
PRÓLOGO
Como periodista y defensor de la salud, Dan Buettner le ha dado un nuevo significado a ser asociado de National Geographic al investigar lugares extraordinarios en el mundo —llamados zonas azules—, donde la gente lleva una vida larga y saludable.
En su nuevo libro, El secreto de las zonas azules, Dan describe con detalle cómo podemos incorporar a nuestra vida las dietas y los hábitos de estas personas para ser más longevos. Con base en extensos informes e investigaciones exhaustivas realizadas por su equipo de expertos, Dan ha extraído los factores clave que permiten a los habitantes de las zonas azules llevar una vida larga y sana. Podría decirse que, en cierto modo, ha descifrado el secreto para una mejor salud y mayor longevidad, de manera que nosotros también podamos vivir más y mejor.
Ciertamente, la cuestión no es cuánto vivimos, sino también lo bien que vivimos. Los habitantes de las zonas azules no sólo tienen vida más larga, sino que suelen llevar una vida mejor, más sana, con mayor significado y llena de amor; se trata de morir joven siendo lo más viejo posible.
Durante los últimos años Dan ha impulsado una enorme iniciativa sanitaria para transformar las ciudades estadounidenses con base en los principios contenidos en este libro; es decir, está estableciendo zonas azules en Estados Unidos. Parte de lo que ha aprendido es que es más probable que tomemos decisiones saludables cuando es más sencillo hacerlo. Y en este libro nos enseña cómo.
Sus hallazgos coinciden con el trabajo de investigación que mis colegas y yo hemos realizado durante casi cuatro décadas. Nosotros también hemos aprendido que los factores más decisivos en nuestra salud y en nuestro bienestar son las elecciones de vida cotidianas:
• Elegir alimentos frescos y llevar una dieta basada en plantas (que es naturalmente baja en grasa y azúcares).
• Practicar técnicas de manejo del estrés (incluyendo yoga y meditación).
• Realizar ejercicio moderado (como caminar).
• Procurar el apoyo social y comunitario (el amor y la intimidad, el sentido y el propósito).
En otras palabras: come bien, estrésate menos, muévete más y ama mucho.
En el Instituto de Investigación en Medicina Preventiva de la Universidad de California, San Francisco, mis colegas y yo hemos realizado investigaciones clínicas que demuestran los múltiples beneficios de dichos cambios considerables del estilo de vida.
Por medio de pruebas controladas aleatorias y de otros estudios hemos comprobado el poder de estas intervenciones simples, económicas y de baja tecnología, y hemos publicado nuestros hallazgos en las principales revistas médicas y científicas arbitradas.
Además de prevenir muchas enfermedades crónicas, estos cambios considerables del estilo de vida con frecuencia pueden revertir la progresión de dichas enfermedades.
Demostramos por primera vez, por ejemplo, que los cambios de hábitos por sí solos pueden revertir la progresión de cardiopatías coronarias graves, incluso más después de cinco años que de un año, con hasta 2.5 veces menos episodios cardiacos. También descubrimos que estos cambios en el estilo de vida pueden revertir la diabetes tipo 2, y frenar, detener o hasta revertir la progresión de cáncer de próstata temprano.
Por eso, el programa de salud público estadounidense Medicare está cubriendo nuestro programa de estilo de vida para revertir cardiopatías y otros padecimientos crónicos; esto es histórico. Asimismo, Dan y yo nos hemos asociado con la empresa Healthways para transmitir nuestra visión de empoderamiento sanitario a una escala mucho mayor.
Suelo escuchar a gente decir: “Es que tengo malos genes y no hay mucho que hacer al respecto”. ¡Pero sí lo hay! De hecho, cambiar el estilo de vida cambia el funcionamiento de los genes. En sólo tres meses cambian más de 500 genes, activándose aquellos que te mantienen sanos y desactivándose los que promueven las cardiopatías, el cáncer de próstata, el cáncer de mama y la diabetes.
Nuestro trabajo de investigación más reciente ha descubierto que la dieta y los cambios de hábitos incluso pueden empezar a revertir el envejecimiento celular al alargar los telómeros, que son los extremos de los cromosomas que regulan el envejecimiento. A medida que los telómeros se alargan, también se alarga tu vida. Y mientras más se apega la gente a las recomendaciones sobre su estilo de vida, más largos se vuelven sus telómeros.
No es cuestión de todo o nada. Hay un amplio espectro de opciones. Como explora Dan con detalle en este libro, lo que más importa es la forma de comer y de vivir en general.
Si un día te permites una indulgencia, come más sano al día siguiente. Si un día no te da tiempo de ejercitarte, haz un poco más de ejercicio al día siguiente. Si no tienes tiempo para meditar durante media hora, hazlo al menos unos cuantos minutos.
Al igual que lo que descubrió Dan en las zonas azules, nosotros descubrimos que, mientras más cambia la gente su dieta y su estilo de vida, más mejora su vida y mejor se siente, sin importar su edad.
DEAN ORNISH
Fundador y presidente del Instituto de Investigación en Medicina Preventiva; profesor de Medicina Clínica, Universidad de California, San Francisco; autor de The Spectrum y de Dr. Dean Ornish’s Program for Reversing Heart Disease; www.ornish.com y www.facebook.com/ornish.

INTRODUCCIÓN
El descubrimiento del secreto
de las zonas azules
Una tarde de diciembre, hace algunos años, Bob Fagen, de 54 años de edad y encargado de la administración de la ciudad de Spencer, Iowa, aparcó su camioneta en el estacionamiento del consultorio de su doctor. Tenía cita para su revisión anual. Años de desayunos de huevos con tocino —y de comidas en el auto que consumía con una sola mano— lo hacían sentir enfermo y fatigado últimamente. Se despertaba cansado, trabajaba mucho durante el día en el ayuntamiento y, luego de cenar un buen plato de carne con papas, se desplomaba en su sillón reclinable a mirar televisión unas cuantas horas. Su médico miró de reojo los resultados de sus análisis de sangre y dijo: “Bob, necesitas ir a ver a un nefrólogo. Algo no anda bien en tus riñones”.
“Quizá es lo peor que alguien podría haberme dicho”, relata Fagen. Años atrás, su padre murió de insuficiencia renal. Al verlo conectado a la máquina de diálisis y con la vida escapándosele de las manos, Fagen juró que jamás permitiría que eso le pasara a él. “Pues, ¿adivina qué?”, continúa.
Asistió a su cita con el especialista, acompañado por su esposa, quien le brindó apoyo moral. Al ver los resultados de sus análisis de sangre, el nefrólogo le dio la mala noticia: sus riñones estaban fallando. Funcionaban apenas a un tercio de su capacidad, posiblemente debido a una reacción alérgica a alguno de los medicamentos que tomaba para la diabetes, la hipertensión o el colesterol. Sin embargo, el médico no sabía a cuál, pero había varias opciones para descifrarlo. Podían hacer una biopsia del riñón de Fagen para averiguar qué estaba pasando. También podían ir quitándole los medicamentos uno por uno hasta descubrir cuál era el que causaba los problemas. O podían quitarle todos los medicamentos al mismo tiempo. Pero algo era seguro. El médico le explicó: “Si no haces algo al respecto, es probable que a partir de ahora tu vida no sea muy buena”.
A Fagen le parecía riesgoso dejar de golpe todos los medicamentos. Sin embargo, estaba dispuesto a intentarlo si eso implicaba recuperar su vida. Así que ésa fue la opción acordada.
“Al salir del consultorio ese día, supe que tendría que hacer cambios sustanciales en mi vida”, afirma Fagen.
Justo a tiempo
Había escuchado antes historias como la de Bob Fagen, quizá demasiadas veces. Es la historia de aquella llamada de atención que no estabas esperando y que te dice que tu vida va en la dirección equivocada. Me parecía que muchas personas en todo Estados Unidos recibían el mismo mensaje. Estaban abriendo los ojos a la misma revelación que a mí me había abofeteado ya: algo andaba mal en la forma en que estaba organizada la vida en este país; algo relacionado con los alimentos que consumimos, con el ritmo de vida frenético que llevamos, con las relaciones que establecemos y con las comunidades que creamos, algo que nos impide estar tan sanos y ser tan felices como podríamos estarlo.
Lo sabía porque durante más de una década había estado viajando por el mundo y conociendo gente que sí llevaba una vida alegre y saludable hasta los 100 años, gente que vivía en áreas a las que llamamos zonas azules. Había estado trabajando con un equipo de investigadores brillantes para descifrar qué podía explicar su longevidad: ¿buenos genes?, ¿dieta especial?, ¿hábitos óptimos? Con el tiempo, a través de investigaciones científicas rigurosas que incluyeron mucho trabajo de campo, identificamos una lista nuclear de prácticas habituales y factores ambientales que comparten las personas que viven hasta los 100 años en las zonas azules de todo el mundo. Mientras investigábamos estas cuestiones, yo volvía a casa y me abrumaba lo distinto que comía y vivía la mayoría de los estadounidenses en comparación con los habitantes de las zonas azules que había visitado.
Por lo tanto, mi siguiente paso fue descifrar cómo trasladar esas soluciones a mi lugar de origen. Buena parte de la aventura implicó investigar qué alimentos y prácticas alimenticias eran comunes a todas las zonas azules, y preguntarme qué podíamos aprender en Estados Unidos de las elecciones alimenticias, recetas, menús y formas de comer de los centenarios que habitan el mundo. ¿Cuáles podíamos importar para ayudar a los estadounidenses a recuperar la salud? La gente de las zonas azules no luchaba contra su medio ambiente para tener salud; de hecho, su entorno fomentaba la alimentación sana. ¿Por qué las cosas eran tan distintas en Estados Unidos? Entonces nuestro equipo comenzó un nuevo y arriesgado experimento llamado “Proyecto de las zonas azules”, el cual consistía en encontrar comunidades que estuvieran dispuestas a realizar cambios sustanciales en su medio ambiente para ayudar a la gente a tener una vida más larga y alegre.
El proyecto llegó a Spencer, el pueblo donde vivía Fagen, unos cuantos meses antes del preocupante diagnóstico. Ubicado en la bifurcación de los ríos Little Sioux y Ocheyedan, en el noroeste de Iowa, Spencer cuenta con una calle principal parecida a la de viejas series de televisión, enmarcada por pintorescos edificios de ladrillo y dos iglesias luteranas. Cada septiembre, la feria agrícola del condado Clay atrae alrededor de 300 000 personas, en su mayoría de las zonas rurales de Iowa, que van a inspeccionar ganado, a jugar juegos de azar, a montar a caballo y a comer mucha comida frita. Una enorme fábrica a la orilla del pueblo mezcla azúcar, saborizantes y cartílago de cerdo procesado para producir buena parte de la gelatina que se consume en todo el país. Además, en 1999 la principal cadena de supermercados estadounidense abrió una sucursal a kilómetro y medio del pueblo, la cual atrae a compradores provenientes de decenas de comunidades pequeñas en un radio de 80 kilómetros que buscan abastecerse de ofertas, almorzar en alguno de los restaurantes de comida rápida del complejo y volver a casa antes de la hora de cenar.
