PRÓLOGO:
EL JUICIO DE LA HISTORIA
No hay hechos, hay interpretaciones.
NIETZSCHE
¿Quién nos enseñó a odiarnos a nosotros mismos? Ésa es la pregunta más importante que debemos responder, pues es el origen de todas nuestras derrotas. Un día nos convencieron de odiarnos y quedamos inevitablemente aniquilados. No hay mayor derrota que pueda tenerse ante el adversario que permitirle dominar tus pasiones y tus miedos; dejar que el enemigo penetre en tu mente para controlar lo más profundo de tus convicciones y hacerte pensar que no aspiras a la grandeza, que tu origen está en la derrota, que no mereces el futuro, que tu llegada al mundo está basada en un lamentable pecado original, en una barbarie, en una conquista.
La conquista de México no está en los hechos, está en las interpretaciones. No es una serie de acontecimientos del pasado, sino una maraña de discursos y complejos del presente. No está en el ayer, sino eternamente presente. La condición de miseria de los pueblos indígenas del siglo XXI no tiene relación con la llamada conquista ni es culpa del virreinato, sino del Estado mexicano moderno, nacionalista, que nunca ha sabido cómo integrar a los pueblos indígenas, y encontró una excusa perfecta en el discurso de la conquista.
Las fuerzas de la historia encontraron a Europa y América, hace poco más de quinientos años, en un choque violento que sacudió cada rincón del que fue llamado Nuevo Mundo; pero lo que nació, evolucionó y existe hoy, en cada país de América, no es resultado de aquellos acontecimientos, sino de cómo se cuenta cada pueblo esa historia. Somos nuestra reacción al pasado.
Quiero contar una historia de Hernán Cortés. No existe la historia sino las historias; las versiones y visiones de todos y cada uno de los protagonistas y acontecimientos de la aventura humana en una interrelación infinita; las interpretaciones que hacemos; los juicios que dejamos caer, siempre con diferentes varas de medir; las emociones que depositamos, el valor simbólico que otorgamos. Todo eso es lo que nos influye en el presente mucho más que los hechos.
Quiero contar otra historia de Cortés porque México la necesita, porque quinientos años de conflicto debieran ser tiempo suficiente para tratar de reconciliar la historia; cinco siglos de camino en común crean la encrucijada perfecta para terminar de unir nuestras dos gloriosas raíces. Llevamos quinientos años ocupando el mismo espacio, y quizá ya sea el momento de crear algo nuevo. Ha llegado el momento de terminar la gestación y finalmente nacer, ha llegado el momento de despertar.
México está destinado a la grandeza, pero primero tiene que sanar las heridas de su pasado. Quiero contar una historia de Hernán Cortés justo para eso, para voltear a nuestro pasado y mirarlo con otros ojos, para darle un nuevo significado a lo que somos. Quiero contar un relato de la conquista porque es una historia sobre nuestro origen y nuestro destino, una historia de México y del mundo.
Quiero contar una historia de México que involucra al mundo entero. Un relato de dioses e ídolos de piedra, de Aztlán1 y Teotihuacán, de Julio César y Alejandro, de cristianismo e islam, de piratas y santos; una historia de sol invicto y tierra sagrada, de la madre tierra y la guerra santa, de Persia y Roma, de Constantinopla y Granada, de Tlacaélel y Quetzalcóatl, y de ese profundo misterio llamado Guadalupe.
Quiero contar un relato sagrado. La historia de un país que parecería haber estado destinado a existir como resultado de augurios y profecías, de encuentros divinos, de mitos y leyendas. El relato de México debe tener un carácter profundamente religioso y místico, que no se puede comprender sólo desde la razón y la mente.
México es resultado de un encuentro que estaba escrito en la historia humana, que pasó como pasó porque no podía ser de otra forma; producto quizá del motor ciego, del impulso, de la voluntad de poder, o tal vez de causas más sublimes. Es la historia de una fusión, una que resultó violenta e implacable, pero que contiene la semilla del esplendor y la magnificencia.
Hernán Cortés lleva quinientos años viviendo entre nosotros. ¿Quién ha establecido la verdad sobre Cortés, y esa serie de acontecimientos a los que denominamos la conquista de México? ¿Por qué con el paso de los siglos no encuentra México su lugar en la historia, ni el llamado conquistador su descanso eterno? ¿Dónde están los monumentos al inmenso legado de Hernán Cortés?
Conquistador, violador, saqueador, ladrón, asesino, destructor, ignorante, salvaje. Eso nos cuenta la leyenda negra. Nunca hay nada bueno en Cortés. Si venció no fue por su inteligencia sino por su salvajismo; no hay estrategia, sino suerte; conquistó por casualidad, no fue él sino las circunstancias; si construyó hospitales era lo menos que podía hacer; si llegó a acuerdos con los pueblos indios no fue pacifismo, sino malicia; su amistad con los tlaxcaltecas, una argucia; su amor por Marina, un engaño; que trajo a la virgen de Guadalupe, vil mentira…; que de las aventuras y peripecias de su vida surgió México…, vergonzoso origen negado. Ahí está la semilla de nuestro odio.
¿Por qué narramos esta historia de Cortés? No basta con saber la biografía del conquistador, es importante conocer la historia de su historia, saber quiénes la contaron, cuándo, en qué contexto político; saber qué enemigos siguió teniendo después de su muerte y por qué. Por qué el odio que le llega a profesar Carlos V, y por qué no se nos cuenta de esa animadversión; por qué, si era el conquistador, era tan querido por los indios y tan temido por el rey de España.
Por qué ocultar que era noble, que estudió en la Universidad de Salamanca, que era jurisconsulto y latinista, que citaba las Escrituras y a los autores clásicos, que leía a Julio César y a Salustio, que era escribano y escritor. Por qué no decir que era valiente y brillante; habría que serlo para conquistar el imperio azteca. Por qué no hablar de su eterna lucha contra la Corona, de su faceta como emprendedor, de sus viñedos y cañaverales arrebatados por el rey, de los astilleros y los barcos requisados por la Corona, de su amor por Marina, de su pasión por el náhuatl, de su lucha contra la Inquisición. ¿Qué oscuros propósitos persigue una historia contada a medias?
México es lo que es porque Cortés hizo lo que hizo. México, lo que hoy es México, en el que vivimos y por el que decimos sentir orgullo y amor, es resultado de la vida y obra de Hernán Cortés, y todo su legado español; así como de la vida y obra de Motecuzoma, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, de Marina, los tlaxcaltecas y todo el legado mesoamericano. México es resultado de Colón y de Tlacaélel, de los Reyes Católicos y de Itzcóatl, de Nezahualcóyotl y Platón, de Teotihuacán y de Roma. Somos lo que somos derivado de lo que fue; y ésa es la más ineludible ley de ese maravilloso entramado que es la historia.
Nos han educado para sentir vergüenza de nosotros mismos, pues somos el desenlace de ese encuentro y esas conquistas que tanto repudiamos; sin comprender que la historia no ofrece alternativas, que lo que pasó, pasó; y que cualquier otra posibilidad existe sólo en el terreno de la imaginación. Sólo hay un México, el que es producto de la historia que protagonizaron Cortés y Motecuzoma, historia que sólo tiene una consecuencia: nosotros.
Nos han inculcado la nostalgia de lo que nunca existió, sentir añoranza por un país que jamás fue; es decir, el que hubiese sido de no haber llegado los españoles; sin comprender que esos españoles no llegaron por casualidad, sino que fueron empujados por todas las fuerzas de la historia. Extrañamos un país imaginario, el del hubiera que no existe en la historia, el que nunca fue. Sentimos pena y lástima por los acontecimientos que hicieron que México sea lo que es.
Nos han enseñado a odiar a Cortés y por eso estamos derrotados. Nos contamos una historia de eterno conflicto y vivimos eternamente fragmentados. Somos la historia que nos contamos de nosotros mismos. Aquel que nos haya vendido la envenenada idea que tenemos y replicamos sobre nosotros, nos tiene absolutamente derrotados, con nuestra total complicidad, ya que somos nosotros los que nos aferramos a esa visión.
México se cuenta una historia de carácter religioso, con un Adán y una Eva en la persona de Cortés y Marina, y un pecado primigenio como origen del país; con un paraíso indígena (del que omitimos ver sacrificios y canibalismo) y una expulsión a causa del demonio español. Una historia religiosa donde luchan el bien contra el mal, representados por los indígenas y los españoles; pero donde el mal es el que triunfa. Peor aún, una terrible fatalidad donde no sólo triunfa el mal, sino que nosotros somos el resultado de ese triunfo.
