Un cadáver exquisito
Salvo por el detalle gráfico, bastante visible, es cierto, y como si anunciara algo, el cuerpo no era distinto de otros muchos que iban a parar sin más señas a la fosa común. Aunque también era verdad que el texto en el cual se relataba el caso, sin un solo punto y aparte, ocupaba bastante espacio: las dos páginas centrales de la revista, con todo y selección de color. Eso sin tomar en cuenta la plana principal que se llevó de calle a por lo menos tres violaciones, dos incendios, catorce atracos a mano armada, ocho apuñalamientos y el robo a seis bancos.
De ninguna manera las fotos usadas para ilustrar la nota, por su parte, son las que emplearía alguien para hacerse publicidad. Definitivamente esas muestras del físico no eran forma de entrar a un campo deportivo. Ni tampoco eran tomas para regalarlas a la representante del club de admiradoras. No, señor.
El cadáver, y el que fuera dueño de ese cuerpo antes de convertirse en fiambre, había renunciado de golpe a las prerrogativas que la naturaleza ha puesto en sus creaciones. Poco restaba de saludable en él. Incluso la posición daba al traste con cualquier precepto estético. De que la gente se dedicaba a arruinar la apariencia de alguien, lo hacía en serio.
Era un muerto sin gracia, sin heroísmo en el gesto final. Pero un cuerpo que, además de lo dicho, poseía un don que a muchos otros semejantes les faltaba: el vuelo imaginario.
Abundan en la ciudad de México semanarios de supuesta nota roja que no hacen sino rascar en las entrañas de los seres caídos en hechos de violencia para, con ello, ir haciendo la venta que por lo común sobrepasa el nivel de regular. Su aparición, si bien periódica, no está del todo moderada por autoridad alguna. Son conocidos los casos de revistas de esta índole que fueron cerradas luego de operar al margen de la ley, y abiertas al día siguiente, con otro nombre, pero con igual contenido.
Por eso Balderas no quería hacer mucho aprecio de lo publicado en uno de estos ejemplares. Sabía que gran parte de la información era, en primera instancia, refrito de los diarios que se entretenían con esos asuntos, y, luego, que en la mayoría de las ocasiones lo impreso distaba mucho de la verdad.
Pero aquí había un hecho que, de ser cierto por lo menos en una de sus caras, era de llamar la atención quizá por lo poco usual de los términos.
Por eso leyó el cintillo de la nota: “Sádico crimen”. O lo que es lo mismo, nada. Por lo menos cinco de los veintidós crímenes que en esta entrega consignaba la publicación eran calificados de sádicos, y no porque lo fueran más unos que otros, sino porque al redactor en jefe, sencillamente, se le había ocurrido autorizar la información tal y como él ahora la tenía en las manos. Luego la cabeza: “Un cadáver exquisito”. Ahí estaba, ni hablar, el detalle del negocio. Pudiera ser que ahora las personas encargadas de poner los titulares sobre defunciones provocadas entraran de lleno en un ambiente que por costumbre no era el suyo: la ironía y el juego culterano de palabras. Pero había más, abajito del vistoso cabezal, que los alocados camaradas imprimieron nada menos que en un puntaje altísimo y en letras rosa fosforescente, podía leerse: “Clave dejada por chacales”. Igual la cosa. Chacales eran, según la peculiar moral del semanario, todos aquellos que transgredieran la ley, fueran apresados y, aquí el dato, aparecieran consignados en sus páginas. Todos los demás, entonces, los que se escapaban de caer en esa pequeña inquisición, eran ciudadanos honorables. Así estaba el juego de la prensa que se decía a sí misma especializada en notas de contenido humano, como ésa.
Qué se le iba a hacer, antes era necesario enterarse todo lo que fuera posible del estado de cosas. Y por eso siguió leyendo, hasta que no le vio fin a la cantada nota.
“Macabro hallazgo el que hizo la señora Rosenda Alvirde en días pasados. Subarrendadora de la casa sita en Roble 116, colonia Lagos, Edomex, el sábado anterior se enfrentó con la muerte en bochornosas circunstancias. En la delegación correspondiente, luego de las declaraciones y diligencias legales de rigor, la casera Alvirde hizo el siguiente relato a este semanario: ‘Mire, señor, como el joven Antonio (León Ledezma) no había venido como siempre muy puntual a pagar lo del mes, lo esperé dos días más. Le estoy hablando del 31 de mayo al 2 de junio pasado. Para esto, yo queriendo ser educada estuve tocando en el departamento que rentaba Antonio el mismo 31 y luego todo el día primero y el día 2 en tres ocasiones. También le llamé por teléfono a su trabajo, pero no por ver si lo habían corrido o algo, sino porque desde hace un año que lo conozco, que lo conocía, perdón, fue siempre un muchacho muy cumplido, muy responsable y de no malas costumbres. Fíjese que a veces cuando iba a dejarme el dinerito no le faltaba para su servidora que la cajita de chocolates, que unos pañuelos, y así. Pues llamé a su trabajo el viernes 2, le digo que no por mala fe, y me informaron muy amables que el ingeniero no se había presentado desde el jueves, pero que un familiar llamó para reportarlo enfermo. Yo el sábado, éste que acaba de pasar, me di una vuelta al edificio para recoger otras rentas, mi familia y yo de eso vivimos, desgraciadamente perdí a mi señor hace tiempo y nada más nos mantenemos con el dinero que nos queda de la renta de los inquilinos. Pues fui y toqué varias veces y nadie me abrió. Antes de tomar cualquier decisión me fui luego a cobrar las otras dos rentas que le digo. A mis otros clientes les solicité informes sobre el joven Antonio, y no supieron darme razón. Yo recordaba que Antonio tenía un perro muy fino que estaba en la azotehuela que le correspondía, por si algún vivo quisiera meterse mientras él estaba trabajando. Entonces los señores de otros departamentos que administro se ofrecieron para acompañarme. Yo llevaba mi duplicado de la llave del número 3, y quise entrar para ver si en algo podía cooperar a la situación del ingeniero Antonio, a ver si había dejado una nota a sus familiares de dónde ir a visitarlo y porque