Capítulo 1
La verdad universalmente conocida
Era una verdad universalmente conocida que en un instituto había dos tipos de estudiantes: los populares, como las animadoras, los jugadores de rugby y la gente guapa que siempre estaba en el centro de atención, y aquellos no populares, como yo, Clara Bennett, que prefería perderme entre las páginas de los libros antes que intentar encajar en un mundo que no entendía.
Y no podía decir que me fuera mal, puesto que era la presidenta del Club de Lectura y tenía un círculo de amistades lo bastante grande como para sentirme cómoda y ser yo misma. Era un pequeño grupo, sí, pero con gente leal que compartía mi pasión por los clásicos. La mayoría de mis amigos se sentían igual de incómodos que yo cuando nos encontrábamos con los chicos que pensaban que el rugby era el único deporte que importaba, o que una buena conversación se medía por cuántos seguidores tenías en las redes sociales. Pero, aunque me sentía feliz con mi lugar en el instituto, había algo en las expectativas ajenas que esperaban que, por muy bien que lo hicieras, siempre lograras más, que me desconcertaba.
El sol se colaba por la ventana de mi habitación esa mañana, mezclándose con el olor a café de la cocina. Cuando bajé, vi que mi abuela María, como siempre, estaba en su rincón cerca de la ventana, donde pasaba horas mirando el mar, aunque ella siempre decía que lo hacía para hablar con los «ausentes». Estaba tan conectada con nuestras raíces mexicanas que, a veces, su mirada parecía perderse en un mundo solo suyo, lleno de recuerdos de esa tierra que amaba y a la que nunca podría volver.
—¡Buenos días, señora María! —dije saltando a su lado para darle un sonoro beso en la mejilla.
—¡Ay, mija! ¡Me asustaste!
—Lo siento, abuela —añadí al tiempo que alcanzaba una tostada y me la metía en la boca.
—Párate a desayunar en condiciones, mija.
—Me gustaría, pero llego tarde y el bus está al caer —le repliqué con la boca llena, algo que ella detestaba pero que me consentía puesto que era su nieta favorita—. Y hoy no puedo llegar tarde.
—Nunca lo haces.
—Es cierto, pero es que hoy es un día muy importante, abuela. —Terminé la tostada y me bebí un zumo de naranja con rapidez. Me puse la mochila a la espalda y me dirigí a la puerta.
—Pues le rezaré a la Virgen de Guadalupe para que todo te vaya tal y como esperas, mija.
—¡Gracias, señora María!
Cuando subí al bus, sentí que la mochila me pesaba un poco más de lo normal, llena de ilusión y expectativas, puesto que había escuchado que se iba a celebrar un concurso estatal entre los estudiantes de literatura. Estaba en mi último año de secundaria y ganarlo sería muy importante para mi expediente académico y para mi entrada en la universidad de Maine, en la que pensaba estudiar Literatura Inglesa al año siguiente.
Me sentía renovada, llena de energía. ¿Qué mejor que ganar puntos con un trabajo que amaba? Fuera cual fuera el tema, estaba segura de que podía dominarlo. Ser un ratón de biblioteca tenía sus ventajas.
Con esa idea en mente, el recorrido en bus se me hizo muy corto. En el instituto, las voces conocidas y los pasos de mis compañeros resonaban por los pasillos como siempre, pero no pude evitar notar un ambiente diferente. Mi corazón me decía que algo único estaba por suceder. Al entrar al aula, Sophia estaba esperándome en nuestra esquina habitual, en la primera fila, cerca de la ventana, con una sonrisa traviesa.
—¿Estás nerviosa? —preguntó cuando me dejé caer en mi asiento. Su voz estaba llena de curiosidad.
—¿Por qué debería estarlo? —respondí juguetona, dejando la mochila sobre la mesa mientras sacaba los libros.
—El concurso estatal —dijo con tono grave, como si estuviera hablando de un asunto de vida o muerte—. Ese que te roba el sueño porque anhelas redactar un largo texto en el que plasmarás tu amor por la literatura clásica.
—¡Ah, eso! —le dije aparentando tranquilidad—. No lo había pensado demasiado aún.
—¡Clara Bennet, es usted una terrible mentirosa! —me replicó al tiempo que me daba una amistosa palmada en el hombro—. Sé que te mueres por hablarnos de literatura rusa del siglo XIX.
—Por favor, Sophia, esto es Maine. ¿Qué probabilidades hay de que en el concurso estatal se incluya algo que no sea literatura inglesa?