He ahí la historia que se cuenta México. Una narrativa en la que, sin darnos cuenta, los mexicanos lamentamos que nuestro país exista. Eso es el interlineado de la narrativa de la conquista. ¿Quién nos contó esa historia? Nos avergonzamos del pasado y al hacerlo nos avergonzamos de nosotros mismos. Al observar la realidad actual de México, no debería ser difícil establecer que no nos hemos contado una versión constructiva de nosotros. De ser así, no estaríamos inmersos en el proceso de autodestrucción en el que vivimos.
Pareciera que es un enemigo el que nos ha contado nuestra historia. ¿Será posible? ¿Podríamos considerar brevemente, aunque sea en unas páginas, esa posibilidad? Es curioso que cada uno posee y defiende una verdad histórica sobre acontecimientos que simplemente no experimentó, con lo que nadie tiene el conocimiento de lo que pasó, sino de lo que ha estudiado. ¿Podemos tener una tregua en lo que cada uno considera la verdad histórica?
No sabemos lo que pasó sino lo que nos han contado. En realidad, damos por verdadera la interpretación que hacemos de los hechos; una interpretación influida por la cultura dominante y nuestra forma personal de ver el mundo, que también está determinada por dicha cultura dominante. Más allá, damos lectura a las interpretaciones que otros han hecho de los hechos.
¿Será posible que siempre hayamos tenido una versión sesgada de la historia? No existen los hechos sino las interpretaciones de los hechos. Son dichas interpretaciones las que se establecen como verdad, y eso es un acto de poder. Si el conocimiento es poder, es imprescindible para el poder ejercer control sobre el conocimiento. Esto siempre ha sido así. Ésa es la historia de la historia. Por eso en diversas épocas y lugares se cuentan versiones distintas de las cosas, por eso contar la historia no suele ser una actividad inocente, por eso la política siempre se ha valido de la historia.
La historia es la memoria de un pueblo, pero dado que el pueblo es una abstracción formada por individuos, esa memoria siempre es construida e inculcada. Construida por unos pocos, e inoculada en el resto de los individuos a fuerza de repetición constante, en ese proceso mal llamado educación. ¿Quién ha construido nuestra memoria? ¿Desde qué poder? ¿Con qué objetivo poco inocente?
Desde el poder se produce el saber, se establece el conocimiento, se dictaminan las verdades, se definen los hechos; y desde luego, se provee la única interpretación ortodoxa de los hechos, la que conviene al poder, convertida en verdad. El poder reside en tener la capacidad de imponer una interpretación sobre todas las demás, es la capacidad de implantar una sola interpretación como verdad, y de sofocar todas las demás verdades.
Si somos nuestro pasado y nuestra historia, aquel que controla la memoria histórica determina todo lo que seremos capaces o incapaces de ser. Si todos los pueblos se cuentan mitos, pues contarnos mitos es lo que nos hace humanos, y esos mitos en general apuntan a la cohesión de la sociedad y el engrandecimiento de la nación, ¿por qué nosotros nos contamos un mito caído, de derrota, de eterno conflicto?
Deberíamos cuestionarnos la validez de ese mito, en virtud de que no nos conviene para superar las adversidades y enfrentar el futuro. Dado que es un mito que en realidad nos destruye lentamente, tendríamos que preguntarnos quién nos ha contado esa historia de nosotros mismos. ¿Por qué permitimos que se haya sembrado en lo más profundo de nuestra conciencia una semilla de destrucción?
Tanto entre individuos como entre naciones, somos lo que nos decimos ser. La mente cree todo lo que le dices, y la mente crea todo aquello en lo que cree. Por eso no hay mejor herramienta que la historia para el proceso de construir la psicología de los pueblos. Al igual que un individuo, un pueblo es su historia…, la interpretación de su historia. A quinientos años de la llamada conquista, México necesita una interpretación que le dé libertad.
Quiero contar una historia inocente, sin ideologías de por medio; una versión de los hechos, porque nadie puede ofrecer nada más; una interpretación que considero constructiva, un nuevo significado que ofrezca exaltación y no caída, triunfo y no derrota. Quiero contar una historia de México para comprender al mundo, y una historia del mundo para comprender a México; así, entrelazados como son.
Quiero contar la historia de un mito, porque eso es Hernán Cortés. Poco o nada importa el ser humano real que vivió hace quinientos años, pues lo que pervive en nuestra mente colectiva es la leyenda que hemos creado, el símbolo que hemos construido y los significados y poderes que hemos otorgado a dicho símbolo. Cuán poderoso hemos imaginado a Cortés, capaz, él solo, de hacer caer un imperio, de conquistar un mundo, de alterar el rumbo de una cultura, de imponer un Dios y de ser la causa de todos los problemas de un país, incluso cinco siglos después de su muerte.
