Te voy a contar una historia

Martha Alicia Chávez

Fragmento

Te Voy a Contar Una Hisotria

La historia

El inicio

Esta historia comenzó en 1998, en las tinieblas de mi negación y de mi miedo. La misma negación y miedo de muchos padres y madres que no quieren ver. Porque, en efecto, yo no quería ver. ¡Mi hijo mostraba tantas señales!: ojos rojos, olores extraños, malestar estomacal y nasal constante, mentiras, verdades a medias, cambios drásticos en su estado de ánimo y en sus patrones de sueño y alimentación. Pero mi campo perceptual no captaba esas señales; era una realidad demasiado dura para soportarla; rompía mis paradigmas1 y creencias más profundas sobre el amor, la familia y la educación de los hijos.

Así pues, al no poder y no querer ver lo que no podría soportar, comencé a experimentar una especie de desasosiego y preocupación en relación con mi hijo, entonces de 18 años. No sabía por qué, sólo tenía constantemente esa sensación. A veces hablaba con él y me parecía que todo estaba bien.

—Tal vez sólo estoy estresada —me decía a mí misma.

Pero ahora sé con certeza que cuando una madre “siente” algo así, es porque ALGO está realmente sucediendo.

Uno de esos días, un fin de semana de junio, mientras descansaba y leía, la voz de mi corazón habló tan fuerte que hasta mis oídos la escucharon; o tal vez fueron mis ángeles de luz que me hablaron al oído. Y entonces oí, literalmente, una voz que me dijo, claramente: “PACO ESTÁ INHALANDO COCAÍNA”.

El impacto que me causó escuchar esto me hizo incorporarme súbitamente y voltear en todas direcciones tratando de averiguar de dónde había venido esa voz. No podía ser yo misma. Créeme que, aunque soy psicóloga, en esa época de mi vida todo lo relacionado con las adicciones y las drogas era un tema revisado sólo superficialmente durante mi carrera universitaria. Ni siquiera estaba familiarizada con los términos asociados con la adicción. La expresión “inhalar cocaína” simplemente no estaba en mi vocabulario.

Al día siguiente llamé por teléfono al padre de mis hijos. Estábamos divorciados desde hacía 10 años; él está casado con una buena y valiosa mujer y tienen una hermosa hija, la que en ese entonces tenía cinco años. Le comenté lo que me había ocurrido y me tranquilizó, diciendo:

—No es posible, ¡la cocaína es carísima! ¿De dónde va a sacar Paco dinero para comprarla? No te preocupes. Seguramente alucinaste.

El no tenía idea, ni yo tampoco, de que en estos tiempos es posible conseguir cocaína —adulterada, por supuesto—tan barata y fácilmente que está al alcance de cualquiera.

Así que le “compré la idea”. Era más fácil suponer eso que enfrentar la cruda realidad.

Un par de semanas después, una tarde, recibí una llamada de mi ex esposo, diciéndome:

—Paco va para allá en un taxi. No te vayas a asustar: vino a verme y me parece que tomó algo, porque está como desconectado. Acuéstalo, mantente al pendiente, no lo dejes salir.

Y otra serie de recomendaciones tan difíciles de entender y procesar que se agolparon en mi cabeza como avalancha y me dejaron en shock.

Al poco rato llegó mi hijo. La imagen que vi se quedó grabada durante mucho tiempo en mi mente, como se graba un tatuaje en la piel: sus ojos vidriosos, su andar como en cámara lenta y ausente… lejano… perdido.

Lo único que atiné a decir fue:

—¡Ay, hijo mío!

El resto de esa tarde lo pasé sentada al pie de su cama, observándolo mientras dormía en ese sueño artificial y extraño; experimentando un miedo tremendo y una inmensa tristeza. Atormentada por la culpa, insoportablemente confundida y con todos mis paradigmas hechos añicos.

Me decía a mí misma:

—¡Esto no puede ser posible!, ¡esto sólo le sucede a los hijos que no tienen amor! ¡Lo único que he hecho es amar inmensamente a mis hijos!, ¡he sido una muy buena madre!, ¡no puede ser que esto esté sucediendo!, ¡no en un hogar donde hay tanto amor!, ¡no a mi hijo!

¡Qué lejos estaba de la verdad! Una verdad sobre las adicciones que varios meses después conocí y que voy a compartir contigo más adelante. Mi enorme ignorancia sobre las adicciones me hizo suponer que eso sería todo. Que mi hijo se recuperaría durante la noche, que se pasaría el efecto de la pastilla que tomó y todo volvería a la normalidad. No tenía idea de que eso era sólo el inicio; la primera etapa de un calvario que viviríamos durante diez meses.

A la mañana siguiente, desperté temprano y fui a verlo. No estaba, se había salido durante la noche, tan sigilosamente que mis oídos sensibles y entrenados para mantenerse alertas —como resultado de 10 años de llevar el timón del hogar— no lo escucharon.

A partir de ese día no volvimos a tener paz; ni él, ni mi hija Marcia, entonces de 20 años, ni su padre, ni yo. En ese momento todos esos signos que meses atrás no quise ver —ojos rojos, olores, comportamientos extraños, mentiras— saltaron a mi vista y empecé a atar cabos y a entender muchas cosas. La negación había quedado atrás y ésta era la terrible realidad: ¡mi hijo estaba consumiendo drogas!

Este escaparse durante la noche y regresar un día después, o simplemente no llegar a dormir, se repitió incontables veces, semana tras semana. Nada servía: ni los regaños, ni los acuerdos, ni los ultimátums, ni los consejos, ni las propuestas, ni las palabras amorosas. Las drogas verdaderamente destruyen la voluntad y la capacidad del individuo para responder.

Mientras eso sucedía, yo estaba viviendo un infierno, sentía un inmenso dolor y preocupación por ver así a mi hijo, tenía el corazón hecho pedazos y también el ego. Ése, mi enorme ego, me gritaba que cómo era posible que YO, que “ayudaba” a tantas familias, estuviera viviendo eso. Cómo era posible que le sucediera eso a mi hijo, al hijo de una buena y exitosa psicoterapeuta. ¡Qué pensaría la gente de mí!

A veces la vida nos da fuertes lecciones de humildad.

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