Tres perros salvajes

Markus Zusak

Fragmento

cap-1

Prólogo
Interior indomable

Nada como una buena bronca con tu perro en una calle concurrida de una gran ciudad:

El cruce es gigantesco.

El juicio que va a caerme encima, electrizante.

En cierto modo, casi pienso que resulta un alivio mientras ordeno las ideas y hago acopio de fuerzas. He vivido otros momentos difíciles con perros (momentos que no creerías) y me huelo cuándo se está preparando uno.

Por describir un poco el barrio, diré que es asombrosa y tremendamente próspero, aunque hay mucha basura por todas partes. Se encuentra en la zona residencial del este de Sídney y la calle tiene como unos nueve carriles de coches. Es uno de los puntos con mayor densidad de tráfico: la intersección de Ocean Street con Syd Einfeld Drive y Oxford Street, más un desvío a la izquierda hacia Wallis Street y la entrada del Centennial Park por Woollahra Gates. Hay carriles que tuercen, pasos de cebra, peatones. Hay ciclistas y toda clase de personas, y personas con toda clase de perros. Y siempre, o casi, Cavoodles.

El perro con el que voy a pelearme es Frosty.

No, Frosty no es un Cavoodle.

Es un perro de perrera, grande, blanco, marrullero, de pelaje hirsuto —una especie de cruce de Lobero Irlandés, quizá—, con el hocico negro, la piel y el morro rosados, las orejas salpicadas de lunares y una sonrisa rencorosamente feliz. Tiene dos grandes manchas marrones en la parte final del lomo, como un babuino, o igualito a las formas que El Artista Anteriormente Conocido Como Prince —por algún motivo que nunca dejará de desconcertarme— solía cortarse en el trasero de algunos de sus trajes. (Cuando la gente ve esas manchas, o se ríe o insinúa encima de qué puede haberse sentado: algo que solemos tomarnos con filosofía).

Hubo ciertas consideraciones sobre el nombre de Frosty cuando lo sacamos del albergue.

Un par de puntualizaciones sobre esta última frase:

Primero, mi mujer quería cambiarle el nombre por Ziggy. Nombre completo: Ziggy Frost. Nuestros hijos prefirieron ir a lo fácil. El nombre que aparecía en la página web del Hogar para Perros y Gatos de Sídney era Frosty, y estaban más que dispuestos a luchar por conservarlo.

Segundo, nunca he sido capaz de decir «centro de rescate» ni considerar a ninguno de mis perros «rescatado». Recuerdo un relato de David Sedaris en el que se burla de ese tipo de dueño con pretensiones morales al que le encanta alardear de que eso es exactamente lo que ha hecho con su perro: rescatarlo. Descubrí el relato mucho después de haber acogido a nuestros perros de perrera, salvajes, feroces y con un carácter que solo aguantaría una madre (Frosty es el tercero, los otros dos dejaron este mundo hace tiempo), pero daba en el clavo. No somos especiales por habernos hecho cargo de esos animales sin ningún pedigrí; lo que somos es idiotas. Vale, somos idiotas y también buena gente. Algún pobre cruce de Staffy o de Kelpie sigue esperando aún en una celda, jadeando hasta que o bien llega la inyección final (como la llama siempre mi madre), o bien aparece un panoli de esos que rezuman compasión y exclama: «¡Ese, Agnes! ¡Ese de ahí!», sin tener la menor idea del caos que le espera. O, peor, sin tener la menor duda, pero, aun así, incapaz de resistirse.

De manera que en nuestra casa decimos las cosas como son.

Nuestros perros han salido de la perrera.

Sin embargo, hace poco he llevado eso algo más lejos.

La perrera se ha convertido en «el albergue».

—¡Mierda! —protesto—. ¡Maldito Frosty! ¡Como vuelva a hacer eso otra vez, lo envío de vuelta al albergue!

Mika, mi mujer:

—¿Y qué ha hecho ahora?

—Pues lo de siempre. Ni siquiera puedo ponerme los zapatos. ¡No deja de darme cabezazos!

—¿Y de saltarte encima?

—Sí.

—¿Y de arañarte con las patas?

—¡Sí!

—¡Madre mía, pero qué pesado es ese perro!

—¡¡¡Sí!!!

No obstante, resulta sorprendente cómo decimos todo eso. Con una sonrisa en los labios y risas en la escalera. Frosty se muere de ganas de salir, nada más. Está claro que antes no lo sacaban mucho a pasear. Los primeros meses que estuvo con nosotros, era como sacar a una tormenta eléctrica en su punto de mayor actividad. O a un TDAH con patas. Pero de eso hablaremos más adelante.

Primero debería extenderme un poco más sobre lo que estaba diciendo antes para dejarlo todo bien claro desde el principio, como cuando vas a un acto público y te dicen cuáles son las normas de la casa. Que apagues el móvil y todo eso.

Aquí, las normas básicas son algo diferentes. Deberías saber lo que te espera, o al menos quedar advertido de ello. Se trata sobre todo de la terminología..., o de la brusquedad, la crudeza, puede que la absoluta hostilidad. A ver, que se supone que soy un buen tipo. Soy amable, soy buena persona. La gente sabe que tengo un trato fácil y un espíritu generoso. No obstante, cuando te pones a escribir sobre tu vida en lugar de una obra de ficción (que es lo que hago para ganarme el pan), puedes tomar varias direcciones diferentes. Puedes proyectar lo que la gente piensa de ti y mostrarte educado y encantador y correcto; o puedes enseñarle a la gente cómo eres, pero de verdad. Impaciente, susceptible, malhablado, a veces cruel. Alguien que siempre se esfuerza por dar lo mejor, pero que nunca está cerca de conseguirlo... Más que nada porque en el pasillo hay un perro blanco enorme que no hace más que ponerle la zancadilla.

¿Un ejemplo que venga al caso?

Lo del albergue.

¿Resulta insensible llamar «albergue» al centro de rescate de perros o la perrera? ¿Es cruel, poco empático para con las personas que han estado o están en situación de necesitar un techo? ¿Hay alguna probabilidad de que no me importe lo más mínimo? Dejaré que juzgues por ti mismo.

Lo que sí diré es que no he sido necesariamente el ciudadano modélico que la gente cree que soy, o que debería ser, sobre todo en lo referente a mis perros. A veces he reaccionado de forma desmesurada.

Ha habido asesinatos, por ejemplo, y encubrimientos. (Puedo explicarlo, lo prometo). Ha habido peleas callejeras, peleas en parques, una amplia gama de altercados de menor importancia y también vandalismo, casi siempre en casa. Ha habido montones de reniegos, maldiciones y blasfemias. Ha habido insultos, humillaciones, desprecios, exabruptos, rencor (tanto creado como guardado). No ha faltado de nada. Una vez, uno de nuestros vecinos llamó a la policía a las dos de la madrugada porque creyó que Mika estaba arrastrando un cadáver por nuestro jardín trasero ella solita. Hemos tenido que hacerle un lavado de estómago a algún perro, a mí me han dejado KO en la hierba. Incluso he placado en plena noche a un perro con planta de supermodelo, dedicándole todos los insultos que puedas imaginar. He mentido, he engañado. He estallado, he ladrado.

Pero también, y puede que esto sea lo que me salve...

Por alguna razón...

He amado.

Entramos ahora en mi vida de perros.

Lo cual nos lleva de nuevo a Frosty, o simplemente Frost.

(En casa somos abreviadores, alargadores y apodadores compulsivos, y con Frosty no hemos hecho ninguna excepción. Ya cuenta con una buena selección de motes que van desde Socio, Colega, Caraculo, Chico, Greñudo, Mofletones, Cabezota, Babas, Blanquito, Copito, Bola de Nieve, Frostel, Frozman, Frozzle o Frozzy hasta, desde muy al principio, todas las variantes de la Europa del Este que con tanta facilidad se adoptan en familias con apellidos como Zusak. Cosas del estilo de Frostusczko, Frostusch, Frostolusch, Frosthund, etcétera).

Sea como fuere, lo llames como lo llames, Frosty es en todo momento la última pieza del puzle: el desencadenante que me ha hecho ponerlo todo por escrito.

