una pareja mayor. La vida sigue. Se gira hacia el armario. El traje de Martín está perfectamente colgado. Pantalón y chaqueta azules, y camisa blanca. ¿Y el abrigo? No ve el abrigo por ningún lado. Su maleta está revuelta. Se ha puesto cualquier cosa y ha salido a dar un paseo. Eso es. Perdona, te he estado esperando, no volvías y he salido a buscarte. Igual ha ido a ver a sus padres. Claro, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Marca el número fijo, el de casa. Responde Sagrario. Se felicitan el año. Su suegra, ella misma se etiquetó así a las primeras de cambio, la saluda contenta. «Qué alegría que llames a tu suegra, bonita». Le dice que estaba en la cocina preparando rancho para la semana y que Santiago está a lo suyo, haciendo crucigramas. La deja hablar. Es incontinente. Sagrario le dice lo maravillosa que fue la ceremonia, sencilla pero emotiva, le cuenta el discurso del cura, lo guapo que estaba su hijo…, le da todo tipo de detalles. Es como si hubiese olvidado que ella también estuvo allí. Quedan en verse a las dos en el restaurante. No le pregunta por Martín, no hace falta, es obvio que ni los ha llamado ni se ha pasado por su casa.

Camina por la habitación como un familiar nervioso en la sala de espera de un hospital, intentando visualizar imágenes esperanzadoras. Tiene que haber alguna explicación para ese mensaje, alguna explicación lógica. Y puestos a mal pensar, ¿qué es lo peor que ha podido pasar? ¿Que se ha arrepentido? ¿Que no se ve casado? ¿Que quiere el divorcio? Entonces repara en algo. La mesilla de noche. Las mesillas tienen uno de esos huecos rectangulares donde dejar los objetos personales. Nada más entrar en la habitación él lanzó allí su reloj, justo después de empezar a desnudarla. Allí estaban también las llaves del coche. Martín había viajado desde Bilbao el mismo 31 y había ido directo al hotel. Ella había preferido vestirse en su casa y acudir a la iglesia directamente. Después de la boda quiso pasarse por la habitación para dejar una mochila con sus efectos personales y de paso aprovechar para quitarse los zapatos y ponerse un calzado más cómodo. Martín había insistido en acompañarla. No hace falta, le dijo ella, estoy al lado, ve con tus padres, no tardo nada. Pero no hubo manera, la acompañó. Ese fue el primer polvo de la noche. Las llaves del coche estaban ahí, lo recuerda muy bien, en el mismo hueco vacío que tiene ahora delante de sus ojos.

Se calza y baja al garaje. No sabe cuál es su plaza, no se le ha ocurrido preguntarlo en recepción, pero hay una sola planta de aparcamiento y el coche de Martín (ahora también su coche) es muy reconocible, un Mini Cooper amarillo. Ni rastro del Mini. Perdona, he cogido el coche y he subido a la montaña, nos vemos luego. Eso es. A Martín le encanta la montaña, de hecho, quería posponer el viaje a Chile y pasar unos días más en Jaca esquiando, pero ella fue inflexible. Salida el 2 de enero. Innegociable.

Vuelve a la habitación, se tumba y pone las manos en el lado de la cama donde ha dormido él en busca de su energía. No recibe nada. Cierra los ojos. Recuerda el beso que se dieron nada más terminar de dar las campanadas, todavía tenía uvas en la boca. Qué cerdo. Bueno, pues oficialmente ya llevamos un año casados, rubia. Se me ha pasado el tiempo volando, le dijo entre risas. Martín es divertido en sus ratos buenos, cuando no le coge la nube. Lo imagina en la cima de la peña Oroel. Podría ser que él estuviera allí mientras ella hablaba con su padre. Quizá habían cruzado sus miradas en la distancia, aunque no se viesen. Le gusta pensarlo.

Mira el reloj, todavía falta un rato para la cita en el restaurante. Continúa nevando, le da igual, necesita salir. En el fondo está intranquila, tiene que tomar el aire. Podría ir a buscar a su hermana, tal vez esté en su habitación, solo dos pisos más abajo, ni siquiera se lo plantea. Se pone el anorak. Antes de salir coge una de las hojas con el logo del hotel que hay sobre la mesa y escribe una nota a Martín: «Nos vemos en el restaurante. No te retrases».

Entonces se fija en la papelera. Estaba a punto de salir, si no hubiera sido por la nota que acaba de escribir no se habría dado cuenta. Se habría ido, la mujer de la limpieza habría hecho la habitación, habría vaciado la papelera y ella jamás habría visto lo que está a punto de descubrir.

En el fondo de la papelera, junto al envoltorio de una chocolatina, una lata de Coca-Cola y varios clínex usados, hay un sobre arrugado. Es un sobre blanco rectangular, un sobre común, a su lado, varios trozos de papel rasgados. No sabe por qué lo hace, qué raro instinto la lleva a agacharse, vaciar la papelera, recuperar los papeles y reconstruirlos como si fuese un puzle, pero lo hace. Son doce pedazos de papel. Los extiende sobre la cama y los observa minuciosamente antes de comenzar a unirlos. Toma como base las formas del corte y las pocas líneas escritas a mano en tinta roja. No le lleva mucho tiempo. Cuando termina lee extrañada el mensaje. Se lleva la mano al pecho, el corazón le late con fuerza, le cuesta respirar. Vuelve a leer el texto: «¿De verdad creías que no iba a enterarme? Aún estás a tiempo».

4

A menos de un kilómetro de Canfranc pueblo toma un desvío a la derecha y llega al puente de los Peregrinos. La carretera está cubierta de una fina capa de nieve y llegar le ha costado más de lo esperado. Aparcados en un lateral están el Patrol de la Guardia Civil, la ambulancia y el coche del forense, parece ser que la jueza no se ha presentado aún. Lo primero que hace nada más salir a la intemperie es encenderse un cigarrillo. La teniente Gloria Maldonado fuma en silencio, necesita unos segundos de paz antes de enfrentarse a la muerte. A lo lejos, en un recodo del río, ve a Bermúdez y al resto de sus compañeros haciendo un corrillo. Al verla, el sargento deja el grupo y acude a su encuentro en semicarrera.

Gloria tiene las manos en los bolsillos del plumas y sostiene el cigarrillo entre los labios con la mirada perdida. Está ante un paisaje de postal navideña, el bosque teñido de blanco, picos nevados y el sonido del agua bajando con fuerza. ¿Qué coño pinta un muerto en este sitio?, piensa con un deje de tristeza. El puente, también conocido como puente del Cementerio, puente de Abajo o antiguamente como Pon Nou, está vinculado al Camino de Santiago, es de origen medieval, arco de medio punto, pavimento adoquinado, pretil de piedra y desde hace unos años Patrimonio de la Humanidad. Es una zona concurrida por senderistas y peregrinos que siguen el Camino Francés, pero en estas fechas, y más con este clima, rara vez se ve gente por la zona.

Jaime Bermúdez llega jadeante. Afeitado perfecto, mirada limpia y cuerpo esculpido en el gimnasio. Suelta una bocanada de vaho y saluda a su jefa llevándose la mano derecha a la frente.

—¿Cómo se te ocurre subir así? —dice el sargento echando un vistazo a las ruedas del destartalado Seat Panda de su superiora—. Deberías haber puesto las cadenas.

—¿Me vas a multar, Bermúdez? —responde la teniente, socarrona.

—No será necesario, mujer. Estoy convencido de que las llevas en el maletero, junto con los triángulos de señalización y el chaleco reflectante.

—Coño, cómo me conoces, Bermúdez…, ni que estuviésemos casados.

El sargento ignora el comentario, con los años ha aprendido a convivir con las bromas y los chascarrillos fuera de tono de la teniente. Al principio se sonrojaba, trataba de justificarse o se enredaba con explicaciones absurdas, ahora sencillamente no entra al trapo. A veces se permite devolvérselas y hasta le suelta alguna pullita, pero nunca más allá de unos límites. A la teniente le gusta el cachondeo siempre que le haga gracia a ella, cuando no es así, la cosa cambia, tiene la piel muy fina.