Las autoridades comunitarias de Spencer nos habían invitado a presentar un plan para hacer cambios permanentes en el entorno viviente del pueblo con base en las preferencias alimenticias y las prácticas culturales de la gente más longeva del mundo. Aunque Spencer era un pueblo pequeño que tenía apenas 11 193 habitantes, sus pobladores, como muchos otros estadounidenses, se sentían cada vez más aislados los unos de los otros. El proyecto de las zonas azules les ofrecía una esperanza y les daba nuevas oportunidades para conectarse con otros que también querían vivir en una comunidad más saludable.
La prueba de que funciona
Bob Fagen, un hombre menudo al que gusta usar camisetas polo de colores brillantes y gafas oscuras deportivas, tiene una sonrisa fanfarrona y conspiradora que te hace sentir que estás hablando con el chico más genial del pueblo. Pero una tempestuosa tarde de noviembre de 2012 Fagen no se veía tan arrogante. Al subir al podio en el salón principal del centro de eventos del condado Clay, en Spencer, reorganizaba sus notas con nerviosismo. Miró al público, conformado por unos 450 vecinos y amigos, así como por miembros del equipo de zonas azules que habían estado trabajando en Spencer ese año. Muchos de nosotros aún traíamos los anoraks puestos, pues veníamos del frío otoñal.
Fagen ajustó el micrófono y se inclinó hacia él. “Buenas tardes —dijo, e hizo una pausa para esperar una respuesta que nunca llegó—. Hace un año invitamos al ‘Proyecto de las zonas azules’ a nuestra comunidad y ya ha empezado a transformarnos.” Continuó hablando de todos los cambios que habían ocurrido hasta el momento. Describió cómo él encabezaba el movimiento para dejar de considerar la calle principal como un lugar sólo para autos y empezar a pensarla también como un lugar para seres humanos. Mencionó las nuevas políticas impulsadas por el ayuntamiento para limitar la expansión comercial, favorecer el acceso al agua potable en edificios públicos y garantizar que la población tenga fácil acceso a verduras costeables, así como a gimnasios y parques con juegos infantiles después de clases. Señaló que un supermercado local había empezado a ofrecer clases de cocina saludable y deliciosa. Hasta ese momento, continuó, unas 750 personas habían firmado la solicitud para unirse al movimiento de zonas azules. Cada logro que sacaba de su lista iba seguido de una ronda de aplausos cordiales.
“Pero ahora quiero compartir una anécdota personal —dijo, cambiando el tono y levantando el rostro con modestia—. Hace ocho meses descubrí que mis riñones funcionaban apenas a un tercio de su capacidad.” El público se quedó callado. La gente se acomodó nerviosamente en sus asientos. Fagen es descendiente de granjeros alemanes, hombres estoicos que sobrellevan las dificultades personales en privado. El pueblo de Spencer estaba frente a un hombre al que no conocían. Fagen les contó la historia de su problema renal, de cómo había muerto su padre y del acuerdo al que había llegado con el médico especialista. “Me rehusé a morir de la misma forma”, proclamó.
Empezó a caminar más, en sintonía con el principio de las zonas azules de “moverse de forma natural”, dijo. También empezó a comer mejor e incluir más ensaladas. “Cada vez que me sentaba a comer, pensaba en Marybelle y Violet, mis nietas —comentó—. No imaginaba no estar ahí para verlas crecer.” De manera lenta pero constante empezó a sentirse mejor.
“Pues bien. Esta semana fui al nefrólogo nuevamente para conocer los resultados de mis análisis de sangre más recientes y me dio una noticia inesperada. Mi colesterol y mi tensión arterial de nuevo están en rangos normales.” Hizo una pausa involuntaria, pero muy precisa, antes de cerrar con broche de oro. “¡Mis riñones funcionan al cien por ciento de su capacidad!”
Alguien en medio del salón aplaudió, lo cual desató una oleada, y luego un tsunami. Al poco tiempo todos los asistentes estábamos de pie, aplaudiendo estruendosamente. Bob se alejó del podio, sonrojado y sin poder enunciar una palabra más. El aplauso continuó un rato más, y luego se fue diluyendo. La gente volvió a tomar asiento.
Fagen se acercó de nuevo al micrófono y me señaló. Estaba sentado en la fila del frente con algunos de mis colegas. “Estos tipos hicieron una gran diferencia en mi vida”, afirmó. Fagen ahora andaba en bicicleta, comía alimentos saludables y pasaba más tiempo con su familia. Incluso había participado en una carrera de cinco kilómetros. “Quiero pedirles un fuerte aplauso para ellos.”
Gracias a los cambios que había hecho en su vida, Fagen ahora confiaba en que viviría lo suficiente para ver a Marybelle y Violet crecer, graduarse de la universidad y quizá incluso casarse algún día. “Así que les planteo un desafío a todos los aquí presentes —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Piensen en aquello que es importante para ustedes. No se despierten un día y se pregunten qué le pasó a su vida.”
El público se quedó en silencio un instante y luego irrumpió de nuevo en aplausos.
No soy un tipo muy emotivo, pero a mí también se me llenaron los ojos de lágrimas, y no sólo por la historia de Fagen. Durante la última semana visité una serie de pueblos en Iowa que se habían apuntado para ser sitios piloto de las zonas azules. En Waterloo, Cedar Falls, Mason City y Spencer me había reunido con alcaldes, administradores, presidentes de cámaras de comercio, superintendentes de escuelas y directivos de medios locales. En cada una de esas comunidades, hasta 40% de la población adulta se había comprometido a seguir nuestro consejo, partiendo de pequeños ajustes a sus hábitos alimenticios, un empujón gradual a la actividad física, una reunión semanal con nuevos amigos, y de ese modo permitir que el cambio irradiara hacia sus vidas y sus comunidades. Los persuadimos de unirse al proyecto de optimizar sus pueblos para ser más longevos y les dijimos que, si teníamos éxito, ésta podría ser la solución para revertir el entorno dañino que había causado que 68% de la población de Iowa tuviera sobrepeso u obesidad. Y creyeron en nuestro mensaje.