su perro, pobrecito, a lo mejor necesitaba de menos un poco de agua. Por eso me acompañaron los dos inquilinos, y de paso para que con testigos yo pudiera certificar que entré a la casa nada más a lo que le explico. Además, siempre me tuve confianza con el difunto para ese tipo de casos. Y entramos. Ay, mi señor, qué cosa más horrible. Todo estaba en su lugar, y se lo digo porque varias veces entré a la casa del joven Antonio y siempre me fijaba en la manera en que tenía puestas sus cosas, todo en orden y muy limpio. Y al entrar en la recámara, usted ya lo sabe, ahí estaba el pobre joven Antonio todo desnudo, bien hinchado, y pues con su cosa cortada, la sangre ya seca estaba manchando todo el suelo. Yo ya no pensé nada, pero para mí que se desangró el inocente. Luego me desmayé y vine a despertar hasta que los señores mis inquilinos me dieron a oler alcohol. Ojalá y encuentren a los culpables, señor, hay cosas que francamente no se hacen’. Hasta ahí el espeluznante relato. Nosotros también deseamos que el clamor de la señora Alvirde cobre conciencia en nuestras autoridades. A propósito, las primeras investigaciones de los agentes de la ley han arrojado los siguientes resultados: a la una de la tarde del sábado 3 del presente, en la dirección citada, fue encontrado el cadáver del ingeniero Antonio León Ledezma, de treinta años, muerto a causa de una herida de arma punzo-cortante que cercenó el pene e intervino el escroto y el testículo derecho, lo cual provocó primero un estado de shock en la víctima y posteriormente el desangramiento del sujeto. No se encontraron vestigios de violencia, pero el cadáver presentaba claros indicios de un avanzado grado de intoxicación alcohólica. No se tiene, hasta el momento de recabar estas informaciones, a ningún sospechoso. El hoy occiso carece de antecedentes penales y de problemas que puedan relacionarse con el hecho que le causó la muerte. Extraoficialmente este semanario recogió el dato de que no se detectaron huellas en el recinto que no fueran del desaparecido ingeniero. A un lado del cuerpo, solamente, como corolario al terrible crimen, se encontró una nota que hasta el momento es la única pista. El recado, el sello del o de los criminales, escrito con elegante caligrafía dice al texto: Un Cadáver Exquisito. Las comprobaciones de los expertos indican que la letra del horrible anónimo no concuerda con la del difunto. Tampoco tiene huella alguna, lo cual delata un ‘trabajo’ realizado por profesionales. Se presume que es un homicidio, y no un suicidio, porque el arma no se encontró por ninguna parte, además de que, según afirman médicos legistas que llevan el caso, el desaparecido León Ledezma había perdido el sentido con por lo menos media hora de anticipación, por obra de la congestión alcohólica, antes de que se ciñera sobre él la sombra de la fatalidad. El can del que habló en sus declaraciones la señora Alvirde tampoco apareció en la casa, ni se sabe que merodee por los alrededores. Al ser encontrados los restos del susodicho ingeniero, se sabe que aproximadamente setenta y dos horas antes se cometió el crimen. De lo cual han deducido las autoridades que la persona que llamó a su centro de trabajo para reportarlo enfermo, no era familiar suyo, y sí en cambio lo hizo para retrasar mañosamente el macabro hallazgo. La hipótesis de esta revista es que, aunque no se tengan todavía los datos necesarios para confirmarlo, se trata de un claro caso de un asesinato pasional. Sólo una venganza de ese tipo pudo haber dejado como posible advertencia, para futuro escarmiento, la extraña nota de la que tampoco el cuerpo policiaco ha podido extraer dato alguno. ¡La sociedad exige justicia!”.
En las dos primeras fotografías que ilustraban la nota, Balderas habría de observar las tomas, sobreexpuestas, tremendistas, de un cuerpo tendido sobre una cama, boca arriba, con la pierna izquierda resbalada por el borde del mueble, un chorrero de algo que debió ser sangre y una púdica franja de color negro que ocultaba la entrepierna del tipo. Aunque, a estas alturas del partido, ya muy poco tenía que ocultar el desdichado ingeniero. Y en la tercera toma, sobre el pie de foto —“Fatídico bautizo”—, la fotografía de una servilleta con una ciertamente limpia caligrafía que le recordó algún dejo del muy antiguo estilo palmer, y la frase que hiciera popular uno de los movimientos vanguardistas europeos añísimos antes: Un cadáver exquisito. En un costado de la servilleta, el logotipo del sitio de donde probablemente fue tomada, el dibujo de un diminuto pingüino, seccionado a la mitad por una línea y acompañado del número 1.
Ante el subido número de asesinatos cometidos a diario en la ciudad, el enunciado no le pareció sino una idea juguetona contrastante con la brutalidad del suceso.
Pero algo no encajaba. Era muy posible que la policía no diera con ninguna pista basándose en ese único dato. A Balderas le pareció que si de manera remota algo encerraba el mensaje, el destinatario no era ningún elemento de las fuerzas armadas del país, ni nada por el estilo.
Eso sí, algo había tras la malla del asesinato.
Así que el cerebro de Balderas empezó a funcionar en cierto sentido por el casi olvidado instinto de meterse de inmediato en los casos que presentaran algún interés adicional a la sangre. Porque, si vamos por partes, empezaba a decirse, no era del diario que en la ciudad, e incluso en el país, aparecieran sicópatas o, mejor señalado según la taxonomía siquiátrica, sociópatas, que así como así se pusieran a matar señores, birlándoles de un tajo el instrumento. O, en todo caso, sí se daban este tipo de asesinatos, pero estaban claramente planeados y, sobre todo, eran hechos por encargo. Y en ellos se podía apreciar el sello de la casa, que no dejaba de ser bastante burdo. Ese elemento faltaba en esta historia. Cuando el rompecabezas estuviera completo, si es que algún día llegaba a estarlo y él tenía a bien enterarse, uno se daría cuenta de que la cosa no iba por ahí. Sino por otro rumbo, distinto, que no era ninguno de los que hasta el momento conocía.