Mi amiga aceptó mi conjetura con un cabeceo y luego sonrió. Al final, me conocía demasiado bien y sabía que le había dado ya más de mil vueltas a los posibles temas para el concurso. Si se decidían por la literatura norteamericana propiamente dicha, me aventuraba a decir que optarían por El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald; por Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, o por el imprescindible El guardián entre el centeno, de Salinger.
Sin embargo, en mi corazón se albergaba una esperanza a la que no quería prestar demasiada atención. ¿Y si elegían algo que me apasionaba? ¿A una autora que se había convertido en una sana obsesión y en cuyas novelas había encontrado un sentido a mi existencia? ¿Y si el ensayo versaba sobre Jane Austen?
Sí, bueno, sé lo que pensáis. Con dieciocho años la vida debería ser más que unas obras escritas siglos atrás, pero yo había encontrado en la literatura de la regencia un refugio al que no pensaba renunciar.
Si podía redactar un ensayo larguísimo sobre ello, estaría más que feliz de hacerlo.
—¡Por favor, chicos, chicas, a vuestros asientos! —dijo la profesora Halliday en cuanto atravesó el umbral de la clase—. Nada de móviles en la mesa o los requisaré hasta el fin de la jornada.
Todavía pasaron unos instantes hasta que el silencio reinó en el aula. Mi corazón estaba más acelerado de lo que quería admitir ante lo que mi profesora fuera a anunciar. No quería hacerme ilusiones, pero sabía que ella me elegiría a mí para el ensayo. Si además elegía a Sophia o a Mike, otro de los componentes del Club de Lectura, todo sería más fácil.
Ya casi me sentía saboreando el triunfo. Habría otros rivales de otros institutos, pero me sentía capaz de superarlos.
—¡Buenos días, clase! Hoy tenemos algo especial. Este año participaremos en el concurso estatal de ensayo. Y la temática no podría gustarme más. Se ha elegido a Jane Austen y su obra Orgullo y prejuicio.
La felicidad que sentí me robó el aliento. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Miré a Sophia, que estaba alzando los puños en un gesto de victoria contenido pero evidente.
Sonreí mientras mi mente especulaba cómo iba a comenzar el ensayo.
—Y ahora, por supuesto, voy a decir los nombres de los alumnos elegidos para llevarlo a cabo y representar al instituto de Seabrook. —Hizo una pausa dramática—. En primer lugar, ¡Clara Bennet, la presidenta del Club de Lectura! Enhorabuena.
Hubo un breve aplauso encabezado por Sophia y secundado por el resto de mis amigos.
—Y dado que el tema a tratar serán los prejuicios en la obra de Jane Austen, el compañero de Clara será… ¡Damian Carter!
Mi estómago dio un vuelco. No podía ser. En mi cerebro se había producido una interferencia y en mis oídos se había colado un nombre que no podía ser ni remotamente posible. Miré a Sophia, que tenía la boca abierta y los ojos desorbitados como si la señora Halliday hubiera pronunciado un hechizo en latín.
Al comprender que no eran imaginaciones mías, mis ojos se abrieron por completo. Miré hacia el fondo del aula, donde estaba sentado Damian Carter, el capitán del equipo de rugby, que en ese momento se acomodaba la chaqueta del SeaLions. Su presencia llenaba la clase, y su sonrisa siempre parecía tener el poder de hacer que las chicas de primer año suspiraran, aunque a mí siempre me había parecido más bien una exageración. Nunca me había interesado lo suficiente como para analizarlo, y mucho menos para considerarlo un «tema de estudio».
Su sonrisa era tan segura como siempre, como si el mundo estuviera a sus pies mientras que yo no podía creer lo que acababa de escuchar.
¿Cómo podía ser posible que, a mí, la chica que prefería leer a hablar de fútbol o rugby, me tocara trabajar con alguien como él?
—Perdone, señorita Halliday, ¿está segura de que nos asignaron como pareja? —pregunté, sin poder evitar que la incredulidad se colara en mi voz.
Mi mirada se cruzó con la de Damian, y por un segundo, su sonrisa pareció desvanecerse, como si se diera cuenta de lo que esto significaba para ambos. Él era conocido y admirado por ser el chico más popular del instituto, mientras que yo era… bueno, más conocida por mi amor por la literatura que por mi habilidad para hacer amigos.
La señora Halliday asintió con entusiasmo, convencida de que era la mejor idea del mundo.