En el fondo de mi corazón creía en el secreto de las zonas azules, pero también soy la clase de persona que necesita tener las cifras enfrente, y hasta no verlas no podría estar seguro de que funcionaría. No era un programa comprobado, sino apenas un experimento. Llevaba años investigándolo y sabía que variaciones del mismo habían logrado incrementar de manera extraordinaria la longevidad de personas en otras partes del mundo, pero no estaba seguro si funcionaría en Iowa, epítome del estilo de vida estadounidense. Me sentía como alguien que estaba jugando con fuego y sentía que en cualquier momento me podía quemar.
Pero eso cambió cuando escuché a Bob Fagen. En ese instante, por primera vez, me di cuenta de que la idea iba a funcionar. No habría incendio. Y quizá sí estábamos a punto de lograr algo importante.
Los secretos de la longevidad
Para contar la historia completa detrás de las innovadoras ideas y los consejos prácticos y cotidianos que quiero compartir, necesito empezar por el principio. Durante más de una década he estado trabajando con la National Geographic Society para identificar zonas de longevidad en el mundo, áreas a las que llamamos zonas azules porque un equipo de investigadores alguna vez circuló una posible región en un mapa con tinta azul. Junto con el demógrafo Michel Poulain, me di a la tarea de encontrar a las personas más longevas del mundo. Queríamos ubicar los lugares que no sólo tenían altas concentraciones de centenarios, sino también grupos de personas que habían envejecido sin desarrollar enfermedades como cardiopatías, obesidad, cáncer o diabetes. Poulain realizó un extenso análisis de datos e investigaciones antes de señalar varias regiones en el mundo que parecían tener habitantes longevos. Necesitábamos visitarlos para cotejar registros de nacimiento y muerte, y de ese modo confirmar que sus habitantes en verdad eran tan viejos como creían ser. (En muchos lugares, los individuos más viejos en realidad no saben su verdadera edad, o incluso llegan a mentir al respecto, como fue el caso de la Georgia soviética en los años setenta.)
En 2009 habíamos encontrado cinco lugares que cumplían con nuestros criterios:
• Icaria, Grecia. Es una isla en el mar Egeo, ubicada a 13 kilómetros de la costa de Turquía, la cual tiene a nivel mundial uno de los índices más bajos de mortalidad en la mediana edad y los índices más bajos de demencia.
• Okinawa, Japón. Es la isla más grande de un archipiélago subtropical, la cual alberga a las mujeres más longevas del mundo.
• Provincia de Ogliastra, Cerdeña. Se encuentra en el altiplano montañoso de la isla italiana y es el hogar de la mayor concentración de hombres centenarios a nivel mundial.
• Loma Linda, California. Es una comunidad con la mayor concentración de adventistas del séptimo día en Estados Unidos, en la cual algunos habitantes viven hasta 10 años más con mejor salud que el estadounidense promedio.
• Península de Nicoya, Costa Rica. Es un lugar en Centroamérica con los índices más bajos de mortalidad durante la mediana edad a nivel mundial, así como la segunda concentración más alta de hombres centenarios.
Para extraer los factores que contribuían a la longevidad en dichos lugares, reunimos a un equipo conformado por los mejores investigadores médicos, antropólogos, nutriólogos, demógrafos y epidemiólogos. Unimos nuestras hipótesis de trabajo, pieza por pieza, en colaboración con investigadores locales que estudiaban a personas centenarias, comparando nuestros hallazgos con artículos académicos y entrevistando una muestra representativa de nonagenarios y centenarios de cada zona azul.
Durante los más de 20 viajes que realicé a las zonas azules me resultó de gran utilidad pasar tiempo sentado con personas de 100 años, escuchar sus historias y prestar atención a su vida. Los observé preparar sus alimentos, comí lo que ellos comían y a la misma hora que ellos lo hacían. Sabía que algo estaban haciendo bien, y que no era cuestión de que se hubieran ganado la lotería genética. Pero ¿qué era?
Curiosamente, sin importar en qué lugar del mundo encontráramos poblaciones longevas, todas compartían hábitos y prácticas similares. Cuando pedimos a nuestro equipo de expertos que identificara estos denominadores comunes, nos reportaron estas nueve lecciones, las cuales denominamos las nueve magníficas:

1) Moverse de forma natural. Las personas más longevas del mundo no se la pasan levantando pesas, corriendo maratones ni metidas en el gimnasio. En lugar de eso, viven en ambientes que con frecuencia los motivan a moverse. Atienden sus propios jardines y no tienen electrodomésticos ni podadoras eléctricas que les faciliten el trabajo. Ir al trabajo, a visitar a un amigo o a la iglesia es buen motivo para caminar.
2) Propósito. Los habitantes de Okinawa le llaman ikigai, y los de Nicoya, plan de vida. El propósito es la razón “por la cual me levanto en las mañanas”. En todas las zonas azules la gente tiene algo por lo cual vivir más allá de su trabajo. Las investigaciones demuestran que sentir que tienes un propósito le añade hasta siete años a tu esperanza de vida.
3) Bajarle al ritmo. Hasta la gente que habita en las zonas azules experimenta estrés, el cual provoca inflamación crónica que se asocia con casi todas las principales enfermedades relacionadas con el envejecimiento. La gente más longeva del mundo tiene rutinas para deshacerse del estrés: las personas de Okinawa se toman unos cuantos momentos del día para recordar a sus ancestros, los adventistas rezan, los habitantes de Icaria toman una siesta, y los de Cerdeña aprovechan la hora feliz para ir por un trago.