Y, vamos, sólo eran suposiciones a la ligera. Pero aún se daba el lujo de reflexionar que en México no se cometían crímenes por el puro gusto, aquí no se mataba a alguien únicamente para que el espectáculo fuera de consumo personal y privado. Siempre se contaba al menos con un motivo, por pequeño y folclórico que fuera. Los corridos eran testigos de que la afirmación era cierta en el pasado del país. Y ahora, cuánta gente no se agarraba a machetazos por una simple mirada. Cuántos tipos no se balaceaban a diario nada más por un cerroncito al coche. Y cuántas personas más no andaban por las calles simplemente viendo a quién le sustraían lo que de valor tuviera, aunque a cambio fuera indispensable para ese objetivo darle jaque mate al cliente. Infinidad, era la palabra que respondía a sus inquietudes. Pero siempre con una razón.
Aunque algo también cierto es que se estaba dejando llevar otra vez por el vicio de meterse donde nadie lo llamaba, excepto la curiosidad por un caso que podía estar lleno de complicaciones. No estaría de más echarle una mirada a las actas que se hubieran levantado, aunque sus formas de acercarse a ellas fueran muy limitadas, a trasmano con el compañero que cubría la fuente. Y no era del todo mala idea echarle una llamada telefónica al Germán Guardia, el médico legista amigo suyo, apasionado total de los encuentros futbolísticos, que quizá aún tuviera los contactos para ponerlo al día en cuanto a este hecho en particular.
Pero no, no hizo nada de lo que se le estaba ocurriendo. Y para ello empleó bastante fuerza de voluntad. Y es correcto decir, en beneficio de la verdad, que no la suficiente. Así que por mero instinto decidió escribir una brevísima nota e incluirla, digamos mañana, o pasado mañana, en la sección de la cual era reportero.
Poco veneno, se dijo, no mata.
Pin uno
No es tu asunto. No sabes de esto. No tienes de tu lado más allá de muy pocos recuerdos fijos en la memoria. Y ni siquiera son fotografías de estudio aquellas en las que conservas enmarcados los hechos. No es trabajo de un profesional de la lente. Son instantáneas. Y es por ello que te cuesta mucho pero de verdad mucho trabajo ser quien requieres ser. Transformarte. No es lo tuyo este negocio. No eres ni siquiera un principiante. Te faltan no sólo las bases técnicas, sino el manejo de los espacios, de los silencios, de las apariciones. Estás, por si fuera poco, en la más completa soledad. Eres tú y nadie más. Y no habrá quien te auxilie en esta labor. No irás, desde luego, a confiarle ni siquiera a una persona el motivo de tu visita, ni el inexistente teléfono, ni la dirección en la cual localizarte. Has roto las amarras con todo. La hora señalada para que aparezcas en escena está ya próxima. Mucho. Y tanto que te has dedicado a pensar, justo, fíjate, cuando quizá no deberías de hacerlo, porque para matar hace falta el pulso sereno, en primera instancia, y luego, la reflexión.
Claro, hay de formas a formas. No buscas la estética, ni la efectividad de un profesional. No quisiste asegurarte de que la fuerza con que acometerás cada uno de los actos fuera la necesaria. No sabes cuál sea el verdadero tono de tu corazón en los momentos más comprometidos. No fuiste capaz de, digamos, y para usar una palabra que quiere ser amable, e incluso conocida para ti, entrenar. Estás fuera de forma. O no. No es fuera de forma el término. Sino que te encuentras, mira, como en un cuarto cerrado, sin luz, sin sonido, sin agua y con sólo un poco de aire. El suficiente para respirar. Y eso, agitadamente.
Quién sabe qué se sienta. O si no se sienta nada, como si todo fuese igual si caminaras a la sombra de una calzada con los bordes llenos de árboles. Quién sabe cuáles cosmos serán esos a los que llegues y en los que te sumerjas, como en una alberca, como en un mar privado.
¿Y si fallas? ¿Y si las cosas no resultan como las pensaste? ¿Y si ya ni caso tiene el tomarse tanto trabajo por esperar una respuesta que, quizá, no es que dé mi opinión sobre lo que no conozco, pero, quizá, nunca, nadie, jamás dé a tu interrogante? Cómo duele esa duda, más que todas las anteriores. Porque entonces se trataría de viajar, de hacer esto y lo de más allá, todo con el mismo fin, pero para nada. Todo el esfuerzo y todos los sentimientos acumulados, agolpándose en tus manos, se volverían inútiles. Y ya ni esa posibilidad de un encuentro como el que esperas estará cerca para restañar las antiguas heridas. Eso es el dolor. Pero no el que conociste en anteriores encuentros, aquellos del todo distintos a este que necesitas. Esto es el dolor de saberte derrotado desde un principio, desde mucho antes de que dieran comienzo las acciones. Es perder, por fuerza. Y aun si ganaras, igual perderías. Aunque, no es cosa de negarlo, sería una derrota que al menos te proporcionaría un poco de paz.
Si todo sale mal, no van a terminar los días del mundo. Nadie sabrá de tu obra. Quedarás anónimo. E igual de solo. Entonces habrá, posiblemente, que tomar otras decisiones. Ya desde ahora, aunque no tienes nada previsto, padeces la mordida de esa fiera invisible que te ronda. Es ubicua. Si no conoces todo el país y recuerdas mal la ciudad en la que tanto habitaste, pero que ha cambiado vertiginosamente de fisonomía, menos tienes idea de cómo situar de manera geográfica a esta angustia por el vacío que te inunda.