—Sí, Clara, Damian. El tema de este concurso será sobre los prejuicios sociales que afectan a los personajes en la obra de Jane Austen. Y ustedes son los más adecuados para este proyecto, ¿verdad?
Mi mirada se desvió hacia Damian una vez más. «¿Qué sabrá él sobre prejuicios?» Lo único que me venía a la mente era su actitud arrogante y su habilidad para eclipsar a todos a su alrededor con una sonrisa, como si no hubiera nada que lo inquietara.
Pero ahí estábamos, como una especie de experimento social de la señora Halliday, que pensaba que el chico popular y la chica nerd podían ser la combinación perfecta para hablar de los prejuicios de Orgullo y prejuicio. Solo que yo no lo veía de la misma forma.
—¿Dónde puedo presentar una objeción al candidato elegido? —pregunté sin reparo.
Se hizo un silencio muy pesado en la clase. Sabía la razón. Nadie se negaba a trabajar con el chico estrella del instituto. Es más, ninguna chica en su sano juicio se negaría a compartir un minuto de su tiempo con él, porque el mundo de la gente popular solía funcionar así.
—Señorita Bennet, el equipo de trabajo se ha elegido desde el departamento de Literatura, así que no es posible que cambie de compañero —me respondió la profesora con seriedad.
—¿Y no tengo más opción?
—Puede renunciar a representar al instituto.
Bajé los ojos. El corazón había empezado a latirme frenéticamente, puesto que sentía las miradas de toda la clase sobre mí. Había pasado de ser invisible a proclamar a los cuatros vientos que no quería trabajar con el chico de oro de la ciudad.
En otra época, por mucho menos te enviaban a la hoguera.
—¿Quiere retirarse, señorita Bennet? Aunque sabe lo que pasará si pierde esta oportunidad, ¿verdad?
—No, no me retiro, señorita Halliday. Perdóneme.
—Bien. Pues espero que pueda tomar esta actitud como punto de partida sobre su proyecto con el señor Carter.
Asentí al tiempo que notaba una ola de calor cubriendo mi cara. El arrebato de valentía y furia que había sentido se estaba diluyendo, dando paso a una vergüenza terrible que se amplió cuando se me ocurrió contemplar a mis compañeros. Me encontré con miradas que iban desde la comprensión y la empatía, hasta otras mucho más hirientes, como algunas que reflejaban incredulidad y desprecio. Y, sin saber por qué, me atreví a deslizar mis ojos hasta el que sería mi compañero, pese a mis desesperados intentos de que no lo fuera.
Damian Carter me estaba mirando con el mentón alzado. Reconocí el odio en su expresión. Sus ojos, azules, eran fríos como un iceberg. Y yo era el Titanic chocando con ellos y hundiéndome.
A lo largo de los años que habíamos compartido clase, nunca nos habíamos mirado. Y esa primera vez había sido, sin duda, una forma pésima para descubrirnos.
Ni siquiera sabía cuáles serán las primeras palabras que intercambiaríamos después de mi metida de pata.
Capítulo 2
Damian Carter
Tras la última clase, acudí con mis amigos al club de lectura. No era más que una pequeña sala en la planta baja del instituto que, con el tiempo, fuimos haciendo nuestra. Poseía una ventana que daba al campo de rugby, varias sillas y mesas y, lo más importante, libros por todas partes. Amontonados, dejados caer, desordenados en alguna esquina…
Era nuestro refugio, donde los males del mundo, representados por la gente guapa y popular del instituto, no nos incumbían.
O no lo hacían. Porque ahora uno de esos problemas se había unido a mi destino.
—Bueno —dijo Sophia rompiendo el silencio que habíamos compartido hasta allí—, no ha sido tan malo.
—Sí, eso —añadió Mike—; como antes de hoy no tenías reputación, no has estropeado nada al oponerte al flamante capitán del equipo de rugby con tanta vehemencia.
—¡Mike! —le recriminó Sophia.
Me dejé caer teatralmente sobre una de las sillas y me cubrí el rostro con las manos.
—No es que nunca hayas querido popularidad ni nada de eso, ¿verdad, Bennet? —añadió Britney—. Así que, ¿qué te importa lo que piensen de ti esos guaperas unicelulares?
—Una cosa es que no le importe —siguió diciendo Mike—, pero otra es despreciar al Apolo del instituto, hijo del alcalde y orgullo de los SeaLions. ¡Pero si le ha faltado tirarle un libro a la cara!
