Ciudades desiertas

José Agustín

Fragmento

Ciudades Desiertas

 

Susana paseaba por Insurgentes cuando encontró a Gustavo Sainz, quien le preguntó si quería ir a un programa de escritores en Estados Unidos. Susana ni lo pensó; dijo que sí al instante. Sainz tenía prisa y le pidió que anotara un número de teléfono.

Susana regresó corriendo al departamento. Tenía ganas de contárselo a su marido. Pero cuando llegó, Eligio se había ido a una grabación de La Hora Nacional, que para él era caer en lo más bajo. Ya llegaría, a medianoche, derechito al refrigerador para, según él, limpiar con una cerveza los malos aires que lo impregnaban. Después la buscaría con los ojos brillantes. O peor aún: vendría con un grupo de amigos actores, cargados de cervezas, y se pondrían a beber y a platicar a gritos, haciéndose chistes elaboradísimos.

Lo debido era esperarlo. Y eso hizo, pero la situación no le gustaba: tenía la incómoda sensación de que algo no era como debía ser. Cuando oscureció Susana no se levantó a encender la luz, y de pronto supo con absoluta certeza que se iría sola a Estados Unidos y que no le diría nada a Eligio. Se descubrió llena de energía, con ganas de hacer cosas. Era una auténtica liberación. Quién sabe cómo se había ido cubriendo de veladuras finísimas, casi imperceptibles, que la fueron aislando de la realidad. Se había ido momificando. Bueno, no textualmente, pero le gustaba la idea de salir de capas y capas de vendajes. Puso la Arpeggione, que siempre la aligeraba.

Al día siguiente la secretaria del agregado cultural le detalló en qué consistía el proyecto: el Programa de Escritores de la Universidad de Arcadia cada año invitaba a destacados poetas, prosistas y dramaturgos de más de veinte países a que, durante cuatro meses, de agosto a diciembre, participaran en los eventos y actividades: sesiones de trabajo y un taller de traducción; el Departamento de Estado proporcionaba mil cuatrocientos dólares al mes y el Programa, la última mensualidad. Tendría alojamiento, mucho tiempo para escribir y, por si fuera poco, un cupón de diez kilos de exceso de equipaje para que regresara con libros.

Eligio no se dio cuenta de nada y a Susana se le fue borrando, se le iba con la uniformidad de un telefoto automático y pronto logró acomodarlo muy bien en un compartimiento interior. Susana, entonces, se dedicó a los preparativos: pasaporte, visa, boleto para viajar, vía American Airlines, a Chicago, y por Ozark Airlines a Little Rapids. En el mapa de la biblioteca Benjamín Franklin no aparecía la ciudad de Arcadia. Pidió otros y finalmente la descubrió: un puntito a cuarenta kilómetros de Little Rapids, que a su vez se hallaba relativamente cerca de Chicago.

Una mañana de agosto Susana se levantó muy temprano. Se bañó y eligió sin prisas qué ropa ponerse. Eligió el saco de piel y pantalones vaqueros. Por suerte, Eligio se había ido a ver a sus papas, en Chihuahua, así es que Susana estaba relativamente tranquila.

Todo salió bien en el aeropuerto y en el avión. En Chicago los de migración la trataron fríos pero correctos y en la aduana prácticamente no revisaron su equipaje. La forma oficial que la presentaba como visitante internacional le facilitaba todo. Cambió de avión y llegó a Little Rapids una tarde soleada y calurosa.

Allí la esperaban Becky, una muchacha fría y locuaz, de grandes anteojos y cordialidad envuelta para regalo, y Elijah, un joven recién desempacado de la adolescencia, de cara redonda, gafas también y sonrisa inalterable, the clean-cut-kid-who’s-been-to-college-too, diagnosticó Susana, LAS DECLARACIONES NO SON ASUNTO DE BROMA. Becky decidió que el letrero intrigaba a Susana y le explicó que después de numerosos secuestros de aviones las autoridades habían colocado esos aparatos para/ Sí sí, eso ya lo sé, le tuvo que decir Susana. Bien, continuó Becky, mirándola fijamente, a cada viajero se le pregunta si no lleva armas de fuego y nunca faltan los bromistas, me temo que por lo general gente de nuestro programa, que dice que sí, y los agentes de seguridad se los llevan y los hacen pasar un muy mal rato.

Susana prefirió ignorar esas truculencias y gozar el aeropuerto, que no era impersonal como el de Chicago sino pequeño, con mucha madera, luces indirectas y atmósfera de película de Greta Garbo. Pero lo que en verdad le impresionó fue el campo. En una vieja camioneta avanzaron por una extensión plana con un horizonte casi horizontal, como en el mar. Nada de eso tenía que ver con México. Allí estaban las casitas copiadas de cuadros de Andrew Wyeth, edificios desfachatadamente simbólicos con su forma de obelisco blindado o falo mitificado, y Becky, quien claramente llevaba riendas férreas sobre Elijah, explicó que eran graneros, o sea: sitios para almacenar granos. No me digas, la interrumpió Susana, quien agregó: en México he visto unos graneros bien curiosos con forma de tienda india. Están abiertos al público, concluyó. Becky le pidió que tuviera cuidado: acababa de pronunciar la palabra público como si fuera púbico, y no queremos consentirnos esas cosas, ¿verdad?

De pronto, Susana se quedó pasmada cuando vio venir, en sentido contrario, una casa de madera con todo y porche, sótano y mosquiteros. La llevaba un tráiler chato que en segundos se volvió un manchón de rayas con todo y casa junto a ellos. Susana los vio desaparecer velozmente en la recta de la carretera: pronto sólo eran una mancha a lo lejos y la incómoda posibilidad de que todo hubiera sido una alucinación. Becky la veía de reojo y sonreía, sardónica.

Esas miradas oblicuas de Becky no le parecieron buen auspicio a Susana, pero su ánimo se despejó cuando entraron en la ciudad de Arcadia. Allí las colinas eran un alivio después de la planicie anterior. Había un río, ancho, apacible, de largas curvas, aguas chocolatosas y muchos sauces llorones. Junto al río un parque se abría en veredas con gente que paseaba, oía música y trotaba con ropa guanga y demás parafernalia joggerística.

Habían llegado al edificio Kitty Hawk, donde Susana viviría los siguientes meses. En realidad, pensó, era un inmenso alojamiento para estudiantes de mediana categoría. Vio, tras el lobby, grandes salones y un fragmento del cuarto de las máquinas: de refres

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