Curioso, ¿no? Un vacío que llena, que no deja estar en su sitio a ninguna otra cosa más. Porque han sido años de aguardar el momento exacto, los minutos indicados, la hora de la muerte está en tu mano, como en el reloj de una bomba de tiempo, está entre tus dedos. Los mueves. Los articulas. Tratas de percibirlos y de dominar lo mejor que sabes esas diez maneras del ataque. Lo demás está bien. Funcionan las piernas a la perfección. Acaso hayan perdido un poco de su antigua elasticidad, pero se conservan en muy buen estado, tomando en cuenta la edad, y sobre todo, tomando muy bien en cuenta tantas noches en las que hiciste uso de ellas para que te sostuvieran en las empresas de todos los días. Si no eres un velocista, sí eres un corredor. Toda la maquinaria de tu sangre circula sólo para ti y para que funciones, ahora, como debes hacerlo. Porque es tu deber. Tu consigna. Tu meta. Y la única, como esas metas que te fijabas de niño o de adolescente, cuando ibas al parque a practicar deportes diversos. Siempre más alto que los demás, siempre más fuerte, siempre más certero.
Entonces estabas acompañado. Y lo estuviste más aún en adelante. Sobre todo la compañía es el elemento que echas de menos. Hoy no tienes protección. Hoy, como diría uno de los pocos actores nacionales a quienes respetas, o eres quien dices ser en la escena, o te vas derechito al carajo. Pero ahí está, también, una parte fundamental del suceso, la falta de protección, de acompañamiento. Así debe de ser. Así tienes que enfrentarte a lo que venga. De esa soledad depende en mucho tu éxito.
Sabemos, sin embargo, que en tu favor cuenta un punto, como en aquellos encuentros, ¿te acuerdas?, cuando sólo precisamente un punto era la ventaja del vencedor en una muy larga justa. Y esto que tienes también te pertenece, como el frío, como las primeras gotas de lluvia que ahora caen sobre la ciudad de México.
Tú tienes esa sensación que cosquillea y arde y lacera. Y a partir de ahí vas a tomar camino.
Cuida mucho el filo de las armas. Ten presente el ángulo, la posición, el ruido y el ambiente. No puedes permitir que todo ruede sin dirección. Apunta bien. Considera las probabilidades a tu favor. No arriesgues más de lo debido. Y, sobre todo, mira muy concretamente lo que te digo, cuida de que la sangre que se vierta no sea la tuya. Ni una gota. Más adelante vas a necesitarla. Y si acaso entonces se derrama, que sea en el adecuado sitio en el que habrá de ser, y ante quien lo deseas. Entonces ya no importará el intercambio del fluido, pero hoy es de primera importancia evitarlo. Piensa que el camino es largo, y hay que escatimar los pertrechos.
Confía. Así, sin más: confía. Repite esa palabra cien veces por las mañanas, otras tantas por las tardes y otras más antes de dormir. Sigue el consejo que, se dice, da buen resultado en los boxeadores, esos seres hechos justamente para la pelea y su consecuencia casi inmediata, el dolor. Repite con cada uno de ellos: no hay dolor, no hay dolor, no hay dolor. Así pasará el tiempo, y los hechos irán cayendo uno a uno, hasta formar la red. No hay dolor, pase lo que pase, aunque estés casi en la lona, aunque veas que tu cuerpo cae, aunque percibas esa lejanísima idea concreta que amorata los músculos, entumece la garganta, paraliza la mirada y congela el movimiento natural de las piernas.
Para matar hay que tener fuerza de voluntad.
Y tú tienes y percibes eso que se parece mucho, al mismo tiempo, al odio y a la sed.
Una respuesta inesperada
Ah, chingá, se diría entre el asombro y la meditación Ángel Balderas, luego de una jornada repleta del calor húmedo propio de junio. Iba a decírselo como un rebote de la conciencia a medio camino entre dos Paraísos Blues atestados de hielo, y su aprendida curiosidad de reportero.
Estaba, por obra de esos designios irrevocables de la casualidad, señalado a pronunciarlo en parte con los labios, en parte con el foquito rojo de alerta que desde alguna lejana corriente cerebral se activaba para ensanchar sus pupilas frente a la sospecha de una buena nota.
Lo pronunciaría cerebro adentro, pues, luego de combatir con varias líquidas armas a esas gotas de plomo al rojo contra las que luchó a lo largo de las horas de sol. Acababa de salir del amistoso debate de una entrevista, de la búsqueda de algunos datos necesarios para un reportaje, y sobre todo del monstruo de casi infinitos autos, de centenares de gritos, de semáforos muertos, de las locuras y multitudinarias soledades que conforman el tránsito diario de la ciudad.
Ah, chingá, habría de espetarse garganta abajo, pero cargadito a la izquierda, rozando la víscera de las latencias periodísticas, después de que horas antes decidiera refrescar el sudoroso día con algunos bebestibles adecuados para tan apremiantes circunstancias.
Por eso cruzó la puerta del bar Cañaveral, sin pensar, claro, que entre otras muchas cosas había ya olvidado unas líneas sobre cierto crimen colorido que él mismo comentara, en su columna, días antes, y sin desear más que adentrarse en ese oasis que se veía impelido a visitar casi a diario, como cada tarde al dejar la redacción, como si la moneda del volado mental que jugara siempre a estas horas tuviera ambas caras idénticas. Era eso, el calor, la amistad, el barullo de las fichas de dominó, de los albures cruzados que se metían en las conversaciones, de la información que circulaba entre los vasos. Era la presencia de algunos compañeros del diario que, las más de las veces, se reunían en ese bar tan próximo a su periódico para compartir los sucesos de la primera parte del día.
O sea que prendió un cigarro y empujó, tan sediento como anticipadamente alegre, la puerta de entrada hacia la frescura que prometía el interior.
