Blessed (The Blessed 1)

Tonya Hurley

Fragmento

The blessed

3 —¡Agnes! —gimió Martha, que se aferraba al brazo pálido de su única hija—. ¿De verdad se merece tanto ese chico? ¿Se merece esto?

La mirada perdida de Agnes no se apartaba de su madre en sus intervalos de consciencia e inconsciencia. Descargaron su cuerpo por la parte de atrás de la ambulancia como quien trae las piezas de carne al carnicero. Se le veía incapaz de reunir fuerzas para alzar la cabeza o la voz en respuesta. La sangre se filtraba hasta la colchoneta de cuero sintético sobre la que se encontraba, se encharcaba y escurría hasta sus bailarinas de color azul verdoso antes de acabar goteando por la pata de acero inoxidable de la camilla.

—¡Agnes, respóndeme! —le exigió Martha, más enrojecida de ira que de empatía, mientras un paramédico ejercía presión sobre las heridas de su hija.

La estridencia de su grito atravesó el ruido estático y chirriante de las emisoras de la policía e instrumentos de los paramédicos. Las puertas de Urgencias se abrieron de golpe y las ruedas de la camilla comenzaron a traquetear como un metrónomo al recorrer el viejo suelo de linóleo del hospital del Perpetuo Socorro de Brooklyn en sincronía con los sonidos procedentes del monitor del pulso cardíaco conectado a la paciente. Aquella mujer consternada iba corriendo, y aun así era incapaz de alcanzar a su hija. Lo único que podía hacer era observar cómo su única descendiente se vaciaba de plasma o, según su opinión, de testarudez e idealismo en estado líquido.

—Mujer, dieciséis años. T. A. 100/58 y bajando. Un 10-56 A.

El código policial de un intento de suicidio era demasiado familiar para el personal de Urgencias.

—Está hipovolémica —observó la enfermera tras tomar el antebrazo frío y pegajoso de la joven paciente—. Se desangra.

Alargó el brazo en busca de unas tijeras y, con cuidado y rapidez, cortó la camiseta de Agnes a lo largo de la costura lateral y la retiró para dejar al descubierto un top de tirantes ensangrentado.

—¡Mira lo que te ha hecho! ¡Mírate! —soltó Martha al tiempo que acariciaba el cabello ondulado, largo y color caoba de Agnes. Estudió asombrada el aspecto glamuroso de la joven, al estilo del antiguo Hollywood, su piel perfecta y las delgadas ondas de su pelo cobrizo que enmarcaban su rostro, más perpleja aún ante el hecho de que hubiera sido capaz de hacer algo tan drástico por un chico. Ese chico—. ¿Y ahora dónde está él? ¡Aquí no, desde luego! Mira que te lo dije una y otra vez. Y ahora esto, ¡ESTO es lo que has conseguido!

—Vamos a tener que pedirle que se calme, señora —le advirtió el paramédico, separando a la madre de Agnes a un paso de distancia para dar un giro pronunciado a la camilla camino de la zona restringida—, no es el momento.

—¿Va a estar bien? —suplicó Martha—. Si le pasara algo, yo no sé lo que haría.

—A su hija ya le ha pasado algo —respondió la enfermera.

—Es que estoy tan… decepcionada —le confesó Martha, y se secó las lágrimas de los ojos—. No la eduqué para que se comportara de esa forma tan desconsiderada.

La enfermera se limitó a alzar las cejas ante aquella muestra inesperada de falta de compasión.

Agnes la escuchó claramente, pero no dijo nada; no le sorprendió que su madre necesitara consuelo, la confirmación de que sin lugar a dudas había sido una buena madre, incluso en aquellas circunstancias.

—No puede pasar a las salas de Trauma —le dijo la enfermera a Martha, pensando que sería buena idea que se tranquilizara—. Ahora mismo no puede hacer nada, así que, ¿por qué no se marcha a casa por ropa limpia para su hija?

Martha, muy delgada y con el pelo corto y oscuro, asintió con los ojos vidriosos y vio cómo su hija desaparecía por un pasillo iluminado brutalmente. La enfermera se quedó atrás y le entregó a Martha la camiseta de color azul verdoso de Agnes, llena de manchas. Algunas de ellas aún se encontraban húmedas y exudaban un brillo rojo, y otras, ennegrecidas, ya se habían secado y crujieron cuando Martha dobló la camiseta y la abrazó entre sus brazos.

No hubo lágrimas, ni una sola.

—No se va a morir, ¿verdad? —preguntó.

—Hoy no —contestó la enfermera.

Agnes no podía hablar. Estaba aturdida, más en un estado de shock que con dolor. Tenía las muñecas envueltas con vendajes blancos de algodón lo bastante apretados como para contener el sangrado y absorberlo. Con la mirada fija en las lámparas fluorescentes del techo que pasaban una detrás de otra, se sintió como si avanzara por la pista de un aeropuerto y estuviera a punto de despegar —hacia dónde exactamente, era un misterio.

Cuando llegaron al área de Trauma, la escena se volvió aún más frenética: los médicos y las enfermeras de Urgencias se arremolinaron a su alrededor, la pasaron a una cama, la conectaron a diversos monitores, le colocaron una vía intravenosa y comprobaron sus signos vitales. Agnes tuvo la sensación de encontrarse en una fiesta sorpresa de cumpleaños: todo parecía estar pasando para ella, pero sin ella.

El doctor Moss le sujetó la muñeca derecha, retiró el vendaje y la situó con pulso firme bajo la luz que tenía sobre la cabeza para poder inspeccionar la abertura sangrienta. Repitió el procedimiento con la muñeca izquierda y dictó sus observaciones para que las registrara la enfermera que se encontraba a su lado. Agnes, que había recobrado levemente su capacidad de respuesta, consiguió apartar la mirada.

—Heridas verticales de cinco centímetros, una en cada muñeca —dictó—. Laceración de piel, vena, vasos subcutáneos y tejido ligamentoso. Lo que tenemos aquí, es algo más que el grito de alguien que pide ayuda —dijo al reparar en la gravedad y la ubicación de los cortes profundos, mientras la miraba a los ojos—. Abrirte las venas en la bañera… muy a la vieja escuela.

Iniciaron una transfusión de sangre y Agnes empezó a volver en sí, muy despacio. Observó con cautela, absorta, cómo la sangre de algún extraño iba entrando en su cuerpo gota a gota, y se preguntó si aquello surtiría algún cambio en ella. Ciertamente no se trataba de un trasplante de corazón, pero la sangre que correría ahora por sus venas no sería del todo suya.

Agnes comenzó a quejarse y se puso a la defensiva.

R

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