Aprendiendo a decir adiós (edición de aniversario)

Marcelo Rittner

Fragmento

Aprendiendo a decir adiós

PRÓLOGO A LA EDICIÓN CONMEMORATIVA

Gracias. Muchas gracias.

Elegí estas palabras como las primeras de este prólogo para reconocerte desde el corazón a ti —querida lectora, querido lector, algunos conocidos, muchos anónimos— la forma tan cariñosa con que recibiste en tus manos y viajaste por las páginas de esta obra que se ha convertido en nuestro libro.

Digo nuestro, consciente de que mientras había sido publicado era apenas mi historia personal, mi dolor, mi proceso desde la pérdida hasta la sanación. Era la búsqueda obligada del consuelo que nos aporta cierta paz en medio de un tsunami que nos arrastra, que nos provoca la mayor pesadumbre que hayamos sentido alguna vez y que no es sino la oscuridad del alma.

Pero al publicarlo, al haberlo puesto en sus manos, se transformó en nuestro, porque en ese viaje que no podemos evitar, cada uno de ustedes y yo nos encontramos y nos agregamos a un grupo virtual, y al hacerlo nos alimentamos mutuamente en el ayuno del dolor, al tiempo que nos sumergimos en el mar de la memoria y buscamos rescatar las piedras preciosas de los recuerdos; piedras que se han transformado en el ancla que nos mantiene vivos y conectados con un pasado que no queremos dejar ir.

Diez años y varias decenas de miles de ejemplares después, escribo este breve prólogo con alegría y agradecimiento. Verán, siempre he pensado que cada uno de nosotros tiene una misión en la vida. A veces la vida pasa por nosotros sin que nos demos cuenta. Pero a veces tenemos la oportunidad de identificarla y transformarla en realidad. Muchos pasan por la vida como mensajeros sin un mensaje, mientras que otros descubren el mensaje, y sin tener plena conciencia de cómo ese mensaje afectará a otros, se dan cuenta de que dicho mensaje era su misión, su colaboración, su expresión de consuelo al dolor que representa perder físicamente a un padre, a una madre, a un hijo o una hija, a una esposa, a un marido, a una hermana, a un hermano, a amigas, a amigos, e incluso perder una vida que no llegó a brotar del vientre de su madre.

Y fue justamente por su confianza, por su generosidad en compartir, que hoy puedo integrar a esta edición conmemorativa un capítulo de testimonios escritos por muchos de ustedes —a quienes presento de forma anónima para preservar su identidad. Les agradezco porque, seguramente sin saberlo, ustedes se transformaron en intermediarios de un mensaje que ayudó a otros, que sirvió como bálsamo, que trajo consuelo a otros que ustedes mismos ni siquiera imaginaron y a quienes, seguramente, en muchísimos casos, tampoco conocen.

Por eso mi alegría: porque cada uno sin saberlo, al entregar el libro a otro, creó una corriente, compartió un mensaje y primordialmente ayudó a generar un poco más de luz y calor en el alma de otras personas, contribuyendo así a descubrir y reafirmar que no estamos solos en el dolor y en la tristeza.

La muerte, como lo he dicho tantas veces, es la mejor maestra de la vida, porque nos enseña a dar valor a quienes nos rodean, nos enseña la importancia de estar, ser y dar a nuestros queridos hoy, ahora, ya; y nos enseña que el lamento por lo no vivido, lo no compartido, por lo no hablado se queda en pensamientos sin respuestas. Nos obliga a buscar el equilibrio entre el dolor de la partida y la bendición de que ella o él hayan sido una parte esencial de nuestra vida. Y en ese mensaje encontramos la urgencia de la vida.

La vida es imperfecta, y por ello la muerte es una parte intrínseca de ella. También nosotros como seres humanos somos imperfectos, creamos y vivimos relaciones imperfectas, y el desafío cuando la muerte toca nuestro corazón es ser capaces de aprender a decir adiós...

Aprender a decir adiós, no es olvidar, no es tratar de saltarnos el proceso del duelo, no es tratar de convencernos a nosotros mismos de que estamos bien, cuando no lo estamos. Aprender a decir adiós es aprender a aceptar que debemos transitar todo el proceso de sanación, que debemos aprender a dejar ir, aprender a ser capaces de poder decir adiós y seguir caminando en el viaje de nuestra vida.

Cuando aceptemos que dejar ir no es olvidarlos, aceptaremos que tenemos nuestra propia vida por vivir y descubriremos que ellos viajan con nosotros, como compañeros, como maestros, como una presencia permanente, cuando los recordamos, cuando recordamos su melodía, su sonrisa, su historia personal.

La muerte es un suceso inevitable, pero el duelo es un proceso que requiere de paciencia, de crecimiento, de aprender que la vida no es vivir en una playa, más bien, es vivir en una ciudad montañosa, de subidas y bajadas en donde el desafío consiste en tratar de vencer el miedo a enfrentar el miedo... y encontrar nuestro equilibrio.

Permíteme agradecer a Dios por hacerme encontrar mi mensaje y por dejarme ser el mensajero. Agradecerles a ustedes por recibir y transmitir ese mensaje, por las lágrimas compartidas, los abrazos, el afecto y los silencios. A mis amigos de Random House Mondadori que no me han dejado de alentar, Roberto Banchik, quien me insistió hace 10 años en que debía plasmar en letras escritas este sentimiento, Cristóbal Pera, Ariel Rosales, cada uno y todos. A las familias de mi comunidad que han sido mis maestros y amigos por permitirme compartir su dolor y sus dudas, por sus abrazos y sus lágrimas. A las tanatólogas y tanatólogos, a los profesionales y profesores universitarios que con sus comentarios y diálogos contribuyeron a aumentar el sentido del mensaje.

Y naturalmente, y una vez más, gracias a ti que te identificaste por la lectura de una página, de un pasaje y que ahora te has convertido en amigo, socio y mensajero de este humilde proyecto que de nuevo compartimos.

Ya han transcurrido 10 años desde que temeroso me senté a compartir mis hojas impresas ante los “jueces editores”, y luego aprendí acerca de un mundo para mí nuevo al ver cómo esas hojas sueltas se convertían en un ejemplar. Y después vino la promoción del libro, que por medio del diálogo sincero me permitió descubrir cómo el dolor que la muerte nos provoca es universal, es incluyente y logra hacer emerger una parte de nosotros mismos que desconocíamos.

Diez años durante los cuales algunos seres queridos han partido del mundo terrenal y, al hacerlo, nos provocaron dolor, tristeza y lágrimas; pero al mismo tiempo 10 años en los que nuevas vidas nos alegraron el alma y provocaron sonrisas y lágrimas, nos trajeron memoria y representaron un bálsamo para nuestra existencia. Nuevas vidas a quienes, al tenerlas en nuestros brazos, les contamos nuestras historias de amor interrumpidas y les revelamos en alguna melod&iacu

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