—No ha sido para tanto —dijo Sophia.
Cada vez más mortificada, no sabía ni qué decir. No me podía creer que la oportunidad que tanto había esperado se hubiera transformado en algo que no sabía cómo manejar.
Estaba acostumbrada a la literatura, a leer, a estar en compañía de los míos…, pero no a tener que compartir horas de trabajo con alguien como Damian Carter.
Mike lo había definido muy bien. Ostentaba el título de «chico perfecto» —además de todos los epítetos del mundo relacionados con la belleza masculina—, pero también era un niño de papá, el único hijo del alcalde de Seabrook. Uno de esos americanos que procedían de un linaje sin mácula. Los Carter eran famosos porque eran médicos, abogados o políticos.
A su paso solo había admiración y puertas abiertas. Era como si el mundo fuera distinto para él. Estaba segura.
Quizá por eso, por la influencia y el poder de su familia, lo habían elegido para presentar el ensayo. Otra puerta más a su futuro brillante.
Porque, además, sabía que sacaba buenas notas.
—¡Es que es injusto! —exclamé pataleando.
—Es un buen estudiante, Clara —replicó Billy sin levantar la mirada del ejemplar de Tokyo Blues de Murakami que llevaba entre las manos—. Probablemente el mejor del insti. Era una opción viable desde el principio.
Abrí la boca, perpleja. Billy era el hijo del director, así que debía saber de antemano lo que iba a suceder.
—¿Lo sabías? —se me adelantó Sophia—. ¿Desde cuándo?
—Mi padre lo mencionó anoche en la cena —dijo al tiempo que pasaba una hoja de la novela. Su flequillo largo y negro le caía hacia delante y le cubría media cara—. Es el orgullo de la ciudad, el chico de oro del SeaLions. Todos esperan que traiga el premio del ensayo a casa.
Resoplé, indignada.
—Quizá, con suerte, haga todo el trabajo él solo y tú también te lleves el mérito, Clara —me dijo Britney.
—Ni de coña —alegué poniéndome en pie—. ¿Qué puede saber ese guaperas de Jane Austen? Vamos a ver.
En ese momento, percibí un movimiento a mi derecha. Instintivamente, miré en esa dirección y lo vi. Parado en el umbral de la puerta, con los vaqueros ajustados, una camiseta blanca y la sudadera del equipo de rugby, estaba Damian.
Mi corazón comenzó a saltar como un loco. Lo achaqué a que me acababa de pillar hablando mal de él, pero también era porque de repente, su presencia parecía ocupar toda la habitación, incluso sin decir una palabra.
Era alto, mucho más alto que la mayoría de los chicos de la clase, con esos 1,85 metros que lo hacían destacar entre los demás. Su complexión era atlética, ya que poseía el cuerpo de un deportista, con los hombros anchos y los músculos definidos que no se esforzaba en esconder, aunque no lo hacía con la ostentación de otros chicos del equipo. Su cabello era un desastre controlado, rubio y algo rebelde, como si no le importara demasiado peinarse o como si la desordenada perfección fuera de su estilo propio. Lo llevaba corto por detrás y largo por arriba, pero siempre parecía tener esa ligera ondulación que el viento o las horas en el campo de rugby acentuaban. Era el tipo de chico que, incluso después de salir del partido o de terminar seis horas de clases, lucía de alguna manera injustamente perfecta.
En ese momento, descubrí que mis amigos comenzaron a moverse, como si lo tuvieran planeado. Sophia fue la primera, con esa sonrisa traviesa que siempre tenía cuando pensaba que algo divertido estaba por ocurrir.
—Pues me parece que nos necesitan en otro lado —dijo mientras agarraba su mochila y la levantaba del suelo.
Mike, al ver que Sophia ya estaba en la puerta, también se puso de pie. Miró a Damian y luego me dedicó una sonrisa burlona.
—Clara, recuerda que los libros no son para arrojarlos a las cabezas de los guaperas.
No pude evitar sonrojarme ante lo que me había dicho, puesto que me recordaba que había llamado guaperas a Damian Carter y seguramente lo habría oído.
Sophia se adelantó hacia la puerta y miró atrás, con una sonrisa que sugería que todo esto era parte de un juego que solo ella entendía.
—¡Buena suerte con el «experimento» de la señorita Halliday! —dijo antes de salir de la sala, seguida por Mike y el resto del grupo.
Me quedé paralizada, incapaz de