—Ya llegó el que andaba ausente… —escuchó el grito en sordina que le indicaba la mesa exacta donde departían, bebiendo, varios de sus camaradas.
—Mire nomás en qué condiciones tan lamentables viene, mi distinguido émulo del nuevo periodismo —la voz rasposa del jefe de información.
—Uy, no, yo así no me presentaba ni a una partida de madre, menos a una de dominó —terció uno de los correctores.
—La suya, que ha sido mía —hubo de responder Balderas, ya paladeando una buena tarde, mientras estrechaba varias manos que se tendían amigables.
—¿Ya vieron cómo queda uno luego de andar toreando coches en el Eje Central? —preguntó uno de los reporteros al resto del grupo que disparaba miradas de bienvenida al recién llegado. Balderas iba quitándose el saco a la manera de quien se desprende a tirones la armadura, y subía las mangas de su camisa.
—Ya los veré, cabrones —vaticinó el acalorado periodista, buscando acomodo entre el racimo de amigos.
—Carajo, ya pensábamos que le había pasado algo malo, mi buen —solícito apostrofó uno de los cartonistas—, qué pinches horas son de hacer esperar a los compañeros.
—El tránsito de las seis de la tarde, mi estimado. Qué hace uno, ni modo de saltar los coches y correr desde Coyoacán hasta acá —Balderas, entre la disculpa y el no me ayudes, compadre.
—Aquí siéntese —dijo con caricaturesca amabilidad el jefe de información al acercar una silla—. Qué pues con su entrevista.
—Que tiene sed.
—A ver, Meche —otra vez el informador, dirigiéndose a la mesera que los atendía desde que se hicieron clientes del sitio: —Tráigale algo aquí al muchacho que se nos viene derritiendo.
—¿Lo de siempre? —preguntó entre cálidas y coquetas sonrisas la mujer, perfecta y carnosa la boca, colmada de tersa miel la mirada.
—Por el ser a quien más respete —dijo Ángel al sentarse y acercar su silla a la que venía siendo segunda mesa de redacción de su periódico. Aunque en realidad no era la segunda, sino la cuarta, porque para efectos de la contabilidad en el bar, ese apartado se ubicaba justo entre las mesas tres y cinco. Pero de muchas formas, tantas como visitantes tuviera, sí era la mesa que sustituía a la del diario, porque tarde a noche eran sus asiduos articulistas, reporteros, fotógrafos y cartonistas, quienes se reunían en ella para comentar por anticipado las notas que aparecerían a la mañana siguiente en sus páginas.
De esa manera, entre anécdotas, conversaciones, avisos de última hora, risas, discusiones múltiples y canciones de Julio Jaramillo que ese día eran el fondo musical elegido por los parroquianos, transcurrieron varios tragos para cada uno de ellos. Y todo hubiera seguido por el tenor de siempre de no ser porque, ya con la noche encima, entró al bar otro de los cotidianos, el encargado de la mensajería interna de la redacción, con varios documentos que fue entregando a sus destinatarios.
—Llegó el correo, pero no de gratis.
Un coro de silbidos y de abucheos llenó los oídos del mensajero, quien no por ello dejó de sentarse en una de las mesas vecinas para disfrutar de los mismos elíxires que el resto de los trabajadores del diario ahí reunidos llevaban ya en una profunda parte de su ser. Discreto, ganándose una propina o un trago extra, el hombre con la correspondencia del momento le hizo una seña a Balderas, quien luego de pasar por el baño para no despertar sospechas, fue a sentarse a su mesa.
—Qué, no me dirá que hay imprevistos o guardias por cubrir…
—No, lic, no, nada de eso. Es que le llegó un envío que para mí que es importante. Lo llevó al periódico desde en la mañana una señorita muy guapa, desconocida por estos lares. Decía que era urgente que se lo dieran a usted en propia mano. Yo por eso me ofrecí, digo, lic, no fuera siendo que a lo mejor sí es importante.
—Dijo que era muy importante.
—Sí, mi lic.
—Y lo llevó una mujer joven al periódico.
—En efecto, lic.
—Y dijo que era urgente.
—Como usted lo acaba de decir.
—Y eso fue en la mañana.
—Desde tempranito, sí, señor, como a las nueve.
—Y me lo viene a entregar casi doce horas después.
—Pero, lic…
—Y todavía querrá que le invite un trago.
—Si no es mucha molestia.
Ambos sonrieron. Después de todo aquello bien podía ser una historia para que el hombre con el correo saliera con los bolsillos más cargados de monedas que de costumbre. Nada grave. A un lado de su vaso el mensajero dejó un sobre de papel manila, tamaño carta, tan común y tan corriente como muchos de los que llegaban a diario a la redacción, aunque, eso sí, impecable y sin remitente. Por lo demás, la posibilidad de que fuera de verdad algo muy importante no parecía ser sino uno de los múltiples efectos especiales del encargado de la correspondencia para ganarse la confianza de los reporteros. Balderas agradeció el gesto pidiendo a Meche otra copa para el señor, quien se despidió, luego de haber terminado sus encargos y con los tragos de cortesía.
Y salió, envuelto en su propia risa.
Balderas revisó el sobre. Lo palpó. Evidentemente no contenía, al menos luego de esa breve inspección, nada que no pudiera o no quisiera recibir. Como nada iba a romperse, no parecía contener ninguna foto o algo similar, y como tampoco pareciera tener la urgencia de ser revisado inmediatamente, lo dobló para guardarlo con cierto cuidado.
