Decisiones difíciles

Felipe Calderón Hinojosa

Fragmento

Decisiones difíciles

1

La política como deber

Gobernar es decidir. No es ni remotamente algo simple. En las decisiones que se toman, sobre todo como Presidente de la República, lo que está en juego es el rumbo de la nación y las condiciones de vida de decenas de millones de personas. Si algo tenía claro a lo largo de los seis años de esa maravillosa experiencia de ser Presidente de México, es que estás ahí para tomar decisiones, no sólo las más importantes, sino las más difíciles, aquellas que nadie más en el gobierno puede o quiere tomar.

Gobernar también es el punto de encuentro de grandes dilemas éticos. Eso, claro, si lo que se pretende es gobernar con principios y valores que, siendo abstractos y generales, tienen que aplicarse a la dura, concreta realidad de los problemas nacionales. Si no existe una convicción ética al gobernar, los dilemas éticos tampoco se presentan. En mi caso, el imperativo de “decidir bien el bien” estaba presente en mis decisiones y ocupaba una buena parte de la pesada pero enormemente honrosa responsabilidad de gobernar nuestro gran país. En la cúspide de las decisiones que impactan la vida de los ciudadanos, al menos en un sistema presidencial como el mexicano, la mayor responsabilidad es la del Presidente, y por lo mismo, parece que la responsabilidad se delega “hacia arriba”.

Me explico: cuando las decisiones son entre una cosa evidentemente buena y otra claramente mala, cualquiera se apresura a decidir. Decidir por el bien y alzarse con facilidad con el mérito de hacerlo cuando tienes la razón a los ojos de todos es muy sencillo. Lo es también decidir entre dos cosas que en sí mismas son buenas. Si acaso se complica un poco el valorar el alcance de los bienes cuando no es evidente, a fin de escoger el bien mayor. Sin embargo, si quien toma la decisión falla, las consecuencias son menores.

El verdadero problema —y ahí estriba una de las aristas más agudas al gobernar— viene cuando, en una decisión, todas las alternativas son negativas. Cuando todas las opciones, todas, de alguna u otra manera tendrán alguna consecuencia negativa, para una o varias personas, o para algunos intereses, en este caso menores que el muy incomprendido “interés nacional”. Son este tipo de decisiones las que nadie quiere tomar. Implican altos costos personales, e incluso —al menos en mi gobierno— importantes riesgos para la seguridad personal y de la familia. En las decisiones entre una cosa buena y una mala, o entre dos opciones buenas, siempre habrá alguien que, presuroso, quiera arrogárselas: un secretario o subsecretario, delegado, gobernador, alcalde, diputado o senador. En cambio, cuando la decisión debe tomarse entre dos o más opciones de todas las cuales se desprenden consecuencias negativas, por mucho que en el conjunto contribuyan al bien común, nadie las quiere, son huérfanas. Es lo que los filósofos tomistas llamaron “la opción del mal menor”. Se posponen siempre o simplemente se pasan “al escritorio del señor Presidente”, “que decida el Presidente”, “esto sólo el Presidente lo puede resolver”. Y sí, por más consultas que se hagan y asesorías que se tengan, uno tiene que decidir, solo. Quizá ésta sea una parte de la soledad de la que tanto hablan. Ésas son las decisiones difíciles.

En este libro, correlato de uno anterior llamado Los retos que enfrentamos,1 reflexiono sobre algunas de las decisiones más importantes —también de las más difíciles— que tomé al frente del Poder Ejecutivo, así como en diferentes momentos de mi vida que, en lo que toca a la parte pública, se extiende décadas mucho antes de la Presidencia de la República. Me tocó ser un espectador privilegiado de la transición democrática de México, y a veces actor en algunos de sus momentos fundamentales. Debo advertir que, al hablar de las decisiones, es inevitable relatar también las circunstancias, las vivencias, las ideas que rodean cada hecho. Por momentos esas historias prevalecen, lo cual también es inevitable.

Algo que agrega verdadera complejidad a la tarea de gobernar es que, por regla general, al Presidente le toca decidir en condiciones de incertidumbre. Si se supieran de antemano todos los posibles desenlaces de una sola decisión, las cosas serían mucho más fáciles. Pero no es el caso, hay que decidir, a veces en cuestión de minutos, los asuntos más complejos sin tener toda la información. Sí, con la mayor información posible, pero nunca toda la deseable. Y es en esos momentos cuando uno no puede flaquear: hay que hacer acopio de fuerza y carácter, sujetarse con firmeza a los principios y valores que se poseen, y decidir. La tarea, asumida con responsabilidad ética, te obliga a decidir a gran velocidad, a sabiendas de que puedes equivocarte, de que el alcance de la opción que no escogiste es simplemente historia por construir. Escenarios que pueblan “el cementerio de las hipótesis muertas”, como decía Carlos Castillo Peraza. El “contra factual”, siempre teórico, que muchos mencionan. Ésos no existen cuando se gobierna. Son, en cambio, el campo fértil de la crítica, a veces bien intencionada, constructiva, o crítica a secas. Pero a veces es también la despiadada vía de demolición de aquellos a quienes no les interesa tanto el país como descarrilar al gobierno. Una oposición sin responsabilidad, sin sentido de Estado que, en mi gobierno, siempre estuvo encarnada por quienes nunca aceptaron su derrota.

Para colmo, las decisiones presidenciales, por su importancia y repercusiones, suelen afectar poderosos intereses, y hay por lo general una mezcla de intereses encontrados. Lo que no puede faltar es la firmeza de carácter, la capacidad de preguntarse una y otra vez qué es lo correcto, y la disposición para reconocer y enmendar los errores a la mayor brevedad. Sólo una vez que la decisión ha tenido un desenlace podemos saber si fue acertada o equivocada, y debemos tener el valor de asumir sus consecuencias.

Esta aproximación a los dilemas éticos a la hora de gobernar no es tan común, porque esta concepción, la personal, la política como obligación ética de hacer el bien (común) es minoritaria. La abrumadora mayoría de los políticos y de los politólogos asume que la política es “el arte del poder”. En términos de la época en que escribo, en esa lógica, la política es una combinación de House of Cards con Game of Thrones, porque, más allá de la fantasía, sí existe ese juego de ambiciones, de traiciones, representadas en tales series de ficción. En mi caso, sin embargo, la política la aprendí desde otra perspectiva muy distinta: la política vista como sacrificio, como utopía, como obligación moral, la política como deber. Una vocación que, en penalidades y sufrimientos, salva al hombre.

En efecto, mi incursión a la política no se dio en alguna candorosa elección de sociedad de alumnos, ni en la burocracia cortesana de la oficina de algún “político”, a cuya sombra el aspirante se acoge y en lo que muchos se inician. El México en el que me tocó vivir, el de mi iniciación, fue el México de los seten

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