Tristeza de la verdad

Alberto Ruy Sánchez

Fragmento

Teoría novelada de mí mismo

PRÓLOGO

LA VERDAD CONTRA EL COMPROMISO

Octavio Paz

El ensayo es un género difícil. Por esto, sin duda, en todos los tiempos escasean los buenos ensayistas. En uno de sus extremos colinda con el tratado; en el otro, con el aforismo, la sentencia y la máxima. Además, exige cualidades contrarias: debe ser breve pero no lacónico, ligero y no superficial, hondo sin pesadez, apasionado sin patetismo, completo sin ser exhaustivo, a un tiempo leve y penetrante, risueño sin mover un músculo de la cara, melancólico sin lágrimas y, en fin, debe convencer sin argumentar y, sin decirlo todo, decir todo lo que hay que decir. Esto fue lo que se me ocurrió después de leer este notable ensayo de Alberto Ruy Sánchez. Su libro pertenece simultáneamente a la historia moderna, a la literatura y a la más viva actualidad: la conversión de André Gide al comunismo, sus años de creyente devoto, sus dudas y su final, valerosa apostasía.

Con este libro Ruy Sánchez se ha revelado como uno de nuestros mejores ensayistas. Su escritura es nerviosa y ágil, su inteligencia aguda sin ser cruel, su ánimo compasivo sin condescencia ni complicidad.

El asunto de su ensayo requería todo esto: el episodio de Gide es uno de los capítulos más impresionantes de la historia, casi siempre lamentable, de las relaciones entre los intelectuales del siglo XX y el comunismo. Fue una admirable lección de moral que, como es sabido, muy pocos se atrevieron a imitar.

En una prosa nítida y rápida Alberto Ruy Sánchez nos relata una historia compleja en la que la psicología individual se mezcla a la política colectiva, la literatura a la pasión por la justicia, la introspección del solitario a la sed de fraternidad, la duda a la creencia. Duelo entre la fe, que es amor a nuestros ídolos y a nuestros correligionarios, y el difícil amor a la verdad.

La primera une pero nos separa de la verdad y de nosotros mismos; la segunda desune pero sólo para unirnos a la verdad y a lo que de veras somos. Así, el tema de este libro es histórico pero también psicológico y filosófico; una conciencia entre la verdad y su fe.

Ruy Sánchez no se limita a relatar: examina y desentraña. Sin pesadez pero con penetrante perspicacia, nos muestra los orígenes psicológicos, morales e intelectuales de la adhesión de Gide al comunismo (precisamente en los años en que Stalin consolida su poder), el fervor de su conversión, sus debates íntimos, sus conversaciones con Valéry, Paulhan y Malraux, las escaramuzas con Aragon y Ehrenburg, su viaje a la Unión Soviética y la dolorosa decisión final que lo llevó a escribir Regreso de la URSS, a sabiendas de que se quedaría solo.

Cada una de las estaciones de la pasión de Gide —para emplear, sin intención blasfema, una útil comparación religiosa— fue acompañada de ruidosas controversias en la opinión ilustrada de aquellos años. Su conversión al comunismo provocó la reprobación indignada de los escritores conservadores (aunque ya estaban acostumbrados a los desplantes del “inmoralista”), el comprensible júbilo de los comunistas y sus amigos (muy numerosos en esos días) y la sonrisa de los escépticos.

Su retractación fue acogida con un hipócrita encogerse de hombros de la derecha (ya en plena colusión con el fascismo), las dentelladas rabiosas de los estalinistas y, de nuevo, la sonrisa de los pocos amigos de verdad... y de la verdad.

Más tarde, en su Journal, al referirse veladamente a esta terrible experiencia, Gide comenta: “Desde hacía mucho tiempo ya no osaba pensar sino en voz baja, que era una manera de mentir”. Añado que no necesitó alzar la voz: la verdad no requiere trompetas ni altavoces.

* * *

La polémica no sólo apasionó a Francia y a Europa sino que llegó a nuestras tierras. En Argentina conmovió a los círculos cercanos a la revista Sur y muy particularmente a su secretario, José Bianco, gran lector —pero lector lúcido— de Gide. En México la influencia del escritor francés también fue muy profunda entre los escritores de la revista Contemporáneos; había sido su maestro y todavía recuerdo los comentarios sucesivamente cáusticos y entusiastas de Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia. En España la resonancia fue aún mayor y más prolongada. La adhesión de Gide al comunismo fue saludada con gran simpatía por un gran número de intelectuales liberales, seducidos por el mito revolucionario soviético. Se unieron al coro algunos católicos, entre ellos un escritor notable, José Bergamín, director de la influyente revista Cruz y Raya. España estaba dividida en dos mitades irreconciliables y cada mitad en sectas, grupos y personas de ánimo beligerante.

Así, la polémica en torno a Gide puede verse como uno de los episodios intelectuales que anunciaron la guerra civil. Hacia 1934 la gran novedad en España fue el viraje hacia la izquierda de muchos escritores que, hasta entonces, no habían mostrado gran pasión o interés por los asuntos públicos. Uno de los cambios más sonados fue precisamente el de Bergamín. Su caso refleja, en sus contradicciones mismas, el temple de esa época.

En 1935 José Bergamín publicó en Cruz y Raya un entusiasta comentario del discurso de Gide ante el Primer Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en Defensa de la Cultura (junio de 1935). En abril de 1936, un poco antes de que se iniciase la guerra civil, Bergamín recogió en un pequeño volumen el discurso de Gide, acompañado de su comentario y de dos cartas, una de Arturo Serrano Plaja y otra suya. Fue publicado como edición del mismo Bergamín y no, como hubiera sido natural, por Cruz y Raya.

Bergamín comienza declarando que André Gide “representa en Francia el más alto y puro prestigio estético y moral de la inteligencia”. Agrega que el gran escritor ha dado pruebas de clarividencia al ver “en el comunismo y más concretamente en la URSS el limo o levadura esperanzada de la que surge el hombre nuevo... un hecho que en definitiva pudiera llamarse religioso”.

De ahí que él, católico, y por serlo, contemple con esperanza “el laboratorio revolucionario” donde se fabrica ese hombre nuevo. Y remacha: “en el fondo de esas actitudes religiosamente comunistas late un mismo afán de comuniones evangélicas”. Bergamín intituló su comentario: Hablar en cristiano.

Los marxistas rechazaron siempre que se calificase su actividad revolucionaria como religiosa y más aún como evangélica. Sin embargo, Bergamín no se equivocaba enteramente. El comunismo desciende, en cierto modo, del cristianismo; sólo en una tradición como la cristiana podían nacer esas esperanzas escatológicas que son el horizonte del marxismo. Pero Bergamín no pudo o no quiso ver que el comunismo no sólo era una falsa religión, una superstición sino que, además, era una corrupción religiosa del marxismo. Si la política ha corrompido con frecuencia a las grandes religiones, también las filosofías revolucionarias han sido corrompidas por el fanatismo religioso: Marat, Lenin y tantos otros.

La

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