Así que eran como la nueve de la noche cuando Ángel, todavía con alguna canción de Jaramillo revoloteándole en los oídos, salió del bar a hacer una llamada lejos del ruido del interior. No parecía ser nada de verdadera necesidad, o al menos nada que no pudiese aguardar un poco, porque cuando Balderas pisó el suelo recién bañado de la calle y empezó a caer un aguacero, el primero en forma de la temporada, fue a refugiarse en el puesto de periódicos cercano, olvidándose de la llamada. Estaba feliz, reconciliado consigo mismo, platicándose historias hacia adentro, con la mirada viva y un cigarro a punto de ser consumido. Al sacar el encendedor para dar fuego al cilindro de tabaco, Balderas se fijó en uno de los balacitos secundarios de uno de los escasos periódicos vespertinos que aún esperaban comprador: “Segunda víctima del Abrelatas”. Y abajo: “Triste fin de un billarista”. Y una foto, que lo dejó a medias tenso, en la que aparecía un pobre tipo a cuyo cuerpo, según lo que alcanzaba a verse, le faltaba justamente esa parte noble por la que, no habiendo más en qué ocuparse, los varones de toda la tierra hacen pipí. Ángel Balderas prendió el cigarro para acompañar los sentimientos de curiosidad que se le despertaban con la noticia.
Ahí estaba de nuevo. Así que por supuesto compró el marchito ejemplar y tapándose la cabeza con una de las secciones intermedias cruzó los pasos que lo separaban de las puertas del bar. Poco antes de entrar, una gota furibunda segó la vida de su cigarro. A Balderas le gustaba particularmente la época de lluvias en relación a las otras tres en que se dividía el calendario anual.
—Esto es llover, señores —dijo, ya sentándose de nuevo ante la mesa con los compañeros de trabajo que, escudándose en el fenómeno atmosférico, no hacían nada por salir del Cañaveral.
—No le acabo de decir, mi estimado —uno de los fotógrafos que revisaba sus imágenes—, cuídese, la vida no retoña, cómo se anda mojando si está aquí adentro la cosa tan tranquila.
Y no le faltaba razón al compañero, qué tenía que andar haciendo él por esas calles lluviosas en exceso cuando dentro del bar los hechos transcurrían tan amablemente. De manera que decidió hacer una pausa en la charla de los otros periodistas, que iba ya por los andurriales del futbol nacional, y dedicarse a la lectura del breve texto que daba cuenta del segundo asesinato, cometido éste esa media mañana, por un sujeto o sujeta o banda de tipos al que habían bautizado con el nombre, por cierto no del todo malo, de El Abrelatas.
El caso, esta vez, seguía teniendo los ribetes de lo lúdico. Pero, como en la ocasión anterior, las investigaciones preliminares no daban para mucho. Y era de esperarse que nunca avanzaran en la solución del enigma que ahí se planteaba. El hoy occiso, como decía la nota para referirse al tipo, era soltero, mayor de edad, jugador asiduo de billar en la modalidad de carambola de tres bandas, y no tenía antecedentes judiciales. Fue encontrado todavía con una lucecita de vida y llevado a un hospital frontero a la colonia en que lo hallaron. Ahí, sin poder decir nada de nada, el hombre perdió la vida, luego de perder, en el ataque, el miembro que lo identificaba como militante del sexo masculino.
Podía ser un hecho aislado. O, quizá, alguien que le quiso cobrar al billarista cierta deuda de juego con esa broma que le costó la existencia y la sustracción de un apéndice usualmente muy estimado entre los varones. Podía ser, entonces, que algún tipo o tipos lo mataran. Y que precisamente el o los asesinos hayan leído, días antes, la nota que el mismo Balderas leyó respecto de un caso semejante cometido no hacía ni una semana y media. Y con eso quisieran despistar las posibles pesquisas que al respecto se realizaran. Pues sí, pero no. O al menos eran éstas las explicaciones en cierta medida racionales que Balderas quiso suponer cuando, ya hacia la mitad de la noticia, se topó con que esta vez, y con una caligrafía muy parecida a la que él había observado en el caso anterior, se encontró pegado con masking tape al cuerpo del asesinado un mensaje: “A mis caros fantasmas, la misma sed me une”.
Ángel hizo todos los esfuerzos posibles por recordar en dónde pudiera ser que leyera antes esa frase. Sonaba a cosa lejana, pero de ser así, qué carambas podía tener en común con la nota anterior, en caso de que el criminal hubiera sido el mismo. Y qué querría decir, unida a la primera. Nada. O nada que él estuviera en vena para desentrañar. Cuáles son los fantasmas que pueden atormentar, en forma de recuerdos o hechos semejantes, a un jugador de billar que, según el periódico, era bastante bueno para eso de la carambola. ¿Sería, entonces, que el o los criminales estaban queriendo comunicar que esa muerte había sido de rebote o como una jugada que implicaba la presencia de tantos elementos como los que participan en una partida de billar? Ah, porque además, el desdichado mensaje estaba plasmado en una servilleta cuyo logotipo minúsculo era un pingüino, idéntico al de la primera vez, sólo que ahora el dibujo estaba seccionado con una línea por la mitad, y al lado un número 2, muy visible para cualquiera que se asomara a verlo. A lo mejor la servilleta pertenecía a algunos de los casi incontables bares del país, o, por qué no, del mundo. O sea, nada de nada. Por lo menos, el o los responsables del trabajo se habían tomado la molestia de dejar una pista que, desde luego, no era para él ni para ninguno de los supuestos agentes del orden que se abocaran a investigar los hechos, si es que algún día alguien se interesaba por ellos.
El asunto no era claro, ni tenía por qué serlo a los ojos profanos de Balderas que se sentía atraído, no más que cualquier otra persona, en el caso. Crímenes era lo que le sobraba a la urbe. Aunque éstos revestían la novedad de ser originales, al menos en dos de sus partes: la sección de un miembro del cuerpo que era como ningún otro, y las notas extrañas que iba dejando aquel que los cometiera. La posibilidad del suicidio estaba otra vez descartada. Quizá, llevado por esa mano que no alcanzaba a ver pero que desde luego influía en su comportamiento, escribiera para su columna algunas líneas como las que redactó cuando vino a enterarse del trabajito antecedente, y que sólo hasta este preciso momento rememoraba. O quién sabe. El negocio no daba para tanto. Y no era cosa de estar llamando la atención de los lectores, si es que tenía algunos, con sucesos que se alejaban en mucho de lo que era su terreno. Para eso existían en la nómina los compañeros de la sección policiaca.
