El círculo negro

Antonio Velasco Piña

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

1. Un anciano moribundo

2. La primera revelación

3. Dos hojas de papel manchadas con sangre

4. Real Constitución Política del Estado Mexicano

5. Preguntas y respuestas

6. Miguel Alemán Valdés

7. Adolfo I y Adolfo II

8. 1968

9. Echeverría y López Portillo

10. Cambio de rumbo

11. El innombrable

12. El final de un ciclo

13. Conclusiones y predicciones

Colofón

Créditos

Grupo Santillana

1. Un anciano moribundo

1. Un anciano moribundo

Sacerdocio y milicia son actividades que imprimen un sello especial e indeleble a quienes las realizan, de tal forma que aun cuando estas personas no porten hábito o uniforme, su lenguaje hablado y corporal revela a las claras su carácter sacerdotal o militar.

Un solo vistazo al sujeto que entraba a mi oficina me bastó para suponer que debía tratarse de un sacerdote. Era un hombre de unos sesenta años, alto y delgado, calvo, de rostro anguloso y de inteligente y serena mirada. Sus primeras palabras confirmaron mi hipótesis:

—Soy un sacerdote jesuita. No creo necesario decir mi nombre. Vengo a cumplir el encargo de un ser próximo a morir, a quien acabo de administrarle los sacramentos del caso. Se trata de alguien que fue un importante personaje en el mundo de la política durante muchos años, y que antes de morir está dispuesto a darle a conocer a usted, en su calidad de escritor y de historiador, todos los secretos que guarda, siempre y cuando no se revele nunca su identidad. Si usted acepta esta condición, hoy mismo podría realizarse una primera entrevista.

La inesperada propuesta me causó un momentáneo desconcierto, pero en seguida reaccioné al concluir que no tenía nada que perder y tal vez algo que ganar si la aceptaba y así se lo hice saber. El sacerdote utilizó su teléfono celular para transmitir mi resolución a un desconocido interlocutor. Acto seguido me informó que un auto pasaría a recogerme en una media hora, dicho lo cual se despidió y salió de mi oficina, en la que había estado a lo sumo unos diez minutos.

El auto llegó en el tiempo anunciado. Era un Mercedes Benz manejado por un hermético chofer que tan sólo respondía con monosílabos a cualquier cosa que se le dijese. El vehículo partió de la calle de Alumnos y llegando al Paseo de la Reforma se enfiló en dirección a la zona de las Lomas de Chapultepec. Era una soleada mañana de abril del año que daba inicio al nuevo milenio, el 2001. Llegamos a las puertas de una elegante pero no ostentosa mansión y penetramos en ella. Tras descender del auto el chofer me guió a través de un largo pasadizo hasta una gran biblioteca, en donde me dejó a solas pidiéndome que aguardase hasta ser llamado. Me dediqué a curiosear entre los enormes y bien tallados libreros. Se trataba de una excelente biblioteca, integrada principalmente con libros referentes a México. Pude observar auténticas joyas bibliográficas: primeras ediciones de las obras de Kingsborough, Humboldt, Remy Simeon, Durán y Catherwood. Concluí que se me había llevado primero a esa biblioteca para hacerme saber que quien deseaba verme era alguien profundamente interesado en la historia de nuestro país.

Transcurridos unos veinte minutos retornó el chofer y me indicó que lo siguiese. Llegamos a una amplia recámara. En un ancho sillón estaba recostado un anciano ataviado con una pijama verde y una bata del mismo color. Lo reconocí de inmediato. Se trataba de un político que había ocupado destacados puestos en diferentes gobiernos: diputado, senador, gobernador y secretario de Estado en más de una ocasión. Su aspecto era a todas luces el de un enfermo terminal. En el rostro de tez amarillenta la piel semejaba una tela a punto de desprenderse de una ya perceptible calavera. Su cuerpo era tan delgado que casi no abultaba bajo las ropas. No obstante, su mirada contrastaba inexplicablemente con el resto de su figura, pues reflejaba no sólo lucidez sino una vigorosa energía.

—Le agradezco mucho que haya venido y que haya aceptado las condiciones para realizar las entrevistas —afirmó el anciano con voz cascada pero que reflejaba firmeza.

Observé que en el buró situado entre el sillón y la cama estaban, junto a varios frascos de medicina, tres libros: La mujer dormida debe dar a luz de Ayocuán y Regina y Tlacaélel de mi autoría. El anciano extendió una mano para saludarme y me indicó con la otra que tomase asiento en una silla colocada frente al sillón. Su mano era huesuda y fría.

—Muy buenos días —saludé—. La verdad es que su enviado no fue muy explícito en lo que me dijo, así que no tengo claro qué propuesta desea hacerme.

El anciano señaló hacia el buró donde estaban los libros al tiempo que decía:

—He leído la obra de su maestro y los libros de usted. A mí también me interesa mucho la historia, pero no la historia como mera narración de acontecimientos, sino como la explicación de las causas que originaron esos acontecimientos, que según me parece es el punto de vista tanto de su maestro Ayocuán como de usted.

Sin decir nada asentí con la cabeza y el anciano prosiguió hablando:

—Iré al grano. El pasado primero de diciembre, con la llegada de ese señor Fox a la presidencia, finalizó un ciclo en la historia de México y dio comienzo otro que quién sabe a dónde nos llevará. No importa si en un futuro próximo o lejano un candidato de mi partido logra llegar a Los Pinos, ya las cosas nunca volverán a ser como antes. El sistema político que represent

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos