Nada que perdonar

J. M. Servín

Fragmento

Nada que perdonar

Todo lo que escribo apesta a muerte

Este libro es un breve intento de autobiografía híbrida que hurga en un par de inquietudes que han rondado en mi cabeza durante muchos años: ¿cómo puedo convertirme en escritor?, ¿cómo se hace un escritor? Es además un repaso breve de mi formación como individuo y lector influenciado por la delincuencia común y los bajos fondos de la Ciudad de México. La ciudad donde nadie es inocente.

Tuve una infancia errante, debido casi siempre a los continuos apremios económicos de mis padres. Cambiábamos de domicilio cada dos o tres años. Del barrio de San Juan de Dios, en Guadalajara, con mis cinco hermanos mayores, a la colonia Morelos de la Ciudad de México, donde nací un verano de 1962 a mediodía, en la calle de Granada. Fue hasta a mediados de los años setenta, gracias a un crédito, que nos asentamos en Infonavit Iztacalco, una enorme unidad habitacional para trabajadores que era parte de un proyecto gubernamental piloto de “vivienda digna” que con el paso de los años se convirtió en una ratonera peligrosa. Ahí pasé parte de mi infancia, adolescencia y buena parte de mi juventud. Ser el penúltimo de una familia de diez hermanos marcó mi temperamento conflictivo, solitario y bilioso, pero mimado por mis hermanas. Desde niño encontré en la lectura una compañía ideal para escapar de responsabilidades y de la convivencia socarrona y derrotista de mi familia que me curtió para sobrellevar las broncas calles donde crecí.

Fui un niño precoz en todos sentidos, voraz con la lectura, y el tipo de atención que yo requería de mis padres les provocaba dudas sobre mi salud mental. Pasé muchas horas de mi infancia frente al televisor mirando una y otra vez Fantasías animadas de ayer y hoy, Tom y Jerry, El festival de Porky y una gran cantidad más de dibujos animados donde aparecían ratones que fumaban y bebían, gatos pendencieros y delirantes, enanos holgazanes y malandros, o parodias de artistas de Hollywood. La Dimensión Desconocida me producía un profundo placer lleno de fantasías paranoicas. Nadie de la familia se perdía La Ley del Revólver, Mannix, El FBI, El Gran Chaparral, Los Invasores o Los Intocables. Excepto por mi madre que adoraba a “Ness”, Robert Stack, los hombres de la familia lo detestábamos por amargado y aguafiestas. Me emocionaba el cinismo perdonavidas de Frank Nitti. Mi imaginación y mi sentido del humor están fuertemente influidos por toda una época de mi vida que me atiborré de imágenes en pantalla de blanco y negro, sobre todo.

Quizá mis tardías ambiciones literarias tuvieron que ver con que siempre me sentí menospreciado y con las angustias de la pobreza y el fracaso que experimenté durante mi infancia. Pese a todo, creo que fui un niño bastante alegre con los cuidados indispensables de mis padres y mis ocho hermanos mayores. Parecíamos una familia sacada de alguna película del neorrealismo italiano. Sucios, feos y malos. Soy un lunático en el estricto sentido del zodiaco. Nací un 5 de julio bajo el signo de Cáncer.

Mis hermanos y yo pasábamos mucho tiempo en la calle, pero a partir de los diez años leía todo lo que encontraba a la mano y desarrollé una habilidad enorme para la lectura. Siempre tuve una atracción enfermiza por los accidentes, las riñas callejeras y pandilleriles (participé en algunas y no pocas veces me rompieron el hocico), las salas de urgencia, los pordioseros y su hedor a abandono nihilista, las delegaciones de policía (que durante la década de 1980 conocí detenido por vagancia, consumo de alcohol y drogas en la calle y violencia en pandilla); así como por otros tantos incidentes similares. Las razzias de la policía marcaron mi juventud como sinónimo de delincuencia así fuera por asistir a una tocada de rock o lucir “sospechoso” debido a la vestimenta. Por esos mismos años visité reclusorios donde algunos amigos pagaban condenas por robo a mano armada, venta de droga en cantidades ridículas y agresiones con arma blanca.

Mi padre era asiduo lector de la “segunda” de Ovaciones y tenía la colección completa de Populibros La Prensa dedicada a reportajes sobre la historia del crimen y el delito en la Ciudad de México. Amor a primera leída gracias a la pluma de David García Salinas, cronista que registró buena parte de la historia negra de la capital en el siglo XX. Esos libritos pulp fueron mi entrada al periodismo policiaco y su universo sombrío, cruel pero atrayente. La columna policiaca de Mario Munguía “Matarili” en la última página de la “segunda” y los Populibros encausaron mis habilidades lectoras y le darían forma y fondo a mi escritura muchos años después. Soy hasta el día de hoy el típico “mirón” que el genial Enrique Metinides retrató incansable en sus fotografías de siniestra belleza que, con el paso de los años, se convertirían en la crónica testimonial más certera y emotiva de la Ciudad de México de buena parte del siglo XX.

Tardé muchos años en descubrir que tenía una sensibilidad para las artes. En una familia de clase trabajadora sin estudios universitarios, era difícil formar una biblioteca o leer algo más que periódicos, historietas, las revistas Balón, Contenido, Box y Lucha y Selecciones del Reader’s Digest (que llegaba por una módica suscripción en abonos con opción a comprar cajas de discos de Cri Cri, Ray Conniff o boleros rancheros. La tonada de Soy un triste payaso, interpretada por Javier Solís, me persigue hasta hoy).

En la cabecera de la cama de mis padres había un librero del ancho del colchón repleto de libros espirituales y Populibros. Los leí todos cuando cursaba el quinto año de primaria y con el paso del tiempo mi compulsión lectora me convirtió en sospechoso de padecer una enfermedad mental y luego de tener tendencias feminoides, que para el caso era lo mismo. En esos tiempos, para el grueso de la población, la sensibilidad artística estaba relacionada con el homosexualismo, las drogas y la vagancia. Mis padres me llevaron al médico, quien no encontró nada raro salvo una ligera anemia. Mi padre me prohibió acercarme al librero matrimonial y comenzamos a competir por ver quién sabía más sobre lo que yo aprendía leyendo el periódico y las revistas de suscripción, y en documentales sobre naturaleza o historia que veíamos juntos en la televisión. Sin embargo, mis hermanas Taydé y Lucía veían con buenos ojos mi sabiondez precoz y estimularon mi adicción a la lectura comprándome libros infantiles de temas variados, sobre todo cuentos clásicos, fauna salvaje e historia de civilizaciones antiguas. Ellas estaban convencidas de que la lectura era una manera de tomar distancia de la vida ordinaria a la que parecía estar condenada mi familia. Taydé estaba suscrita al Club de Lectores en abonos y buena parte de las entregas a domicilio eran lecturas infantiles y best sellers. A los once años ya había leído, entre otras muchas novelas y libros de cultura general, El bebé de Rosemary, La isla del tesoro, las Fábulas de Esopo y las de Samaniego y una saga detectivesca tipo S

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