—De todas formas —replica el sargento—, no hacía falta que subieras.

—Qué quieres que te diga, chico, te echaba de menos.

—No, si lo entiendo, a mí me pasa lo mismo, pero lo tenemos todo controlado y siendo Año Nuevo…

—Bermúdez, cómo sigas insistiendo voy a pensar que me quieres quitar el puesto.

—Es por aquí… —El sargento indica el terraplén que conduce a la orilla del río y echa a andar en primer lugar.

Jaime Bermúdez sabe que la jefa ha hecho el comentario sin mala intención. No es su puesto lo que anhela, ella lo sabe muy bien. Lo que de verdad desearía es salir de Jaca e incorporarse a un cuartel con más actividad o, soñando más alto, entrar en una unidad especializada: delincuencia organizada, antidroga…, algo por el estilo. Pero no lo hace. Lleva años con la misma cantinela y nunca se decide a pedir traslado. Es joven, veintiocho años, tiene un buen expediente, sin pareja ni exigencias familiares que le aten, es ambicioso, está bien preparado y pese a eso no se atreve a dar al salto. ¿Miedo al cambio, a no estar a la altura? ¿Síndrome del impostor? ¿Simple pereza? Quizá un poco de todo.

—Coño, Bermúdez, no vayas tan deprisa, que me voy a hostiar —dice quejosa la teniente mientras hace esfuerzos por mantener el equilibrio.

El sargento se gira y ve a su superiora bajando en escorzo, con el culo salido a lo pato y las piernas flexionadas. La pendiente que lleva a la orilla es pronunciada, las piedras resbalan, la nieve se confunde con el barro y el suelo está completamente encharcado. Por si fuera poco, a Gloria no se le ha ocurrido otra cosa que ir con deportivas.

El sargento no sabe qué hacer, debería ayudarla a bajar, pero le da vergüenza ofrecerle la mano, se siente ridículo, además igual hasta se ofende. Con esa mujer nunca se sabe. Finalmente retrocede unos pasos y estira los brazos ofreciéndole ayuda. Para su sorpresa, la teniente le coge las manos y descienden con lentitud, en silencio.

En la orilla, el sendero se vuelve más accesible. Recorren unos treinta metros río abajo dejando el puente a sus espaldas, hasta llegar a una zona rocosa donde yace varado el cadáver. Secundino Ribagorza, el forense, está acuclillado examinando el cuerpo. Ronda la edad de jubilación, pelo ralo, barba descuidada y barriga prominente. Tras él, el resto de la comitiva, dos miembros de la UVI, un hombre y una mujer, y Marcial Sotillo, uno de sus guardias.

—¿Qué tenemos? —pregunta autoritaria la teniente.

—Ya ves —responde el forense sin levantar la mirada—, nos ha tocado el gordo de Navidad.

—Recibimos el aviso hace cuarenta minutos —explica Bermúdez—, una mujer de aquí del pueblo estaba paseando al perro, al cruzar el puente le pareció ver algo raro, bajó y encontró el cuerpo.

—¿Nos ha contado algo interesante? —pregunta la teniente.

—Nada —continúa Bermúdez—, no vio a nadie por los alrededores, ni vio, ni oyó nada raro, todo normal. Estaba muy nerviosa, la hemos mandado a casa. Vive a diez minutos de aquí.

—¿Estaba identificado? —pregunta con la vista fija en el cadáver. Es un chico joven, lleva puesto un abrigo de paño marrón, vaqueros y zapatos de marca.

El sargento saca su libreta y consulta los apuntes.

—Llevaba la cartera con el DNI: Martín Blasco, treinta y tres años, natural de Jaca, aunque reside en Bilbao. No tiene antecedentes ni causas pendientes. Su coche, un Mini Cooper amarillo, está aparcado a unos metros del puente, junto a la puerta del antiguo cementerio. Hemos hablado con tráfico. Seguro pagado, ITV, catorce puntos, todo en orden.

—¿El móvil?

—No lo llevaba encima, puede que esté en el coche.