4) Regla de 80%. Hara hachi bu, el mantra de Confucio de 2 500 años de antigüedad que se dice antes de cada comida en Okinawa, le recuerda a la gente dejar de comer cuando su estómago esté 80% lleno. El margen de 20% entre no tener hambre y sentirse satisfecho puede ser la diferencia entre perder peso o ganarlo. La gente de las zonas azules toma las comidas más escuetas hacia la noche o al comienzo de la tarde y no vuelven a comer más durante el resto del día.
5) Inclinación por las plantas. Las leguminosas, incluyendo las habas, el frijol negro, la soya y las lentejas, son la base de muchas dietas centenarias. La carne —en especial la de cerdo— se come en promedio sólo cinco veces al mes, y en porciones de 85 a 110 gramos (como del tamaño de una baraja).
6) Vino a las cinco. La gente de todas las zonas azules (incluyendo a algunos adventistas) con frecuencia bebe alcohol, aunque con moderación. Los bebedores moderados viven más que los abstemios. El truco está en tomar una o dos copas al día con amigos y acompañadas de alimentos. Y no, no se vale ahorrar las copas de la semana y tomarse las 14 juntas el sábado.
7) La tribu adecuada. La gente más longeva del mundo elige círculos sociales que fomentan los comportamientos saludables, si no es que nace en ellos. La población de Okinawa crea moais, que son grupos de cinco amigos que se comprometen entre sí de por vida. Las investigaciones demuestran que el tabaquismo, la obesidad, la felicidad y hasta la soledad son contagiosos. Por su parte, los vínculos sociales de las personas longevas moldean de manera favorable sus comportamientos hacia su salud.
8) Comunidad. Todos excepto cinco de los 263 centenarios que entrevistamos pertenecían a una comunidad de creyentes. La denominación no parece importar, pero las investigaciones recientes señalan que asistir a algún servicio religioso cuatro veces al mes le añade de cuatro a 14 años a la esperanza de vida.
9) Primero los seres queridos. Los centenarios exitosos que habitan en las zonas azules siempre anteponen a sus familias. Mantienen cerca a padres o abuelos, o incluso en la misma casa, lo cual reduce los índices de enfermedad y mortalidad de los niños. Se comprometen con una pareja de por vida (lo que puede agregar hasta tres años de vida) e invierten amor y tiempo en sus hijos, lo cual hace más probable que éstos cuiden mejor de sus padres cuando llegue el momento.
Lo que descubrimos en cada zona azul, como lo ilustran las nueve magníficas, es que el camino a una vida larga y saludable empieza con la creación del entorno familiar y comunitario que te impulse a emprender sutil e implacablemente los comportamientos adecuados, como lo hacen las zonas azules para sus poblaciones.
¿Será posible crear zonas azules
en Estados Unidos?
Después de que mi primer libro, The Blue Zones, llegara a la lista de los más vendidos, según The New York Times, me invitaron a varios programas de televisión —Good Morning America, Oprah, Today, Headline News, Fox and Friends, y al de Sanjay Gupta en CNN— y a varias docenas de talk shows. Sin embargo, aunque las zonas azules eran noticia, era obvio que detrás de mí vendría otro experto en salud al que también entrevistarían al día siguiente, quien promocionaría otra idea, otra dieta y otra forma de estar saludable.
No quería que lo que habíamos aprendido de las zonas azules fuera olvidado como una moda. Habíamos hecho investigación científica para desentrañar algunos de los secretos más profundos de gente de todo el mundo que lleva una vida larga, feliz y saludable. Y entonces sentí que lo que habíamos hecho tenía un propósito más grande: podía usar todos esos descubrimientos para ayudar a los estadounidenses a estar más saludables. Percibía que la gente anhelaba contar con este tipo de información. Sabía que estábamos por lograr algo más abarcador que una mera dieta. Sin duda, los hábitos alimenticios eran fundamentales, pero no lo eran todo. Las investigaciones demostraban que las dietas no funcionaban, pero el estilo de vida de las zonas azules sí. Llevar una vida al estilo de las zonas azules implica hacer cambios de hábitos y en el entorno, no sólo planear menús diarios. Si lográbamos transmitir estas ideas a una esfera mucho mayor, ¿qué podría ocurrir? Empecé a preguntarme si una comunidad que decidiera convertirse en una zona azul podría transformarse y volverse más sana al adquirir hábitos como los de las zonas azules, que son lugares donde los hábitos y el estilo de vida han ido mejorando con el paso del tiempo. ¿Acaso alguien alguna vez había logrado crear con éxito una nueva zona azul?
Empecé a ahondar en la literatura médica en busca de ejemplos y encontré sólo uno: un experimento arriesgado en una región oscura del norte de Europa que había dado resultados milagrosos en los años setenta. En ese entonces, la región de finesa de Karelia del Norte era hogar de la población menos saludable del mundo, según diversos criterios. Sin embargo, un grupo innovador de jóvenes científicos y virtuosos de la salud pública, dirigidos por un magnífico individuo de nombre Pekka Puska, desarrolló una estrategia de base e implementó cambios de amplio espectro a la comida y a los hábitos alimenticios —y a la salud y el bienestar— de los habitantes de Karelia del Norte. Esos cambios redujeron las cardiopatías en 80% y la incidencia de cáncer en 60% entre las 170 000 personas en edad laboral que viven ahí. Después de leer sobre su proyecto y ponerme en contacto con Puska, fui a verlo con mis propios ojos. Debía aprender cómo ese equipo de personas decididas logró cambiar el perfil de salud de toda una comunidad.