Por dar algo más de contexto, añadiré que la gente llevaba casi una década pidiéndome que escribiera sobre mis perros. Siendo yo alguien que normalmente se mezcla con el fondo cuando está en público, que no llama para nada la atención, muchas veces me han reconocido a causa de mis animales. Esos bultos hechos de pelo y resuello que han constituido una parte tan enorme de mi vida.

Sin embargo, tenía un problema: cuando intentaba escribir sobre ellos, siempre me faltaba algo. Dentro de nosotros guardamos muchos libros, por lo visto, pero casi ninguno está del todo preparado. Son montañas durmientes, pendientes de contar. Volcanes sin cima. En su interior contienen numerosos fuegos, pero no el necesario para entrar en erupción. En el caso de mi vida con estos animales, solo ahora he encontrado la forma de conseguirlo. Lo que necesitaba era la llegada de este tercer perro. Un conducto de vuelta al pasado.

Si a alguien debo agradecerle este libro, es a Frost.

Sus predecesores fueron Reuben y Archer:

Gánsteres, pistoleros. Soldados.

Vivieron y aterrorizaron juntos.

Básicamente, una pareja de perros mafiosos.

Su capacidad para intimidar llegó a ser legendaria, pero había mapas con rutas que conducían a sus bellos corazones. Reuben era un mastuerzo descreído, aunque capaz de un amor enorme. Archer era bastante elegante, en realidad. Sabía ser el perfecto caballero..., siempre que se dieran las circunstancias adecuadas.

Primero falleció Reuben; un duro guerrero caído tras una vida digna de Johnny Cash. Archer se fue poco después, como si lo arrastrara una marea que se lo llevó consigo.

Nada tiene el valor de un perro agonizante.

Déjate de diamantes, perlas o cualquier otro tesoro mundano. Dame pelo y hedor y ojos suplicantes, la triste calidez de un perro que deja la vida en tus brazos. No es posible saber cuánto los has querido, creo, hasta que llamas para que los sacrifiquen o hasta que te dan los resultados de un análisis de sangre y no puedes hacer más que llorar en la ducha.

Después de que cada uno de ellos nos dejara, durante un tiempo intenté poner sus vidas por escrito, pero nunca llenaba más de una o dos páginas. Acostumbro a saber si podré escribir un libro hacia el final de la primera frase, pero encontrarla puede llevarme una eternidad.

En gran medida, era completamente normal.

Comprendí que aún no era el momento.

Las ideas para un libro casi nunca funcionan al principio. A menudo describo el proyecto en el que estoy trabajando como un mundo que existe en paralelo a mí. Sé que la cosa va bien cuando noto que puedo dejarme caer de la cama por las mañanas y aterrizar «allí», dentro del libro. Pero sucede un poco como con el respeto, que conseguirlo cuesta una barbaridad y perderlo es facilísimo.

Dicho eso, las historias de esos perros debían resultar sencillas. Eran recientes y rudas, también cercanas. Su realismo era más extraño y más duro que cualquier ficción, de manera que ¿qué me impedía escribirlas?

Tenía muchísimos puntos de partida, tantos como para arrancar un millar de relatos: mañanas salvajes e indómitas, tardes perras. Habían entrado y salido de mi vida entre 2009 y 2021, pero por algún motivo no era capaz de encontrar nada a lo que aferrarme. Quizá había demasiado a lo que hacerlo. Demasiada destrucción masiva. Demasiadas tragedias embarazosas. Y, desde luego, demasiada comedia; comicidad pura y dura. Al fin y al cabo, ¿para qué te buscas un perro si no es por el caos mismo, si no estás deseando que la anarquía llame a la puerta de tu casa? Todos parecemos aspirar a controlar nuestras vidas, pero luego tiramos alegremente ese control por la borda. Tenemos hijos, acogemos animales. Aceptamos más trabajo del que deberíamos. Entrenamos a un equipo de fútbol indisciplinado.

En mi caso han sido muchas de esas cosas, o todas, de hecho, pero la guinda del pastel la pusieron Reuben y Archer:

Una vida con un par de perros indomables.

Al recordarlo ahora solo puedo sonreír, no obstante, porque esos perros me hicieron como soy, o al menos me remodelaron. Sospecho que fueron un espejo para mis cuitas ocultas, para mi indomable interior. En cierto modo incluso organizaron mi tiempo y, como comento a menudo, sobre todo con dueños de perros que no tienen hijos: «Si te paras a pensarlo, no es una mala forma de vivir: recordar tu vida a través de tus perros». (Suelo calcular en qué año sucedió algo solo con poner en contexto al perro correspondiente).

Para serte sincero, el tiempo siempre fue una consideración fundamental con Reuben y Archer; lo único que hacía era intentar sobrevivirlos.

Por añadir algo más a las descripciones anteriores (y tal vez a las fotos de sus fichas policiales), Reuben era un mastodonte con manchas, un lobo feroz ante nuestra puerta, al que no solo veríamos asomar las orejas, sino al final también una sierra: un príncipe oscuro en el exilio, o en el purgatorio. Archie, en cambio, era un asesino con pintas: un guaperas rubio con ojos del color de la miel y unas patas que lo emparentaban con la realeza, o como mínimo con Grace Kelly. Una ironía que siempre resultaba peligrosa, porque era a él a quien más debíamos temer. Acabamos convencidos de que se había convertido en el sicario de Reuben.

Era algo que costaba reconocer, como quien tiene un problema con la bebida, quizá: «Tengo perros peligrosos».

Así que en cierto momento adopté un mantra.

«Lo único que debo hacer —me repetía— es superar la prueba de estos dos perros. Conseguir que vivan hasta el final sin hacerle daño a nadie de verdad...». Porque en ocasiones eran un peligro evidente para las personas. Y, todo sea dicho, logré mi objetivo. Bueno, al menos en lo tocante a los humanos. No hubo ninguna herida que requiriera hospitalización. (Aunque, desde luego, una vez hubo que llamar a una ambulancia para mí, y años después tuve que operarme). Pero está claro que sí hubo rasguños y puntos de sutura, y ciertos incidentes que obtuvieron notoriedad. Otra cosa no, pero que, por ejemplo, uno de tus perros muerda a una profesora de piano llama bastante la atención. Le da mucho que hablar a la gente mientras tú te precipitas por los insospechados abismos de la vergüenza. ¡Madre mía, qué infamia!

Pero ya basta.

Voy a mi argumentación final.

Al principio fue la pérdida de Reuben.

No mucho después de que muriera —y su muerte, de una belleza brutal, resultó típica de ese perro—, Mika se me acercó una noche y me dijo:

—De verdad que creo que deberías escribir sobre él.

Lo intenté, pero no sentía nada.

Después, con Archer, estaba demasiado destrozado.

Hizo falta un periodo de espera y, luego, la llegada de un nuevo impostor, como lo son todos al principio... Cuando aún no se muestran por entero y nunca llegan a ser del todo ellos mismos, sino que se amoldan a los perros de nuestro recuerdo. Lo que llegó fue Frosty, una ráfaga de frío helador.

Siempre habíamos dicho que, cuando nuestros animales murieran (también tuvimos dos gatos), nos daríamos un año de margen antes de volver a planteárnoslo siquiera. Incluso tuvimos delirios de grandeza como el siguiente: «¡Por fin podremos viajar! Podemos vivir tres meses en Nueva York, luego en Barcelona y después donde queramos...».

Sin embargo, corría 2021 cuando todos los animales nos dejaron. La covid custodiaba el mundo. No se podía viajar a ninguna parte del país, menos aún salir de él, y había perros que necesitaban un hogar. Cuando murió Archer, el 20 de abril de ese año, el plan era esperar por lo menos seis meses. Necesitábamos el dolor y la pena. Estar solos, estar «sin», y también nos apetecía disfrutar de un descanso.

Seis meses.

Duramos tres.

Para entonces, nuestros hijos estaban más que preparados. (Los niños que saben de animales son ladinos. Los nuestros no se hicieron los pesados; lo pidieron una sola vez, luego esperaron). Yo, a solas, ya había cometido el error de asomarme a la pantalla del ordenador para mirar perros, pero ninguno me parecía del todo adecuado... Hasta que vi a ese bobo llamado Frosty. Todavía no podía saber el regalo que me traería consigo, el prin

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos