
INTRODUCCIÓN
Occidente es una ambigüedad que, sin embargo, se comporta como una definición. Su situación paradójica lo es tanto como las contradicciones que genera dentro y fuera de sí mismo. Occidente es territorio, es ideología, es concepto. Es un artificio: necedad, victimario y víctima de su historia. La amplitud de su existencia es a la vez la razón de su permanencia, de sus odios, de sus defectos, que son muchos, y de sus virtudes, que no son pocas. Es probable que ahora, como nunca, ni siquiera durante la segunda mitad del siglo XX, cuando se desarrolló la noción contemporánea de Occidente, éste generara tanta animadversión, de propios más que de extraños, porque nadie le es extraño ni ajeno.
Se rechaza lo occidental al tiempo que se defienden las libertades, la democracia y lo ciudadano, todas ellas nociones comprendidas como occidentales. En ocasiones, estas ideas son más recientes que la idea proverbial de un concepto —Occidente— que se ha transformado y al que se le adjudican elementos que no siempre estuvieron ahí.
Se defiende lo occidental sin contemplar sus excesos o sus responsabilidades. En esa bipolaridad de afinidades, se debate un modelo que, al no lograr la estabilidad social, política y económica que prometía, puede percibirse como fracasado, y que, con todo y su fracaso, contiene en sí mismo esas virtudes que permitieron su derrota, y que brindan los espacios para que sea detestado. También, para su revisión y, espero, su prudente rescate.
Occidente es el océano de los lugares comunes; su elogio es tan sencillo como cualquier alegato contra él.
Los dos libros que precedieron a éste, Pensar Medio Oriente y Pensar México, surgieron de las posibilidades de ver lo medioriental desde el otro lado del Atlántico, y de ver lo mexicano desde los confines del Mediterráneo. Entre los dos extremos —mis extremos, al menos—, encuentro eso que los une y me lleva a estas páginas. La distancia con la que escribo acerca de lo que durante la segunda década del siglo XXI se entiende como Occidente, también está inmersa en la dualidad. El mundo árabe y el medioriental cargan hoy con una autoimposición de valores occidentales, distintos de los que fueron forzados durante los periodos colonizadores hasta mediados del XX. México y Latinoamérica están totalmente occidentalizados, con todo y las abundantes comunidades originarias que se desarrollan en su entorno. La mayoría de esas tradiciones sobreviven con una alta incidencia occidental, y no pueden considerarse como absolutamente puras. Estos extremos, tan míos como los que cualquiera podrá encontrar en su propia revisión, conviven con el rechazo ideológico a lo occidental, desde su idiosincrasia occidental.
Dichos rechazos, a su vez, se han ido transformando desde los años setenta, cuando en Latinoamérica la referencia obligada a esos valores era la participación de Estados Unidos en las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios del continente americano, o el apoyo norteamericano y europeo a las antípodas políticas del mundo árabe. Hoy, luego de muchos años en los que el espíritu antiyanqui y anticolonialista parecía haberse diluido, sólo puede comprenderse el resurgimiento de lo antioccidental —así como de lo fanáticamente prooccidental— a partir de la tendencia etnocentrista de las naciones, que ha renacido en tiempos recientes y en varios lugares. Así ocurre también con el resquebrajamiento del modelo de política internacional para la solución de diversos conflictos que hasta hace poco prevalecía en el mundo entero. Es decir, la primera distancia con lo occidental se tiene viviendo en Occidente.
Es probable que en esa dualidad esté mi necesidad por cerrar esta etapa de la serie de Pensares con este libro. Había comenzado con el análisis de los conflictos y violencia que siguieron en muchos países árabes tras las Primaveras, especialmente en Siria, y había continuado con la disección de la realidad y el porvenir mexicanos, cuando me di cuenta de que estaba transitando, incluso con las particularidades de cada geografía, por una línea toral completamente occidental.
Las Primaveras Árabes no fueron parte de la occidentalización de esa región del mundo debido a la injerencia posterior a los primeros levantamientos de las tropas europeas o norteamericanas. Fueron occidentales porque surgieron de la imperiosa necesidad de una generación, en un momento específico que quizá ya no existe, de sentir en su vida lo que se entendía como los valores positivos de Occidente. Tratando de resumir un poco esta línea de pensamiento, recupero la frase de Amin Maalouf que incluí en el primero de estos tres libros: “lo que sucedió en verdad en Iraq fue que los Estados Unidos no supieron llevarle democracia a un pueblo que soñaba con ella”.
Mientras tanto, en México, donde se podría creer que la dicotomía entre lo occidental y lo no occidental tiene menos matices, la herencia ideológica con la que se determinan las raíces étnicas del país, marca una distancia con lo occidental, entendiéndolo como lo colonizador, capitalista, liberal o neoliberal. Mientras tanto, los remanentes políticos de la posrevolución, impregnados en la sociedad de manera increíblemente amplia, tienden a comprenderlo como un ejercicio que atenta contra una idea primaria de soberanía. Estas suertes de tangentes no sólo se encuentran en estos puntos, México y el mundo árabe. Lo están en paralelo en casi todo el planeta. El europeo, definición de lo occidental, reniega de su tradición al decantarse por modelos previos a los que establecieron el Occidente moderno. Lo hace también en los no tan pocos casos en que se sus ciudadanos se adhieren a corrientes como el fundamentalismo islámico. Lo estadounidense, componente imprescindible del otro Occidente que no es europeo, se enfrenta a la poca comprensión de los valores de libertad y democracia que lo envolvieron en el seno de los fundamentos occidentales. De Asia oriental reconozco que sé muy poco, pero me da la impresión de que se ha transformado en una muestra tergiversada de un Occidente adoptado. Por mi desconocimiento ahondaré poco en esas latitudes. Simplemente diré que veo a China y a Corea, por poner dos ejemplos, debatirse con las contradicciones que esa adopción genera en lo más arraigado de sus culturas. Occidente está, pues, en todo el mundo y al mismo tiempo no está, ya que su expansión ha modificado su posible significado original. Tal vez ese significado inicial es, a su vez, meramente un artificio.
Unas líneas atrás mencioné la idea de un rescate de Occidente. Aquí tengo que aceptar, sin mayor problema, que escribo desde las más personales convicciones, que no intentan aparentar una objetividad absoluta y que, como es natural, han ido cambiando con el tiempo, porque el entorno ha cambiado también. No sólo por mi francofilia política y literaria, sino por la comparación que hago entre sí de los esquemas sociales que conozco en el mundo, me descubro defendiendo una visión de Occidente que, con todo y sus infinitos defectos, me permite plantear el piso común de ciudadanía que expuse en Pensar México. Convencido de ese piso como el único camino actualmente posible para vivir mejor, no sólo en este país, sino también en el resto. Esta visión no es la de un Occidente utópico al estilo de la Ilustración; es la plataforma incompleta y llena de vicios que puede, poco a poco, irse perfeccionando desde la más profunda descomposición en que se encuentra ahora. Occidente está descompuesto, pero me niego a claudicar en las perspectivas de democracia, república y libertad que un día se establecieron en él, aunque sea como ideario.
Si bien hay un todo occidental que envuelve o embiste lo que lo rodea, hay otra razón para intentar acercarme exhaustivamente a esa totalidad. De nueva cuenta, una existencia dual. Más allá de una tendencia y tradición que rechaza lo occidental, sus nociones son las que permanecen en el mundo desde el que escribo. El problema es que el modelo de ese mundo se encuentra bajo una presión que lo va resquebrajando, a pesar de que vivimos, con todo y lo discutible que puede ser la siguiente afirmación, el momento de mayor estabilidad, paz y bienestar que Occidente, y probablemente el mundo entero, hayan experimentado en su historia. Espero tener dicha discusión con el lector a lo largo de estas líneas, por el momento sólo haré notar que el advenimiento de los ismos —nacionalismos, nativismos, extremismos, etcétera— es sólo uno de los fenómenos que me llevan a notar el rompimiento de los acuerdos sociales que un día creímos que estaban afianzándose.
Tal advenimiento no es nuevo, después de la Segunda Guerra Mundial, el periodo de demencia colectiva del siglo XX, diversos movimientos de ese perfil se exacerbaron tanto en Europa como en Medio Oriente o el África occidentalizada. La diferencia —y mayor preocupación— con respecto a lo que ocurre actualmente viene de otro triunfo del desarrollo social. Hoy, con todo y los múltiples conflictos que nos rodean en diferentes latitudes, si es cierto que el mundo se encuentra en un mayor estado de paz que en siglos anteriores, lo que está en juego es mucho más grande.
Las elecciones de 2016 en Estados Unidos y el arribo de Donald Trump a la presidencia del bastión contemporáneo de un Occidente exiguo, así como el resultado del referéndum para sacar al Reino Unido de la Unión Europea, o el constante deterioro de las capacidades de las Naciones Unidas para pronunciar resoluciones sobre lo evidentemente negativo en el mundo, son ejemplos perfectos de las razones que encuentro para reflexionar acerca de los riesgos a los que se enfrentan las relaciones sociales y políticas dentro de los países occidentales y fuera de ellos. Los múltiples ismos que me llevan a plantear esta idea se desarrollan actualmente con mayor vigor al que tuvieron durante las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado. ¿Qué sucede para que surja una tendencia identitaria similar a la de antaño, a pesar de contar con un entorno menos convulso?
Antes de continuar, creo necesario hacer una aclaración un tanto reiterativa del punto anterior. Si bien intentaré explicarlo con mayor detenimiento más adelante, no tengo la menor duda de que el mundo es menos violento en estas fechas. Conozco bien y de primera mano los conflictos bélicos y sociales de esta época. Los últimos siete años he vivido de ellos, de intentar explicar su violencia; sin embargo, y si se hace un recuento no muy exhaustivo de la historia, se podrá ver que, en la segunda década del tercer milenio, hay más paz y bienestar de los que había un siglo atrás.
Regresando a los motivos para buscar adentrarme en las muchas dudas que me despierta eso que quiere entenderse como Occidente, hay dos elementos que por naturaleza no se podían abordar y ahora son primordiales: la tecnología, con su interconectividad, y la relación con el medio ambiente. Esta última, estoy seguro, debería ser la mayor preocupación del mundo entero, pero los países occidentales, por su nivel de desarrollo, cargan con una responsabilidad enorme en lo que respecta al deterioro del planeta. El tiempo y estos dos elementos han hecho cambiar las perspectivas que contienen mis principales angustias.
Es probable que la mayor virtud del modelo occidental sea la evolución de sus propias nociones de política. No necesariamente el resultado de esas nociones, sino el trayecto que han recorrido: su capacidad de metamorfosis. Ninguna de sus ideas fundacionales ha permanecido estática a lo largo de dos mil quinientos años. No haré un gran recorrido por ellas, pero sí me centraré en lo que se han convertido. Hoy, creo que es necesario revisar qué sucede cuando la democracia entra en los terrenos de la indiferencia, cuando la posibilidad de convivencia multicultural se percibe como un riesgo que rechaza el aprendizaje del pasado y da cabida a la violencia. Cuando en ciertas latitudes, incluyendo México, el desprecio a las vías políticas de organización social pone en riesgo el modelo occidental y la supervivencia de sociedades menos agresivas. Cuando los fenómenos migratorios, sin los que antes habría sido imposible construir un ápice de lo que aplaudimos, se tildan de nocivos y problemáticos. Cuando el entorno en el que se desarrolla la migración, la democracia, la convivencia, la política y nosotros mismos se encuentra en riesgo por nuestras acciones contra el medio ambiente. Cuando ha llegado el límite de un sistema que no ha logrado balancear sus aspectos positivos con el mayor factor negativo de todos, la inequidad.