A través de la historia de Hernán Cortés quiero hablar de México, de España y del mundo. No basta una historia lineal para eso, hay que saber tejer y destejer una red, relacionar acontecimientos aparentemente inconexos, fundir cosmovisiones, comprender los impulsos sagrados y las versiones religiosas. Hay que unir el mundo entero e integrarlo en nosotros. Así pues, voy a contar muchas historias para poder comprender al hombre, al espíritu de su tiempo, a las fuerzas del destino, al impulso de la historia, a los mitos que se construyeron en torno a él y al país que hizo nacer.
La conquista de México es uno de los principales acontecimientos de la historia de la humanidad y quizá es el más importante de la civilización occidental. El encuentro entre Cortés y Motecuzoma es tal vez el acontecimiento más misterioso e incomprendido, el más simbólico; un suceso lleno de fuerza y poder, un nudo de la historia con una importancia más allá de lo imaginable, y del que somos parte. Es el momento clímax en el que una humanidad separada más de cien mil años atrás por los azares geológicos, históricos y geográficos vuelve a encontrarse y comienza el arduo proceso aún no culminado de conocerse, comprenderse, integrarse.
Comprender a Hernán Cortés es la única forma de comprender a México. La historia de Cortés, de su vida entera y no sólo los dos años de la conquista, sino también la historia de su muerte y el periplo de sus restos. La historia de la Europa que dejó y la América que hizo suya, la historia de los encuentros y desencuentros de la humanidad a través de un solo hombre.
Somos la historia de un encuentro que nuestra narrativa transformó en conquista. Un encuentro de la historia personificado en el aventurero soñador que fue Cortés y el sabio incomprendido que fue Motecuzoma. Somos resultado de la reacción ante dicho encuentro; la aceptación propuesta por Motecuzoma o el suicidio colectivo resuelto por Cuauhtémoc. México ha elegido rechazar la sabiduría y vitorear el suicidio. El conflicto que hoy nos carcome no está en los hechos del pasado, sino en lo más profundo de nuestra mente y sus interpretaciones el día de hoy.
Tanto entre los individuos como en las naciones, es imposible llegar al futuro sin haber soltado los traumas del pasado. No se puede ser libre mientras las historias en nuestra conciencia sigan determinando nuestras acciones y reacciones, y no se puede llegar a las alturas sin haber sanado nuestras raíces.
México aún no comprende lo que es. No logra terminar de nacer ni puede ocupar su lugar en el destino a causa de la rabia que carcome nuestras raíces. Encuentro y conquista es una propuesta para observar la grandeza y no la derrota. Es una visión completa de Hernán Cortés y su mundo, su Europa y su España, antes y después de la llamada conquista; es una versión sin maniqueísmos acerca de nuestro origen, una contextualización de México en el mundo que nos permita ver un panorama total de nuestra historia, y es un relato místico y religioso del nacimiento de nuestro país.
Toda nuestra historia se integra en Hernán Cortés. Odiarlo no nos ha servido y no ha resuelto nada. Amarlo no es necesario. Aceptarlo e integrarlo en nuestro pasado, como el ser humano que es, con aciertos y fracasos, luces y sombras, es fundamental. No es ángel o demonio. Es simplemente Hernán Cortés, el hombre sin el cual no seríamos lo que somos.
1 Lugar mítico del que proceden los aztecas, según su propia leyenda. Lo más probable es que sea un lugar mitológico-simbólico y no un sitio histórico real. No existe alguna ruina o excavación que pudiera estar relacionada. Hay varias teorías que han intentado establecer la peregrinación azteca y su lugar de origen, e incluso algunos lugares han sido postulados como candidatos a ser Aztlán, sin que haya forma alguna de comprobarlo. Aztlán es un mito que ha sido tomado de manera literal.
LOS RESTOS DEL CONQUISTADOR
CIUDAD DE MÉXICO, 16 DE SEPTIEMBRE DE 1823
La multitud exigía justicia y los poderosos propusieron el odio como solución. La eterna historia de la política: a falta de resultados, señalar culpables. Había que quemar los ignominiosos restos de Hernán Cortés, profanar el ostentoso mausoleo en el que descansaba, tomar sus huesos putrefactos, llevarlos a la plaza y prenderles fuego. Ese simple acto de reivindicación solucionaría para siempre los problemas del país. No hay justicia como la de la turba iracunda, esa que parece actuar de manera espontánea, inconsciente de ser siempre el instrumento político de oscuros intereses.
México acababa de nacer: Agustín de Iturbide había sido derrocado, y aquellos que hicieron caer su corona veían con desesperación cómo ese remedo de reino se les desmoronaba entre las manos. No es que el emperador hubiera gobernado con sapiencia, pues no lo hizo, pero era aclamado y reconocido por todos como el libertador, ésa era la fuente de su legitimidad. ¡Quién demonios era el tal Pedro Celestino Negrete que había quedado a la cabeza del gobierno!
Pero qué oscuros intereses podían prevalecer en un país que acababa de nacer, qué siniestros personajes actuaban en la sombra, a qué intereses servían, quiénes eran los títeres y quién el titiritero. Quién organizó la quinta columna que atacaba desde dentro, quién nos dejó un caballo de Troya preñado de resentimientos. Hernán Cortés había vivido muchas aventuras después de su muerte, sus restos no habían dejado de moverse precipitadamente de un lugar a otro hasta que encontraron digna sepultura, con honores, en 1794; y ahora, apenas tres décadas después, el discurso político lo convertía en su blanco. Era necesario mancillar los huesos del conquistador.
El imperio mejicano2 moría apenas nacer, se desangraba ante la miseria y el conflicto interno. ¿Cómo era posible? Nueva España era la joya de la Corona del Imperio español, era el cuerno de la abundancia, su capital era la ciudad de los palacios en medio de la región más transparente. Lo más importante: finalmente se había echado a los culpables de todas las desgracias del país; los españoles en primer término, y después al tirano del libertador. Los pecados de los vivos ya no eran suficientes y fue necesario hacer caer la culpa sobre los muertos.
Aún vivía en todas las mentes el recuerdo de lo que en su momento fue llamado el día más feliz de nuestra historia, el jueves 27 de septiembre de 1821. Don Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu marchó triunfante al frente de catorce mil guerreros; de todos los balcones pendían adornos con los tres colores que él dio a la nueva patria,3 se le preparó un arco triunfal y le fueron entregadas las llaves de la Ciudad de México. Desfiló ante el júbilo de criollos, indios y mestizos, entró glorioso a la Plaza Mayor a recibir el mando de manos de Juan de O’Donojú, último virrey de la Nueva España;4 y mientras la aristocracia y los políticos entraron a la misa de acción de gracias, el pueblo celebró en las calles el nacimiento de la nación.
El reino de la Nueva España se convirtió en imperio mexicano exactamente tres siglos después de su violento nacimiento. En 1821 Iturbide entró a la capital aclamado como libertador; paradójicamente, el mismo estatus con el que irrumpió Hernán Cortés trescientos años antes, el 13 de agosto de 1521, cuando la ciudad se llamaba Tenochtitlán,5 al mando de menos de mil españoles y decenas de miles de guerreros indígenas que se veían liberados del yugo azteca.
El imperio nació sin emperador, pues en esos extraños vericuetos de la historia, el país que se declaraba libre de España ofreció la corona imperial…, ¡al rey de España!, a Fernando VII, ése al que le gritara vivas Miguel Hidalgo. Iturbide escribió una carta y la envió a Su Majestad junto con copias de los Tratados de Córdoba, que firmara con O’Donojú, y del Plan de Independencia para la América Septentrional que había presentado Vicente Guerrero en el poblado de Iguala.6
Así pues, el imperio esperaba que el rey del que se liberaba aceptara ser emperador. Ese galimatías sólo puede comprenderse si se entiende que, en el origen del movimiento, no se buscaba liberar a México de España, sino a la Nueva España de Napoleón. Esa era la realidad en 1808, cuando el francés invadió la península ibérica, y en 1810 cuando Hidalgo arengó a la multitud contra el mal gobierno y en defensa de la santísima religión que atacaban los franceses.
El rey no aceptó la independencia. Fernando VII respondió desconociendo el movimiento de Agustín de Iturbide, que de manera provisional era el gobernante con el título de regente imperial. El rey de España no aceptaba la independencia, y algunos se plantearon incluso la idea de volver al redil; otros, antiguos insurgentes como Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria, ya hacían sonar en el congreso la palabra república. Para subsistir, el imperio necesitaba emperador, y ése sólo podía ser Agustín I, como ya lo vitoreaban algunos.
