Arde la calle. La novela de los ochenta

Fabrizio Mejía

Fragmento

EL TUBO

EL TUBO

Toda familia es una forma peculiar de la tristeza. Un novelista ruso lo había entendido más de un siglo antes que todos. Pero, con las décadas, hicimos otro descubrimiento: a veces esa manera de ser tristes proviene de algo simple, tan simple que resulta esencial para las desdichas. Abro un cajón y meto la mano a lo olvidado. Lo primero con lo que me topo es con un pedazo de roca dentro de un bolsa de plástico. “El muro de Berlín”, pienso. Lo amargo puede ser tan sencillo como una piedra. O tan insulso como un tubo.

La historia de la familia Vives adquirió su traza de desolación siguiendo la ruta imposible de un tubo. Mediría mil trescientos cincuenta kilómetros, cruzaría ochenta y cinco caminos, vías de trenes, canales y diecisiete ríos. Costaba mil quinientos millones de dólares de 1978 con doce créditos de bancos en Japón, Suiza, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Estados Unidos, y recorrería todo el país desde el sur petrolero, en Cactus, Tabasco, hasta la frontera de Reynosa, Tamaulipas, con Texas; un tubo, lleno de gas para los duros inviernos de las ciudades estadounidenses. El presidente López Portillo le llamó: “la columna vertebral de la Patria”.

La familia Vives se vio involucrada, envuelta y arrastrada por ese tubo sin siquiera advertirlo. A la era que inauguraba el tubo se le llamaba “administrar la abundancia”, “el boom petrolero mexicano”, “el milagro que uniría a los mexicanos en la fortuna”. No es que el ingeniero Vives no estuviera al tanto de las noticias —ya trabajaba en Petróleos Mexicanos—, sino que dudaba de ellas. Por ejemplo, su jefe, Jorge Díaz Serrano había asegurado el último día de octubre de 1977:

—Tenemos suficiente riqueza en el subsuelo como para crear un país permanentemente rico.

Y el ingeniero Vives sabía que eso estaba por verse. Pero él no tenía opiniones políticas, sólo técnicas. Así que, cuando su jefe inmediato, Héctor Lara Sosa, lo llamó a las oficinas de Producción Primaria, se puso el pisacorbatas de la manera en que le había enseñado su padre —alineado con el bolsillo de la camisa—, se estiró el saco sobre los hombros y le pidió a su esposa, María Luisa Ríos, que sacara la caja de bolear y dejara relucientes los zapatos. En ese entonces, Vives y su familia eran los modestos ocupantes del departamento 2-A de la calle de Gabriel Mancera 1040, un conjunto de tres edificios, en la colonia de clase media por definición: la Del Valle. Pagaban una renta de cien mil pesos mensuales, ponían las bicicletas de los hijos en el pasillo —lo que motivaba que el perro de las vecinas, cantantes de televisión, orinara las llantas—, y tenían un Volkswagen color ladrillo en forma de cucaracha. En ese auto se fue el ingeniero Vives a las oficinas de Producción Primaria de Petróleos Mexicanos la mañana del 3 de diciembre de 1977. No tenía que llevar a sus dos hijos a la escuela, Susana y Ángel, porque la Escuela Nuevo Continente, una escisión del Colegio Americano, estaba a menos de media cuadra de distancia.

—Te deseo suerte, cielo —le dijo su esposa.

Por la noche marido y mujer se prepararon para dormir —sólo tenían sexo una vez al año, el día de su aniversario de bodas en el que dejaban a los hijos solos y, tras una cena, rentaban un cuarto de hotel—, extrajeron las pijamas de debajo de las almohadas. Segundos antes de apagar la lámpara de la mesa de noche, el ingeniero Vives sólo dijo:

—En unos meses a lo mejor nos tendremos que ir a vivir a otro lugar.

—¿A dónde? —sonó al amparo de las luces del estacionamiento la voz de su esposa.

—Duérmete —suspiró el ingeniero—. No es seguro.

Así tomaban forma las pequeñas desdichas de la familia Vives: siempre a medias palabras, bajo el ruido constante de la bomba de agua de los edificios, el ronroneo de los gatos en los basureros, los restos del cristal de su recámara —roto por los hijos de un vecino que insistían en jugar futbol en el estacionamiento— vibrando con el viento, los motores, la música de alguna fiesta ya desdentada. La familia se había habituado a esas precariedades: la sala que fue nueva, ahora desvencijada, las camas con las cabeceras sin atornillar, la puerta de un baño sin chapa porque alguna vez la hija se había quedado atrapada, y el vidrio roto pegado con un maskin tape para que no se cayera. La filosofía era que, por ser un espacio rentado, el dueño debería de pagar por los desperfectos. Y, como no, se dejaba todo al deterioro de los días y los años. Pero había un tono de optimismo en el fondo del desdén: un día nos iremos de aquí a una vida mejor, un día despertaremos en la abundancia, y nos hartaremos de ella, aunque después sobrevenga el desastre. Habrá un tiempo en que todo será nuevo y así se quedará.

La gotera del lavabo tenía tanto tiempo con ellos que los arrulló. Soñar con túneles, acero, contenedores, camiones que los transporten, manos que los ensamblen. Soñar con la presión del gas corriendo por un mapa. Soñar con mapas, sin gente, sin tierra. Soñar sólo con el acero atravesando el espacio. Dormir, dormir, que cantan los gallos de San Agustín/ Sale una vieja chimuela vendiendo muñecas de cinco y de a diez/ ¿Ya está el pan?

En las siguientes semanas el tubo comenzó a dominar el ambiente en el hogar de los Vives. El ingeniero se ausentaba desde las seis y media de la mañana y regresaba malhumorado a picar con el tenedor lo que a su esposa le había tomado horas cocinar. Luego se iba a la cama en silencio. Los hijos eran obligados a despertarse sólo para darle el beso de buenas noches a un padre que escasamente los miraba. Su mujer, una comedida ama de casa, justificaba ese nuevo giro en la infelicidad de su familia como algo temporal, como los desperfectos de una casa que no es propia.

—No hagan ruido, niños —instruía a Susana y Ángel—. Su papá tiene muchas cosas de qué descansar.

Ella no estaba familiarizada con el tubo. Su papel se restringía a mirar los trazos en planos azules llenos de números, cuentas, tachones. Papeles albanene sobre mapas del país, flechas, líneas punteadas. Y a nunca moverlos de su lugar, a pesar de que a veces se desplegaran sobre la mesa del desayunador —el comedor era sólo para las visitas. Y, como nunca tenían visitas, empezaron a usar la mesa principal para que los niños hicieran tareas y comieran. Fue en esa mesa que la familia Vives se percató de la existencia del tubo. Fue justo en la Noche Vieja, con los niños esperando lánguidos el momento de comer las uvas y darse los abrazos. Ella sirviendo el pastel de postre y él retorciéndose las manos para finalmente avisar:

—Nos vamos a Tabasco.

—Tabascoooo —remedó Susana, de trece años, recién ingresada a la profesión de cuestionar la autoridad.

Ángel, de diez, sólo se tapó la boca para no reírse. En casa de los Vives las sobremesas eran monólogos del ingeniero pero su esposa pensó que el Año Nuevo era un momento para opinar:

—Los niños están en la escuela.

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