Gloria Bermúdez se agacha torpemente, le duelen las rodillas y la espalda, tiene que apoyar las manos en el suelo para no caerse. Por un momento el sargento está tentando de ayudarla, pero se contiene, no le parece procedente. La teniente observa las facciones del chico, siente lástima. Era un joven atractivo, no debería estar ahí. Alza la mirada y busca los ojos del forense.

—Cuéntame, Secun, ¿alguna sorpresa?

—En principio todo es lo que parece —responde el forense en su tono apático habitual—. Cayó del puente, traumatismo craneoencefálico, fractura de fémur, hemorragia interna y síntomas de hipotermia. Falleció hace hora y media, dos como mucho. Cuando hagamos la autopsia lo sabremos, pero o bien murió enseguida a causa del golpe en la cabeza, o quedó inconsciente y sufrió una insuficiencia cardiaca a causa del frío.

Oyen el ruido de un motor acercándose, todos los ojos viran hacia la explanada. La jueza Muñiz sale de un todoterreno. Viste ropa de esquí, peto blanco, chaqueta de plumas rosa con capucha de piel y gorro de lana con pompón. Está hablando por el móvil, cuelga, echa un vistazo a la zona, localiza al grupo y baja la pendiente con premura, estilosa, sorteando el terreno con habilidad mediante pequeños brincos.

—Vengo directa de Astún —dice a modo de saludo—. Menuda forma de empezar el año. ¿Qué ha pasado?

Gloria le resume con brevedad los hechos. La jueza intercambia unas palabras con Secundino, quien procede a certificar la muerte, pide los datos de contacto de la testigo que dio el aviso, estampa su firma y, finalizado el protocolo, ordena el levantamiento del cadáver.

Antes de subir el terraplén, es la última en llegar y la primera en irse, la jueza Muñiz coge a Gloria del brazo, le dice que queda a la espera del atestado y le felicita el año antes de volver a las pistas. Se conocen desde hace años y nunca han tenido una conversación extraprofesional. Gloria sabía que su señoría estaba casada y tenía tres niños, y ahora acaba de descubrir que le gusta esquiar en familia, poco más. También comprueba que, a pesar de su edad, no le faltará mucho para los cincuenta, está en plena forma.

No se lo ha dicho de un modo directo, Muñiz es muy prudente, pero ambas saben lo que piensa al respecto: suicidio. Secun tampoco ha dicho ni mu, pero piensa lo mismo. En estas fechas siempre aumentan los casos, es una realidad a la que tristemente se han acostumbrado. Hay mucha gente sola, piensa, puta Navidad.

Subir se le hace un poco más fácil. La teniente ha rechazado la ayuda de Bermúdez y decide tomárselo con calma, no tiene prisa y tampoco quiere que el resto del equipo la vea como una vieja patosa. Quince minutos después alcanza la explanada, tan solo quedan su Seat Panda cochambroso y el Patrol de la Guardia Civil, con Marcial Sotillo al volante. Nada más llegar se enciende un cigarrillo a modo recompensa por el esfuerzo realizado. Bermúdez, que la estaba esperando, se dirige a ella.

—¿Qué pasa, no te fiabas de que llegase sola? —pregunta la teniente de malas maneras—. No necesito ninguna niñera, Bermúdez. Coño, que estoy mayor pero no tanto, puedo subir yo solita.

—He hablado con el conductor de la ambulancia —responde el sargento haciendo caso omiso del comentario de la jefa.

—¿Y?

—Resulta que conoce al padre de la víctima, Santiago Blasco, es el panadero de su barrio. Ayer estuvo con él, el hombre estaba feliz porque se casaba su único hijo. En Nochevieja. Original, ¿verdad?

Se miran. No hace falta decir más, los dos están pensando lo mismo. Por mucha Navidad que sea, nadie se suicida el día siguiente de su boda.

5

Elvira Araguás observa a los padres de Martín. Están sentados frente a ella, abrazados, compartiendo un dolor por el que jamás habrían imaginado que tendrían que pasar. Los cuerpos combados, hundidos en un llanto que no cesa. Les han caído veinte años encima. No queda ni rastro del matrimonio que ayer mismo bailaba la conga en el cotillón del hotel. Nunca volverán a ser los mismos.