En mayo de 1822, mientras don Agustín jugaba a las cartas, precisamente con su amigo Pedro Celestino Negrete —uno de los militares que había marchado triunfante el día de la Independencia—, la multitud, evidentemente movida por intereses, y por el sargento Pío Marcha, se hizo presente afuera de la casa de Iturbide y lo proclamó emperador. Negrete le recomendó que aceptara el ofrecimiento de la turba, porque así es el pueblo, cambia del amor al odio en cuanto no se cumplen sus caprichos.
El 21 de julio la ciudad y la catedral se engalanaron para coronar al libertador, pero la idea republicana no dejaba de moverse en la intimidad política, promovida por Guadalupe Victoria, la leyenda viviente de los insurgentes; un oportunista de la política llamado Antonio López de Santa Anna, y por un cura revoltoso de mente brillante y proverbial labia, que había sido desterrado de Nueva España en 1794, y volvía ahora como masón consumado: Servando Teresa de Mier.
El emperador nunca tuvo un verdadero imperio, el congreso fue un nido de conspiraciones organizadas por el espía norteamericano Joel Poinsett, a quien los republicanos, eclipsados por la ilusión de poder, prefirieron por encima del propio libertador. Poinsett parecía amigo de los mexicanos, pero tenía un objetivo prioritario siempre en favor de Estados Unidos: debilitar a México. El proyecto para lograrlo era derrocar a Iturbide, destruir el imperio, convertirlo en república y controlar su política.
Estados Unidos había proclamado su independencia en 1776 y había sido reconocida por Inglaterra en 1783. Era el primer país libre de América en un territorio que llegaba tan sólo de la costa del Atlántico al río Mississippi, pero que tenía desde entonces sueños de grandeza y ambiciones imperialistas, que quedaron plasmadas precisamente en 1823 en una declaración conocida como Doctrina Monroe: América para los americanos; es decir, todo el continente para los estadounidenses.
México, nacido cuatro décadas después, era el principal obstáculo en dicho proyecto, tanto por su ubicación geográfica como por su capacidad de ser una potencia. Por eso desde que nació estuvo en la mira de su vecino del norte, por eso enviaron al espía Joel Poinsett para estudiar, analizar y comprender bien a México y los mexicanos, conocer sus potencialidades y descubrir sus debilidades.
El espía norteamericano optó por debilitar al nuevo país por dos vías: dominar su política y dominar su mente. Para infiltrarse en su política era necesario destruir el imperio y establecer una estructura republicana que permitiera azuzar de manera constante el conflicto, lanzar a los mexicanos a las luchas intestinas por el poder, controlar a sus políticos en un congreso que impidiera el avance y el desarrollo, y así convertir México en un débil proveedor de recursos.
La segunda vía era más siniestra. Para infiltrarse en la mente de los mexicanos había que generar una leyenda negra sobre la historia de México, una narrativa vergonzosa con una raíz putrefacta que debía ser rechazada; una historia sobre sus terribles orígenes hispanos, una versión que los hiciera repudiar su pasado y los mantuviera en lucha contra sí mismos; una historia de contradicción y guerra, de sometimiento y conquista, de derrota. Construir un pasado fatídico que hiciera imposible vislumbrar el futuro, fabricar un pecado original en el ánimo mexicano, una mancha de culpa que los incitara a negarse a sí mismos.
El que controla la historia controla la mente colectiva, y el que controla la política controla la historia. Fue así que Joel Robert Poinsett se infiltró en nuestra política, y a través de ella, en nuestra conciencia. Políticos que se creían independientes, pero controlados en realidad por el espía norteamericano, comenzaron a socavar los cimientos de la nueva nación. Guadalupe Victoria gritaba “¡Federación o muerte!”, Vicente Guerrero vociferaba para expulsar a los españoles residentes, Antonio López de Santa Anna hablaba de desconocer a Iturbide, y Servando Teresa de Mier se pronunciaba directamente por asesinarlo. Con el país listo para volver a derramar sangre, el emperador y libertador decidió abdicar ante el congreso en marzo de 1823, y marchar al exilio.
Éramos libres y ya no éramos imperio. Santa Anna y Guadalupe Victoria derrocaron a Iturbide con la república como bandera, mientras Joel Poinsett, ahora ya oficialmente ministro de Estados Unidos,7 creaba la logia masónica del rito de York, de la que puso al frente a Vicente Guerrero, ¡un analfabeta al mando de los masones!, para dominar a través de ella la política mexicana.
Una vez que se fue Iturbide, los rebeldes formaron un gobierno provisional con el nombre de Supremo Poder Ejecutivo, al mando del cual quedaron tres personas: Nicolás Bravo, suplido por Mariano Michelena, conspirador de viejo cuño; Guadalupe Victoria, representado por Miguel Domínguez, que era corregidor de Querétaro en 1810;8 y Pedro Celestino Negrete, el “amigo” de Iturbide.