¿Podría hacerse lo mismo en Estados Unidos? Nos encontrábamos en medio de una crisis sanitaria. Si las tendencias actuales continuaban, para 2030 tres cuartas partes de nosotros tendríamos sobrepeso u obesidad y la mitad padecería diabetes. El estadounidense promedio ya ostentaba un 1/5 más de grasa corporal (equivalente a unos 13 kilos de manteca) que en 1970. Pero no tenía que seguir siendo así. Nuestras investigaciones sugerían que si los estadounidenses lograban seguir el ejemplo de los habitantes de las zonas azules, en promedio todos perderíamos unos nueve kilos. Padeceríamos la mitad de las cardiopatías actuales y como una quinta parte de diabetes y de ciertos cánceres. Disfrutaríamos de un promedio de ocho años más de vida saludable. Pero ¿cómo lograrlo?
Un nuevo camino a la salud
Pensé que si queríamos mejorar la salud y el estilo de vida de la población estadounidense, quizá tendríamos que repensar la estrategia. Tal vez necesitaríamos dejar de concentrarnos en regímenes de dieta y ejercicio, y abarcar comunidades completas y lo que éstas ofrecen para ayudar a la gente a cambiar. Quizá necesitábamos reconfigurar pueblos enteros si queríamos añadir años de buena salud a la gente que vivía en ellos. Comenzó a emocionarme la idea de ir entretejiendo los principios de las zonas azules con la tela comunitaria —desde el desayuno en la mesa hasta las comidas en las cafeterías escolares, desde el régimen de ejercicio de una persona hasta carriles exclusivos para bicicletas en avenidas principales—, de modo que las personas de todas las edades se vieran constantemente impulsadas a tomar decisiones más saludables sin siquiera tener que pensarlo. Finalmente, algo así habían hecho en el norte de Finlandia. ¿Por qué no podríamos hacerlo también nosotros?
Cuando empecé a buscar comunidades en Estados Unidos que ya hubieran empezado a desarrollar una mentalidad compatible con la nuestra, me di cuenta de que hay todo un rango de tonos de “azul”. Algunas califican alto en la escala de zonas azules, como San Luis Obispo, California, y Charlottesville, Virginia, donde menos de 15% de los habitantes son obesos. Otras son más como Binghamton, Nueva York, o Huntington, Virginia Occidental, donde alrededor de 38% de la población padece sobrepeso. ¿Es acaso porque la gente de San Luis Obispo o de Charlottesville tiene mejores genes que la de Binghamton y Huntington, o porque tiene un mayor deseo de que sus familias estén sanas? Ninguna de las dos. Es por la cultura que existe en estas comunidades, la cual es apoyada por líderes concienzudos que están comprometidos con crear un entorno más saludable para su población. A los habitantes de esos lugares les resulta más fácil mantenerse sanos porque viven en un lugar que los apoya, en lugar de socavarlos.
Comencé mi investigación consultando a expertos en salud pública de mi estado de origen, en la Universidad de Minnesota. Me dijeron que debía hacer mediciones rigurosas de los resultados de cualquier campaña que organizáramos, de modo que pudiéramos valorar qué tan bien funcionaba, y me advirtieron que tuviera mucho cuidado con las recomendaciones que hacía, pues tendrían repercusiones en la vida de las personas. También descubrimos que sería un proyecto bastante costoso. Como mínimo, una iniciativa a nivel comunitario como la que imaginábamos —incluso una que tuviera una base ideológica sólida— podría costar un millón de dólares. ¿De dónde sacaríamos ese dinero? Luego descubrí que los Institutos Nacionales de Salud habían financiado campañas de salud cardiaca en los años ochenta, pero ninguna había demostrado con éxito que sus presupuestos multimillonarios lograrían mejorar la salud de la población de forma sustancial. ¿Cómo podría obtener el dinero para el proyecto de las zonas azules si los mayores expertos del país habían fracasado antes que yo?
Después resultó que los ejecutivos de la American Association of Retired Persons (AARP) también habían estado pensando en crear una iniciativa de salud a nivel comunitario. Cuando les conté mi estrategia de concentrarnos en el entorno —en lugar de hacerlo en los cambios individuales de comportamiento— para así impulsar a la gente a comer mejor y vivir más, se sumaron a la propuesta. En 2009, con el respaldo de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Minnesota, la AARP nos dio financiamiento para un proyecto piloto. Desde entonces, el proyecto de las zonas azules ha trabajado en 20 comunidades distintas y hemos ido aprendiendo a cada paso cómo usar la sabiduría autóctona de los centenarios del mundo para brindarles salud y longevidad a los nuestros. Como resultado de nuestros esfuerzos, más de cinco millones de personas viven hoy en día en comunidades que impulsan comportamientos que mejoran la salud. La mayoría de esas cinco millones de personas ha hecho cambios que han mejorado su vida sin pensarlo siquiera. En algunas ciudades hemos observado una disminución de la obesidad de más de 10%, acompañada de una reducción de 30% en el consumo de tabaco.
Comer como en las zonas azules
Quizá estés leyendo esto y pienses: “Están muy bien todas esas historias sobre las zonas azules, pero yo no vivo en una isla en el Mediterráneo y su proyecto aún no ha llegado a mi comunidad”. O tal vez tu argumento sea: “Vivo en un lugar donde abundan los restaurantes de comida rápida, y la familia, el trabajo y el poco presupuesto me tienen atado de manos. Las verduras que venden en el supermercado no se ven frescas y son bastante costosas. Las tiendas que ofrecen comida saludable y fresca son pocas y están lejos. Es mucho más sencillo y barato pasar por una hamburguesa o una pizza”. Quizá digas: “Vivo en un lugar hecho para autos. Conduzco al trabajo, a la tienda, al templo; las cosas están alejadas entre sí. El tráfico es estresante y a veces peligroso. Mis amigos también siempre están ocupados y viven lejos de mí. No tengo tiempo para ir a cenar con ellos. ¿Cómo se espera que coma y viva como la gente de las zonas azules? ¡No es realista! No hay forma de que haga lo mismo que hizo Bob Fagen para estar más sano”.