Elvira no ha derramado ni una sola lágrima, no ha podido. Cierra los ojos y recuerda la vuelta a la habitación, de madrugada, aún no había amanecido. Recuerda que Martín la cogió en brazos, hay que mantener las tradiciones, dijo, y cómo, tras atravesar el umbral, la había lanzado sobre la cama. Recuerda sus besos, la manera torpe y apasionada de desnudarla. Estaba borracho. Fue el segundo polvo de la noche.

Hace unos minutos han reconocido el cuerpo de Martín. Les han explicado que tienen que trasladar el cadáver al anatómico forense de Huesca para realizar la autopsia. En cuarenta y ocho horas, les han prometido que intentarán que sea antes, lo traerán de vuelta y podrán darle sepultura.

Un guardia civil acompaña a los padres hasta la puerta. No se despiden de ella, han olvidado que estaba allí, frente a ellos. No se lo tiene en cuenta. Los ve marchar, Sagrario no puede tenerse en pie. Camina agarrada del brazo de su marido. Santiago procura ser fuerte. No lo consigue.

Elvira aguarda en su sitio. No ha querido volver al hotel. Se ha prestado a declarar. Saca su móvil y abre la aplicación de WhatsApp, el icono con la foto de Martín aparece en primer lugar, clica y vuelve a leer el último mensaje: «Perdón». Mira la hora de entrada. Las 11.20. Pulsa sobre el mensaje y lo elimina del historial.

El mismo guardia civil que escoltó a sus suegros regresa y la conduce a una sala de reuniones. Acto seguido entran otros dos agentes y se presentan con rango y nombre: teniente Gloria Maldonado y sargento Jaime Bermúdez. Toman asiento. Él, joven, con rostro serio, deja un ordenador portátil sobre la mesa y abre una pequeña libreta. Ella, mucho mayor que él, de aspecto descuidado, juguetea con una cajetilla de tabaco entre las manos. Se estudian en silencio. Es el oficial joven quien inicia la conversación.

—Señora Araguás, sentimos mucho su pérdida y queremos agradecerle que haya aceptado colaborar en estos momentos tan difíciles. Procuraremos ser lo más breves posible para dejarla descansar.

Sin mediar palabra, Elvira rebusca en el bolsillo interior de su anorak, saca una hoja de papel con tiras de celo y lo extiende en el centro de la mesa. Se trata de un folio hecho pedazos que alguien se ha tomado la molestia de reconstruir. A pesar de la mala calidad de la cirugía puede leerse el mensaje escrito en color rojo: «¿De verdad creías que no iba a enterarme? Aún estás a tiempo».

—¿Qué es esto? —pregunta el sargento.

—Lo he encontrado esta mañana. En la papelera de la habitación. También había un sobre arrugado, no tenía sello, ni había nada escrito.

—¿Lo ha traído? —pregunta Bermúdez mostrando ansiedad.

Elvira niega con la cabeza.

Los guardias civiles cruzan sus miradas. Esa nota lo cambia todo. En la cabeza de ambos se activa una alerta.

—Tuvo que recibirlo ayer —dice Elvira casi para sí, como si estuviese pensando en voz alta—. Martín fue directo al hotel, vino desde Bilbao. Yo vivo aquí y solo fui al hotel a dormir después de la fiesta. Tuvieron que dárselo anoche antes de la boda, igual lo dejaron en recepción, o lo colaron por debajo de la puerta o ya estaba en la habitación cuando él llegó.

—También se lo pudieron dar en mano —suelta Gloria a bocajarro con los ojos puestos en la cajetilla de tabaco que no deja de manosear.

Elvira la mira extrañada, es una posibilidad que no se había planteado.

—¿Sabe quién podría haber escrito esa nota? —pregunta la teniente.

Elvira se encoge de hombros y sacude la cabeza. Gloria vuelve a leer el papel.

—¿A qué cree que se refiere? —pregunta otra vez.

—Ni idea —responde Elvira de manera seca.