Pertenezco a una generación que alcanzó a criarse en un mundo tan políticamente geométrico que todos los componentes de la vida estaban diametralmente divididos. De la ideología al arte, pasando por la educación y la esperanza, cada elemento del desarrollo humano tenía que ser entendido desde lo bueno de un sistema geopolítico o lo malo de otro. Eso me llevó a considerar que mis actos e ideas, durante la mayor parte de mi juventud, eran profundamente antioccidentales. Renegué de las posturas políticas de las grandes potencias a lo largo de mi adolescencia, me envolví en la ingenuidad que estableció la generación de mis padres en las décadas de los sesenta y setenta, critiqué los ejercicios de poder que buscaban injerencia en los destinos de otras naciones, hasta que viví en algunas de esas otras naciones sobre las que Occidente hacía hasta lo imposible para interferir. Ser hijo de un comunista profesional me obligaba a ser tan antioccidental como ser el hijo de una mujer árabe. Ese Occidente y ese no-Occidente, sencillos, burdos y sobresimplificados, no permitían ver matices ni detenerse en las contradicciones, pasando por alto que, como ocurre en los personajes de una novela, tanto Occidente como no-Occidente son más esas contradicciones que sus características evidentes.
Esa perspectiva geométrica no significó un desarrollo de lo occidental como podría suponerse, ni un reforzamiento de sus elementos en contraposición a lo que tenía enfrente. El periodo de la Guerra Fría que siguió a la Segunda Guerra Mundial no representó el afianzamiento de los valores de las democracias o las libertades individuales, sino que se convirtió en el momento de estancamiento de lo occidental, a partir de lo que se consideraba antagónico, no a partir de lo que le era propio. El Occidente en el que se crio mi generación y las dos anteriores era más un ejercicio de reafirmación desde la necesidad de identificarse con lo que no se quería ser, que con lo que sí se era.
De todas las posibles acepciones de Occidente, la de nociones políticas confrontadas del siglo XX es la menos interesante e inteligente. Por desgracia, con todo y su falta de interés, es la que perdura, y décadas después de su extinción real, permanece en el recuerdo. Esto contiene una paradoja que se suma a las muchas que moldean el concepto de lo occidental. No hay manera de considerar a Occidente dentro de uno solo de sus periodos definitorios, sino en el universo histórico y conceptual de la amplitud y sobreposición de dichos periodos. El Occidente que pudo nacer con la era cristiana no es el del año cero de la era común, sino el de los siglos que le precedieron y continuaron. El de la Edad Media no está limitado a ella, sino que es extensivo al Renacimiento e, incluso, a los albores de la Revolución industrial. Lo más avasallador del concepto, mundo e ideario de Occidente, es que resulta una construcción y no un concepto, un mundo o un ideario. Al ser un constructo del tiempo y de la sociedad en que se desarrolla, es una constante regresión y progresión de sí mismo. Su última definición se desprende de la acumulación de más de dos mil años de ideas que parecieron encontrar un punto cumbre a finales del siglo XX, pero que, a partir de ese momento, se enfrentó a su reinterpretación e inicio de una nueva etapa en la que convergen las herramientas y preocupaciones actuales para volver a aspirar a su efímera y nueva definición. Hoy, con la tecnología, que para algunos significa todo, con la capacidad de conocimiento más abrumadora que hemos presenciado en la historia de la humanidad, apenas estamos en el principio del Occidente que verán las próximas generaciones.
En la amplitud de ese espacio de tiempo y análisis, descanso para escribir lo que vendrá. Pensar Medio Oriente era un libro que partió de la necesidad de explorar de manera exhaustiva los elementos que se prestan para infinidad de lugares comunes sobre una zona en conflicto permanente y, por lo tanto, en cobertura mediática y prejuicio similar. De no haber estallado las Primaveras Árabes y haber desembocado en la guerra civil siria, y en los terribles atentados terroristas que desde 2013 se han relacionado con ese país, es de suponer que no me habría encontrado en la necesidad de escribirlo o, al menos, no de una forma que intentó acercarse a una guía pedagógica. De lo que estoy seguro es de que, sin los conflictos de la región, difícilmente estaría tan agradecido con la recepción de los