Te entiendo. Sigue habiendo muchos lugares donde la gente merece disfrutar los mismos beneficios que las comunidades de nuestro proyecto de las zonas azules. En muchas partes del mundo las personas se siguen ahogando en un mar de calorías baratas que es inescapable. Es imposible caminar por un aeropuerto, pasar a la gasolinera o comprar jarabe para la tos sin ser confrontados por un torrente de refrigerios salados, golosinas y refrescos. Incluso hay golosinas con alto contenido de azúcar disfrazadas de “barras saludables”. Los restauranteros han descubierto la forma de obtener más ganancias con porciones más grandes. Por lo tanto, con frecuencia comemos en exceso cuando salimos a desayunar, comer o cenar. Con la ayuda de las mentes más brillantes del sector financiero nacional, la industria alimentaria gasta 11 000 millones de dólares al año para persuadirnos de que compremos sus productos, en su mayoría alimentos procesados con mucha azúcar o sal o saborizantes, como pizzas, pastelillos, frituras y bebidas carbonatadas. El estadounidense promedio consume cada año 46 rebanadas de pizza, 90 kilos de carne y 275 litros de leche y otros productos lácteos, acompañadas de 250 litros de refresco. Cada año consumimos 8 000 cucharaditas de azúcar añadida y 36 kilogramos de grasa. Cada año comemos 2 000 millones de kilos de papas a la francesa y casi 1 000 millones de kilos de papas fritas.
¿Eso significa que somos malas personas? ¿Significa que carecemos de la disciplina de nuestros ancestros? ¿Significa que nos importa menos nuestra salud y la de nuestros hijos que la de nuestros abuelos? ¡Claro que no! Entonces, ¿qué nos ha pasado en el último medio siglo? Hemos dejado atrás el entorno de dificultad y escasez para dar paso al entorno de abundancia y facilidad. ¿Cómo podemos sacar lo mejor de esta abundancia sin permitir que dañe nuestra salud?
La respuesta tradicional siempre ha tenido que ver con la responsabilidad individual: ponte a dieta y haz ejercicio. El problema con ese plan es que requiere disciplina a largo plazo y rutina, lo cual va en contra de la naturaleza humana y de nuestro diseño evolutivo. La psique humana anhela lo novedoso y nos aburrimos con facilidad. Aun si una estrategia funciona durante un rato, a la larga el impulso de probar algo nuevo toma la batuta. La mayoría de la gente se apega a las dietas durante menos de siete meses, si no es que apenas semanas. De 100 personas que inicien una dieta el día de hoy, menos de cinco seguirán en el plan de mantenimiento de esa dieta dos años después. Eso significa que, como estrategia para perder peso —ya no digamos para evitar infartos y vivir más tiempo—, las dietas son bastante inútiles. Desplegar la disciplina es como usar un músculo; en cierto momento los músculos se fatigan y al final sucumbimos y terminamos comiéndonos la bolsa de papas fritas.
El secreto de las zonas azules ofrece una alternativa: ideas de comida y prácticas alimenticias, así como formas de cambiar tu entorno que hacen más probable que vivas más y con más salud. Hemos adaptado las lecciones aprendidas en las zonas azules originales, implementado los cambios de estilo de vida en comunidades reales, y traducido los alimentos originales en receptas fáciles de hacer y diseñadas para cada paladar y para cada familia —niños incluidos—, incluyendo a los amantes del filete con puré. Queremos que ames lo que comes, cómo pasas el día y a la gente que te rodea. Queremos que sientas que tu vida va mejorando cada vez más, ya sea que empieces implementando las soluciones de las zonas azules en pequeña escala en tu casa o que estés inspirado y quieras transformar a tu familia política, tu vecindario, tu pueblo o tu ciudad.
Olvidarse de morir
Podrías preguntar a las personas de más de 100 años qué han hecho para vivir tanto, como lo he hecho yo muchas veces, pero en realidad pocos lo saben. Algunos afirman que es el vino que bebieron o el aire puro que respiraron. Otros afirman que fueron las caminatas diarias o el placer de fumar un puro a diario. Una vez le insistí a una mujer de 101 años que vivía en Icaria, Grecia, que me dijera por qué creía que la gente de ahí vivía tanto. “Es que se nos olvida morir”, dijo, y se encogió de hombros. De hecho, tenía más razón de la que imaginaba. Ninguno de los 253 centenarios vivaces que he conocido hizo dieta, se inscribió a un gimnasio o tomó complementos alimenticios. No persiguieron la longevidad, sino que simplemente sucedió.
Como sugiere el creciente corpus de investigaciones, nosotros también podemos realizar cambios a largo plazo a nuestro entorno personal que nos impulsarán a movernos más, a socializar más, a ansiar menos y a comer mejor. Dicho de otro modo, podemos tomar decisiones en este preciso instante que derivarán en un futuro más saludable y alegre.
Este libro se trata de asegurarnos de que la vitalidad te suceda. En la primera parte viajarás conmigo a las cinco zonas azules, comerás con personas excepcionales de cada una de ellas y aprenderás lo que nos han enseñado nuestras investigaciones posteriores sobre los alimentos que consumen y el papel de la alimentación en su vida. En la segunda parte aprenderás un poco sobre la reciente transformación de ciudades estadounidenses en zonas azules y descubrirás cómo cada comunidad encuentra su propio camino hacia la salud y la longevidad, con base en la sabiduría de los centenarios del mundo. Espero que esto te ayude a ver que el cambio es posible, sin importar dónde vivas o cómo comen hoy en día tu familia y tú, y quizá te inspire a involucrarte en la transformación de tu propia comunidad.