Salvo por las matazones entre bandas rivales, los grandes crímenes ya no se daban en México, y, si acaso ocurría alguno por ahí de verdad resonante, era abonado en la cuenta de alguno o algunos cuya identidad no iba a ser revelada nunca. Lamentablemente para su curiosidad, que iba apenas tomando el rumbo del trote, en su diario los responsables del punto no habían dado señales de vida. Y tampoco se trataba de invadir secciones. Quizá ya no escribiera más. Quizá. Por eso dejó de pensar en el asunto de las víctimas del Abrelatas, que ya se iba rodeando de cierta aura de fama, al menos en el terreno de los diarios vespertinos, y siguió con la tarea que por el momento le interesaba más: la retadora en la charla con el resto de amigos periodistas que ahora se encontraba empantanada en asuntos de historia.
El tema era la División del Norte y las relaciones que guardaba Pancho Villa con el que fue uno de sus más aventajados colaboradores, el general Felipe Ángeles.
—No, no —decía desde las fichas que le habían correspondido en el dominó uno de los fotógrafos —, lo que pasó con Felipe Ángeles fue que se decepcionó de la manera de guerrear de Villa. Eso fue todo. Olvídense de que la causa fuera justa o no lo fuera.
—Pero, mira, fíjate —decía uno de los reporteros de internacionales—, pese a que Ángeles fuera un militar de carrera, siempre tuvo de su lado el humanismo que jamás abandonó. Por eso es que no quiso seguir la guerra civil al lado de la División del Norte.
—No me arruinen, compañeros —intervino Balderas, que no tenía fichas ni las requería para dar su opinión—, Felipe Ángeles fue el único en darse cuenta que la revolución sólo iba a hacer que el poder económico y político pasara de unas manos a otras, que estaban igual de sucias. Se decepcionó, sí, pero no de Villa sino de la lucha por el dominio en que se convirtió el movimiento. Por eso no quiso seguir con Villa, porque sabía que juntos iban a convertirse, llegado el caso, en lo mismo que combatían.
Los demás compañeros avanzaron en el juego mientras Balderas exponía sus tesis. Y, claro, le respondieron.
—Mira, Balderas, puede ser que tengas la razón, pero si quieres seguir opinando tienes que entrarle con tu dinero al negocio que como ves está jugoso.
Lo cual era del todo veraz, sobre la mesa del dominó había varios billetes. Así que Ángel Balderas esperó a la siguiente ronda para tomar parte en el juego y seguir la noche.
Entre ésas y otras pláticas se llegó la siempre temprana hora de cerrar el sitio. Y ante las quejas de los numerosos clientes que aún estaban en el Cañaveral, las luces del lugar comenzaron a apagarse.
—Si quieren la seguimos en mi casa —propuso uno de los reporteros, mientras pedían la cuenta.
—Como vamos —respondieron casi al unísono los seis periodistas que estaban en la mesa, Balderas entre ellos.
Se dividieron el pago según el volumen de las gargantas y fueron depositando su cuota para saldar el adeudo. Al sacar el dinero que le correspondía, Balderas se topó con el sobre aquel que le habían entregado, con un retraso de doce horas y al mismo tiempo con carácter de urgente. En lo que Meche iba y venía con los dineros, rasgó el sobre y puso ante su vista la única hoja que contenía.
La llamada vespertina que iba a efectuar cuando se encontró con el segundo hecho de violencia en que se vio involucrado el o la o los Abrelatas dejó de ser importante para Balderas. Y aunque no hubiera querido, las circunstancias actuales lo hicieron quedarse por un momento casi petrificado ante la mesa que ya abandonaban sus compañeros de labores. Y sólo pensó en comunicarse con Sánchez Carioca, de inmediato, antes de que la cosa tomara visos de seriedad. No importaban ya los muchos otros casos en los que se vio necesitado de hablarle al hoy su amigo y ya antiguo compañero de tragos, de noches de box y maestro en la universidad que Balderas tenía como parte de su pasado cercano.
—Ya, Ángel, ni que fuera un mensaje de tu mujer.
No, no era mensaje de la mujer que Balderas pudiera haber considerado al menos en parte y en sentido figurado suya, porque ella estaba, según todas las informaciones al respecto, muy lejos de escribirle. La hoja, escueta, proveniente de alguna impresora obediente a su vez de un procesador de palabras como había millones en el país, lo hipnotizó a la primera.
Una sola frase, que él debió de haber leído muy temprano, y desde luego mucho tiempo antes de que circularan los diarios vespertinos, le hacía guiños desde el papel: “A mis caros fantasmas, la misma sed me une”.
Ah, chingá, se dijo, por fin, como despertando. Y decidió marcar el número de Sánchez Carioca.
Pin dos
¿Lo ves? Si se trataba sólo de un momento de clara decisión, de furia medida y calculada. Fuiste como un actor. O sea que no eres culpable de nada. Recuerda que te prometiste a ti mismo no jugar con la ética. Adiós a los pensamientos catastrofistas. Estás aquí y que el mundo se las arregle contigo como pueda. Y si puede.