—¿Recuerda si tenía, o ha tenido recientemente algún problema con alguien en particular, trabajo, amigos, conocidos…?

La mujer vuelve a negar.

—Entiendo. —Gloria Maldonado se incorpora, deja la cajetilla de tabaco arrugada sobre la mesa, desplaza la hoja con el mensaje a un extremo, apoya los brazos con las manos cruzadas y mira directamente a los ojos a la viuda—. ¿Notó algún comportamiento extraño en los últimos días? ¿Algo fuera de lo normal?

—Durante la semana no nos vemos, él trabaja en Bilbao. Pero claro que no fueron días normales, por supuesto, ni para él ni para mí. —Elvira le sostiene la mirada—. Nos casamos ayer, ¿qué esperaba?

—Entiendo —responde la teniente sin perder la compostura—. ¿Sabe si su marido tenía algún tipo de problema: financiero, de salud…, cualquier cosa?

Elvira Araguás se incorpora, extiende los brazos, los apoya en la mesa y cruza las manos adoptando la misma postura que Gloria Maldonado.

—Si lo que está preguntando es si Martín pudo quitarse la vida —dice despacio, masticando cada palabra—, la respuesta es no. Rotundamente no.

Se hace un silencio incómodo. Gloria recupera la cajetilla y vuelve juguetear con ella entre las manos como si fuese uno de esos cubos Rubik de su infancia. Elvira continúa imperturbable con la misma postura y la mirada fija en la teniente. Es el sargento Bermúdez quien rompe el hielo y retoma la conversación con un tono amable y conciliador.

—Bien… No queremos robarle más tiempo, señora Araguás. ¿Podría decirnos, para terminar, cuándo vio por última vez a su marido?

—Esta mañana, sobre las ocho y media más o menos. Me he levantado y he ido a dar un paseo, no he querido despertarlo. Cuando he vuelto ya no estaba.

—¿Sabe si ha dejado el teléfono móvil en la habitación?

—No lo he visto —responde Elvira sin dudar.

—Muchas gracias. La iremos informando según avance la investigación. Una última cosa antes de que se vaya. —Bermúdez abre el portátil y desliza el dedo por el cursor hasta encontrar el archivo que busca—. Sabemos que su marido ha abandonado el hotel en su coche a las diez cuarenta y cinco. Tenemos las imágenes de la salida del parking. También hemos pedido las de la cafetería, hay un solo plano general, pero lo hemos localizado, ha bajado sobre las diez de la mañana y hemos visto que ha desayunado con una mujer.

El sargento gira la pantalla del ordenador de tal manera que queda frente a Elvira y acciona el play. El archivo solo dura diez segundos y en las imágenes, aunque de poca calidad, se ve a Martín Blasco sentado a una de las mesas frente a una mujer de cabello rubio; los gestos de ambos indican que mantienen una conversación airada, parece que están discutiendo. De repente Martín se levanta, tira la servilleta sobre la mesa y se va visiblemente enfadado. Su acompañante lo sigue con la mirada y continúa desayunando. El sargento pausa la imagen sobre el rostro de la mujer.

—Esta es la mejor resolución que hemos podido conseguir —dice Bermúdez señalando con el dedo índice la pantalla—. ¿Reconoce a esta mujer?

Elvira Araguás se queda petrificada mirando la pantalla.

—Señora Araguás —insiste Bermúdez—, ¿conoce a esa mujer?

La teniente hace un gesto con la mano a Bermúdez para que no siga insistiendo. Aguardan en silencio hasta que Elvira sale de su ensimismamiento y les habla sin quitar los ojos de la imagen.

—Se llama Candela —responde sin un atisbo de duda—. Candela Araguás. Es mi hermana.

6

María Elizalde aparca su BMW Serie 1 en el garaje. Saca las botas, los esquís y los guarda en el trastero, sube las escalerillas, entra directamente por la puerta trasera de la cocina, deja la maleta en el cuarto de la lavadora y abre una botella de vino. Vino submarino, criado y envejecido bajo el mar, el único que se consume en su casa. Sale a la

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