Muy pronto comenzaron en México los vuelcos de la historia. La independencia se obtuvo el 27 de septiembre de 1821, y el primer aniversario se celebró en aquel día de 1822…, pero la fecha sólo podía estar relacionada con Iturbide, así es que para 1823 ya se celebraba la independencia el 16 de septiembre, relacionado con Miguel Hidalgo, y además se conmemoraban de pronto trece años y no dos. La memoria histórica se construye y se inculca desde el poder.
A seis meses de haber derrocado al tirano, el México que ya no era imperio y aún no era república, era un caos absoluto. Por eso para el día de la Independencia, con un pueblo frustrado por promesas incumplidas, fue necesario aplacar la sed de sangre con fantasmas del pasado. La culpa es de los españoles, y dado que el gobierno estaba formado por criollos, es decir, españoles, era necesario señalar un símbolo para descargar sobre él toda la furia. Había que desagraviar las ofensas quemando el cadáver de Hernán Cortés.
Los restos de Cortés reposaban en un mausoleo de honor en el templo de Jesús Nazareno, contiguo al hospital fundado por el conquistador en 1524. Cortés no sabía estarse quieto, y la muerte no cambió ese rasgo de su personalidad. Largo periplo debió hacer su cadáver para encontrar reposo: Carlos V9 prohibió que fuera enviado a Nueva España, llegó veinte años después de su muerte, en 1566, en medio de la primera revuelta de independencia, y pasó por dos conventos franciscanos antes de ser resguardado en el Hospital de Jesús en 1794, con una gran conmemoración y un discurso laudatorio pronunciado por fray Servando.
La multitud embravecida clamaba por hacer polvo los huesos, las antorchas fueron encendidas y los gritos de muerte al conquistador se extendieron por las calles de la ciudad. ¡Muerte al muerto! Nada mejor para hacer justicia. El capellán mayor del templo estaba nervioso, pero sus órdenes eran muy claras: dejar actuar a la turba.
Las puertas del templo estaban abiertas de par en par cuando llegó el iracundo monstruo de mil cabezas…, pero amarga fue la sorpresa del populacho enardecido. Nada. No había nada. Los huesos de Hernán Cortés habían desaparecido. El busto de bronce que hiciera Manuel Tolsá10 para honrar su memoria no estaba en su sitio, y la urna que contenía los restos del conquistador estaba vacía.
Para solventar su frustración, la muchedumbre se lanzó al saqueo del templo; no podrían quemar los huesos, pero podían romper la urna y destruir el imponente obelisco de mármol, de siete metros de altura, que marcaba el lugar de descanso del creador de la Nueva España.
¿Qué había pasado con los restos de Hernán Cortés? Una cosa era evidente: alguien los había robado antes de que llegara la horda saqueadora. El capellán mayor respiró aliviado cuando los últimos enfurecidos abandonaron el lugar. Los huesos de Cortés habían desaparecido, la noticia se esparció por las calles como reguero de pólvora. Cerca de ahí, el autor del robo sonrió satisfecho.
Además del ladrón de los huesos, dos individuos estaban muy atentos al desarrollo de los acontecimientos: Servando Teresa de Mier y Joel Poinsett. El primero se veía un tanto perturbado, alarmado por el derrotero que tomaban los acontecimientos, por el camino de odio y pretextos que la nueva república ofrecía al pueblo. Treinta años atrás había pronunciado un gran discurso fúnebre para Cortés, y era ahora parte del gobierno que propiciaba el discurso de profanación.
Poinsett, en cambio, sólo podía estar resplandeciente. Hubiera preferido que el plan se cumpliera hasta el final, y ver los huesos calcinados de Cortés, humeando en la plaza. Lo más importante, no obstante, era implantar en el pueblo la semilla del odio contra sí mismo, y eso se había logrado. México nunca sería una amenaza. La leyenda negra que Inglaterra construyó sobre España entre los siglos XVI y XIX, sobre su barbarie, su mediocridad y su salvajismo, era retomada por Estados Unidos contra México; una versión de la historia diseñada para que un país sintiera vergüenza de sí mismo.