¿Te das cuenta? Hasta un poco seguro te has vuelto. No es cosa de vanagloriarse. Nadie puede andar con un cartel en el pecho por las calles, diciendo: mírenme, acabo de asesinar a un hombre, y tan tranquilo. No, no es nada que se pueda contar. A nadie. No violes esa regla que te has marcado. Te digo, eres como un actor, sencillamente vienes y representas lo mejor que sabes tu papel. Claro, hay que improvisar un poco. Uno nunca sospecha cómo va a responder ese único espectador que tienes delante para ver tu desempeño. No te va a aplaudir, eso jamás, olvídalo. Porque para él este teatro es muy en serio, le va la vida en el escenario. Por eso tú, con toda la seriedad del caso, debes comportarte como si en realidad muchos ojos estuvieran pendientes de tus más leves gestos, de todos tus movimientos, tanto en conjunto como de manera individual. Desde luego no te pongas como el tipo aquel de la película a ensayar delante de un espejo las formas de sacar más rápido las armas, y no porque te parezca malo que alguien lo haga como parte de su formación, no, entiéndeme, sino porque puedes perder lo más importante: la serenidad. No dejes que tu imagen, tantas veces puesta bajo tantas luminarias, te traicione. Piensa que si bien eres un actor y estás desenvolviendo las características del personaje que te ha tocado representar, no eres más que un vehículo. Eres el vaso y no el contenido. Porque ése, el ser, lo actúas, lo refieres, lo platicas, de bulto, claro, pero no es más que discurso apuntado con anterioridad.
Hasta ahí vas bien. ¿Te llevó mucho tiempo cumplir con lo estipulado? ¿Te sentiste dentro del personal ritmo que imaginabas? ¿Hiciste todo con la parsimonia y la severidad del caso? La respuesta es sí. O casi. Por ahora, ese porcentaje tuyo que no llega al cien por ciento de efectividad, no es de cuidado. Estás aprendiendo. Tomas, como quien dice, los rudimentos del oficio. ¿A que no sabías cuál era la verdadera sensación táctil que produce el contacto del metal afilado con la carne viva? Claro que no, pero te metes en un mundo que no es del todo despreciable. Al fin y al cabo, hay miles de personas en el mundo que se dedican a lo mismo, amparadas por un título universitario.
¿Sentiste náusea? ¿Hubo vómito antes o poco después de que concluyeras con la labor? ¿Mareo? ¿Dolor neurálgico? Un poco, sí, a qué negarlo. Pero, mira, es natural. Nadie nace sabiendo. Lo importante es vencer la posible conmoción inmediata. El trabajo tiene que salir adelante. No hay que perder de vista el objetivo último, o por lo menos el intermedio. Lo demás es sólo tiempo, adecuación, costumbre. Déjate llevar y continúa como hasta hoy. En todo caso, toma algunas precauciones. Lleva pastillas de menta para los minutos más conflictivos. Si sobreviene en la boca algún deseo que contravenga lo presupuesto, mascas firmemente dos o tres dulces a la vez. Tienen que ser de una menta muy concentrada, para que venzan rápido y de forma eficaz la molestia.
¿Te das cuenta qué sencillo te ha resultado ofrecer la muerte en bandeja de plata?
Oye, aquí, entre amigos, dime, a qué sabe la sangre. Bueno, ya, ya sé que no era cosa de andar probando ese líquido espeso y brumoso que mancha todo cuanto toca, que tiñe. No, no es a eso a lo que me refería, sino al sabor que te deja en el gusto. No en la boca, porque eso es otra cosa. Me refiero a lo personal, a lo interior. ¿Tiene sabor? ¿Es cierto que después de realizar un buen trabajo, como estos dos que ya has efectuado, se siente en alguna parte indefinible del paladar algo así como el picor del vinagre? Quién fue el que dijo por ahí que el asesinar le producía abajo de la lengua la misma reacción que le despertaba el jugo de limón. ¿Así fue? ¿O se te acabó la saliva? ¿O, al contrario, no encontrabas en dónde escupir tanta agua que se te iba formando en la boca?
Lo que sabes hoy, después de lo que ya conocemos y has dado a la luz pública, es que actuaste con cierta frialdad. Tampoco te sientas un experto. No lo eres. Te falta mucho para acceder al principado. Pero sí puedes reconocer que ya provocaste cierto escollo por ahí, cierta reacción, ya saben de tu existencia. Y, aquí lo importante y que debería de causarte alegría, están conscientes de que no te tocaste el corazón para terminar con quienes lo has hecho y como lo has realizado. No faltará el que te califique, sin conocerte, de ser sin piedad. Déjalos. No saben lo que dicen. Al contrario, la tienes, y en qué medida. Pues si por eso te has metido en todo este embrollo. Por eso, y por el más sano sentimiento de solidaridad y de afecto sincero y de la más cristalina querencia. Esperemos que no te confundan, que no malinterpreten tus actos, que no te clasifiquen en el casillero más fácil. Ah, porque también de eso depende que el resultado primordial sea el esperado. No lo pierdas de vista. Así como un árbol mirado de muy cerca es capaz de obstruirnos la visión del bosque al que pertenece, así debes de trabajar tus labores para que no vaya una de ellas a obstaculizar la contemplación del conjunto. Aquí, cierto, la parte es el todo. Pero el todo es más importante que la parte. Son enunciados que se necesitan, pero se excluyen por lo menos en una de sus formas de expresión.
Debes también de contar en lo futuro con la seguridad que has demostrado tener. Te dije. Se trataba de invertir un poco a ojos cerrados, y luego ver la ganancia centuplicada. Y todo en favor de un poco de mano recia, de agallas. Así se hace. Y hoy lo sabes. Pero cuidado, la confianza no debe declinar en abulia, ni en malos manejos. Hablamos de seguridad, no de alarde. Eso déjalo para el resto del mundo y para las otras personas que se dedican a lo mismo a cambio de un sueldo. Queda bien sólo contigo.
Y déjame, o mejor, déjate saber con cierta precisión lo que sentiste. Que si te resultó difícil, bueno. Que si no, también bueno. Que si ya le estás encontrando el toque al negocio, mejor. De eso se trata. El plan, tu plan, apenas está en sus primeras fases. Cuando te acerques a la mitad, y cuando la rebases, verás. Paso a paso. No vas a vivir de esto. Es sólo una brecha lodosa que sigues para llegar al vergel.
Por lo pronto, ten calma. Tranquilo. Descansa. Todo fue más rápido de lo que suponías. Enhorabuena. Alégrate.