En la tercera parte encontrarás bastante información, así como lineamientos que te digan cómo crear tu propia zona azul, paso por paso. En la cuarta parte hallarás 77 recetas, algunas de las cuales me las enseñaron mis amigos centenarios de las zonas azules del mundo, que fueron adaptadas para el paladar occidental. Otras son creaciones propias, de mis amigos o de gente de las ciudades renovadas, e incluso de algunos de los mejores chefs estadounidenses, muchos de los cuales han comprendido lo valioso que es cocinar y comer al estilo de las zonas azules.
Mi principal objetivo al escribir este libro —además de compartir contigo algunos de los mejores alimentos de las zonas azules, así como formas exquisitas de prepararlos y prácticas poderosas para disfrutarlos con familiares y amigos— es que tengas tu propio momento a la Bob Fagen, en el que descubras que, sin saber exactamente cómo ni cuándo, estás más sano y feliz de lo que creíste posible.

PRIMERA PARTE
El descubrimiento de las zonas azules
Fue una comida para recordar. Estábamos sentados en una mesa con vista al mar Egeo en la isla griega de Icaria. Frente a nosotros teníamos platos de pescado fresco, frijoles pintos con hinojo, ensalada griega, pan agrio y vino local; era una comida que irradiaba salud. No podría haberme sentido más feliz.
Mi comensal era Antonia Trichopoulou, de la Universidad de Atenas, especialista a nivel mundial en la dieta mediterránea. Teniendo en cuenta toda la investigación que ha realizado, le pregunté cómo podía convencer a los estadounidenses de empezar a comer comida así de sana. Esperaba que me dijera que debía enfocarme en las decenas de beneficios nutricionales de la dieta icariana. En vez de eso, señaló los deliciosos platillos que teníamos frente a nosotros y me dijo: “¡Aliméntalos!”
El perspicaz comentario de Trichopoulou se convirtió en el principio rector de este libro. No hay una sola cosa que explique la longevidad de los habitantes de las zonas azules. En realidad se trata de una serie de factores interconectados —que incluyen lo que comemos, nuestros vínculos sociales, nuestros rituales diarios, el entorno físico y el sentido de nuestro propósito en la vida— que nos impulsan y le dan significado a nuestra vida. Sin embargo, la comida está en el núcleo de ese ecosistema y los alimentos bien pueden ser el mejor punto de partida para cualquiera que busque emular la salud, la longevidad y el bienestar de los habitantes de las zonas azules.
Varias veces durante el día debemos decidir qué vamos a comer. Independientemente de las implicaciones que tiene esto en nuestra salud, dichas decisiones también determinan cómo gastamos nuestro tiempo. ¿Liberamos estrés al plantar nuestras propias hortalizas en el jardín? ¿Preparamos la comida con nuestra familia? ¿Nos relajamos con una buena conversación durante una buena comida? ¿O pasamos a las carreras por algún restaurante de comida rápida para poder incorporar más actividades a nuestro día ya de por sí ocupado?
La comida también ayuda a determinar el tipo de acompañantes que tenemos y cuánto los procuramos. Si invitas a cenar a una amiga vegetariana, es probable que hagas el esfuerzo de preparar una ensalada saludable y un plato fuerte creativo que no tenga carne. Por el contrario, si invitas a alguien cuya idea de una cena balanceada sea tener una hamburguesa en cada mano, es probable que tú también termines comiendo una enorme hamburguesa grasienta.
Para muchos de nosotros, las elecciones alimenticias derivan de nuestro sistema de creencias, los cuales determinan si comemos pescado en viernes, pan jalá al anochecer, pan ácimo en Sabbath, o nada en absoluto durante ciertas épocas del año. Cada vez que damos un bocado, votamos por el mundo en el cual queremos habitar: ¿estamos apoyando un sistema que favorece un clima y un ambiente saludables, o estamos ayudando a contaminar nuestro entorno? ¿Compramos alimentos producidos por nuestros vecinos, o comida producida en fábricas con ingredientes que ni siquiera reconocemos? Si elegimos no comer carne, ¿lo hacemos por cuestiones éticas o nutrimentales?
Por todos estos motivos, la comida es el camino ideal hacia la visión que tienen las zonas azules de una vida más larga y saludable. En esta primera parte del libro exploraremos cinco de las zonas azules que existen en el mundo a través de la óptica de la comida. Observarás las elecciones alimenticias y las prácticas de los centenarios de cada lugar, así como las fascinantes investigaciones sobre sus dietas y sus hábitos alimenticios hechas a partir de docenas de encuestas y estudios dietéticos realizados durante los últimos 100 años, aproximadamente. Cuando terminemos, creo que quedará claro que el secreto para llegar a los 100 años no radica sólo en lo que comen los centenarios, sino sobre todo en cómo se relacionan con la comida, no sólo en términos del valor nutrimental de los ingredientes, sino de producción y preparación de alimentos, de los rituales en torno a la comida, y de cuándo se consume y con quién. Sospecho que, una vez que sepas cómo se come en las zonas azules, se te antojará el mismo tipo de comida, pero también el mismo tipo de estilo de vida que la rodea.

CAPÍTULO 1
Los secretos de una dieta mediterránea: Icaria, Grecia
Una tarde de verano estaba sentado sobre un taburete en la cocina de la casa de huéspedes de Thea Parikos, en la isla griega de Icaria. La casa de huéspedes está ubicada en una zona alta con vista hacia el extenso mar Egeo. Apenas visible a la distancia se distinguía una franja delgada de la costa oeste de Turquía.
En la cima de la colina, detrás de la casa de huéspedes, pasando los arbustos espinosos, los lechos rocosos y los improbables jardines de verduras, se encuentra el montañoso pueblo de Christos Raches. Ahí, en pequeñas viviendas guarecidas del sol por bosques de cedros, residen algunas de las personas más longevas del mundo, las cuales viven