A los pocos días, un barco zarpó de Veracruz con un extraño cargamento: un busto de bronce de Hernán Cortés envuelto en un fino paño negro. Su destino final era Italia, y el destinatario era José Pignatelli de Aragón y Cortés, duque de Terranova, y decimocuarto marqués del Valle de Oaxaca. Cuando corrió el rumor de que los restos de Cortés habían sido enviados a Europa, el ladrón de los huesos volvió a sonreír, satisfecho y aliviado. Habría que esperar a que cambiara el espíritu del tiempo.
2 Desde el siglo XVI y hasta el XX, Méjico y mejicano se escribían con “j” en este país, es la grafía del lenguaje correspondiente al fonema, es por eso que en España se sigue escribiendo así. México con equis es una construcción del siglo XX, y a partir de este momento será la que usaremos.
3 Agustín de Iturbide estableció los colores verde, blanco y rojo como símbolo de su ejército Trigarante (las garantías de independencia, religión y unión). Según la tradición, esto ocurrió en el poblado de Iguala, el 24 de febrero de 1821. Por eso el 24 de febrero es el Día de la Bandera.
4 El título de virrey o vicerrey, representante del monarca en territorios de la Corona, fue instituido en Nueva España en 1535 y existió hasta 1820, cuando según las leyes de la Constitución de Cádiz promulgada en 1812, y aceptada por Fernando VII en 1820, cambió por el de jefe político superior. Ése fue el título oficial de Juan de O’Donojú, que en términos prácticos pasó a la historia como último virrey.
5 Hoy día escribimos palabras de lenguas indígenas con alfabeto latino, lo que nunca corresponderá exactamente; la norma aceptada es no usar tilde.
6 Iturbide firmó con O’Donojú los Tratados de Córdoba el 24 de agosto de 1821. Es el documento en que se establece cómo se realizaría de manera pactada la independencia de Nueva España, convertida en Imperio mexicano y ofreciendo la corona a Fernando VII. El Plan de Independencia para la América Septentrional es el documento conocido como Plan de Iguala, redactado por Iturbide y al que se adhirió Vicente Guerrero el 24 de febrero de 1821. Es la proclama de independencia que hace Iturbide y sirvió de base para los Tratados de Córdoba.
7 El título de embajador de Estados Unidos en México se usó hasta el porfiriato; antes de eso usaban el ambiguo título de ministro.
8 Un corregidor, según las leyes de la Corona, era el representante del rey en una ciudad. Eso era Miguel Domínguez en 1810, el representante del rey en Querétaro. Por eso su movimiento, al que se suma Miguel Hidalgo, buscaba formar aquí un gobierno con el rey Fernando VII.
9 Carlos de Gante, hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, nieto de los Reyes Católicos, se convirtió en rey de Castilla y Aragón en 1516, a los 16 años de edad, y fue el primero con ese nombre (Carlos I). En 1519 fue electo emperador alemán, donde fue el quinto con ese nombre (Carlos V). Carlos I de España y Carlos V de Alemania (Sacro Imperio Romano Germánico) son la misma persona. A lo largo de esta obra nos referiremos a él con su título imperial, Carlos V.
10 El valenciano Manuel Tolsá fue el maestro constructor que terminó la construcción de la catedral metropolitana de la Ciudad de México, que inauguró en 1813. También se le debe el altar mayor de la catedral de Puebla y del templo de la Profesa, el Palacio de Minería, el colegio de San Carlos y la estatua de Carlos IV conocida como “El caballito”.
LA ÚLTIMA BATALLA DE HERNÁN CORTÉS
SEVILLA, 2 DE DICIEMBRE DE 1547
Al emperador del mundo sólo se le puede vencer desde más allá de sus dominios, la batalla debe librarse desde la eternidad. Así, con su muerte, comenzó la última aventura de Hernán Cortés. Carlos V había amenazado con dejarlo fuera de la historia, borrar su recuerdo de la memoria de la humanidad, condenarlo al olvido, a que su nombre jamás fuese pronunciado como conquistador de América. Los poderosos son los dueños de la historia, y el hombre más poderoso del orbe pretendía eliminarlo de ella.
Por eso Cortés, como el Cid,11 siguió luchando después de la muerte, y quizá aún no descansa. Carlos era el emperador del mundo, en cuyos dominios jamás se ocultaba el sol, y una buena parte de esa grandeza se la debía precisamente a Hernán Cortés, el súbdito que le dio más ciudades y reinos de los que pudo haber heredado de sus padres y abuelos, y al que siempre profesó una mezcla de admiración, odio y miedo. ¿Qué conflicto tan grande podía existir entre el hombre más poderoso y aquél que se convirtió en el cimiento de dicho poder?
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