El tiempo de las amazonas

Marvel Moreno

Fragmento

1

Gaby decidió quedarse a vivir en París tres horas después de haber llegado a aquella ciudad y sin saber hablar una palabra de francés. Sentada en una banca de la plaza Paul Painlevé había mirado a su alrededor y vio a un anciano echándole migas de pan a gorriones y palomas que no parecían temer la presencia humana. Vio, también, a un muchacho enfrascado en la lectura de un libro y, frente a él, a una pareja de enamorados que se besaban en la boca. Todo eso era inconcebible en Barranquilla: los chicos de cada barrio formaban bandas para matar a los pájaros a punta de honda; leer en una plaza habría provocado la hilaridad de los transeúntes y, besarse en público, la pérdida de la reputación. Gaby pensó que estaba en el lugar donde en principio habría debido nacer y resolvió instalarse allí para siempre. Tenía algunos ahorros en un banco norteamericano que la ayudarían a vivir mientras aprendía el francés y entablaba relaciones para poder ejercer su oficio de fotógrafa. En cuanto a su marido, Luis, terminaría por comprenderla. Tanto le había dicho que solo en Francia el éxito se debía al talento y no a las intrigas locales, que sin lugar a dudas aceptaría su decisión. Quedaba por delante el problema de anunciársela y ella observaba de reojo su expresión arisca, la misma que tenía cuando fue a recogerla al aeropuerto de Orly. Estaba feliz de reunirse con él, pero al llegar al hotel donde se alojaba y verle sacar del bolsillo del saco un manoseado librito sobre las treinta y dos posiciones eróticas de alguna religión oriental comprendió que nada había cambiado. Para entonces sabía que la sexualidad exigía un estado de ánimo en el cual la conciencia se perdía entre los laberintos de un placer ciego y sin nombre y cuya esencia profunda ningún libro podía revelar. Pensaba en eso mientras Luis la desvestía apresuradamente y la acostaba en la cama para hacerle el amor como siempre, con el deseo limitado a su miembro y en sus ojos la angustiada mirada de un niño frente a la hoja de un examen escrito. Ahora que el mal rato había pasado podían conversar cariñosamente en la plaza Paul Painlevé, aunque Luis conservara en las pupilas la inquietud del niño que devolvió la hoja del examen en blanco. Decirle que quería vivir en París le parecía el mejor medio de no herirlo en su amor propio, pese a que sin él no concebía la existencia y que había sufrido desesperadamente los meses en que estuvieron separados. A ella le parecía que su amor por Luis era un tejido de hilos contradictorios. Lo había conocido cuando era un hombre acosado a causa de sus opiniones políticas, pobre, mal vestido y sin otro encanto que el de su formidable colección de anécdotas. Si hubiera sido uno más de los muchachos de la alta burguesía que ella frecuentaba, ni lo habría notado. Pero lo perseguían: ocupaba la tercera posición en una lista negra fijada por la derecha extremista para eliminar a las personas consideradas como peligrosas en caso de un movimiento popular revolucionario. A esa aura de conspirador romántico se unía el hecho de que Luis había pasado una infancia desdichada pues quedó huérfano de madre a los ocho años de edad y su padre, un hombre simpático pero egoísta, se había desembarazado de él confiándolo al cuidado de sus dos tías que lo odiaban. Gaby le había oído contar apenada cómo aquellas solteronas le amargaron la niñez pegándole con frecuencia e inventando un sinfín de faltas para acusarlo de desobediencia delante de su padre, los pocos domingos que este pasaba a visitarlo. En una ocasión su abuela materna, enferma de cáncer, ofreció ocuparse de él y durante dos meses Luis vivió feliz, pero las tías lo recuperaron con el pretexto de que el cáncer era contagioso, en realidad para recuperar los pesos que obtenían por su crianza. Desde entonces Luis vio a su abuela a escondidas en el bus que lo llevaba al colegio. Aunque no parecía persona inclinada a apiadarse de sí misma, ella, Gaby, intuyó que aquel recuerdo le laceraba el alma: un niño con su maletín sobre las rodillas esperando ansiosamente en el bus la parada donde su abuela subiría para reunirse con él. Y el día que no vino, cuando dejó de verla, se dijo que también ella lo había abandonado y entró en el oscuro desamparo de la soledad. Desde la primera vez que hablaron juntos, ella, Gaby, tuvo la impresión de hallarse frente a un hombre valiente, pero desvalido. Sentados en una mesa del Country Club, viendo caer en torrentes la lluvia de agosto sobre las matas del patio interior, descubrieron que compartían los mismos gustos literarios y opiniones políticas. Ella creía soñar: una persona que leía a Marx y sabía manejar los cubiertos, un partidario del Che Guevara aficionado a Proust, un izquierdista que se expresaba con moderación. Y ese era el hombre que la burguesía pretendía amordazar impidiéndole trabajar y amenazándolo de muerte. Al separarse de él creyó haber encontrado al hombre ideal.

De su ilusión vino a sacarla el matrimonio con Luis, cinco meses más tarde. Aunque no tenía ninguna experiencia y su timidez le impedía decir lo que quería, ella no podía tolerar que la vida sexual se redujera a un acto realizado a las carreras y del cual su propio placer estaba excluido. En la intimidad Luis se comportaba como un pirata, no violento, ni siquiera lascivo, sino simplemente ocupado en obtener su satisfacción lo más pronto posible sin tener en cuenta los débiles mensajes que ella le lanzaba y que un día, cansada, vencida, dejó de enviarle. Entonces se replegó sobre sí misma y la sexualidad se le convirtió en obsesión. Todos los hombres que conocía podían volverse sus amantes, cada cita de negocios era susceptible de transformarse en un encuentro de amor. Pasaba el día soñando despierta. Trabajaba mucho, pero como un autómata, sin darle importancia a lo que hacía, aletargada por los espejismos del deseo. En su fuero interno le reprochaba a Luis el haber utilizado el matrimonio para acaparar su cuerpo poniendo sobre él una especie de marca personal que excluía a los otros hombres y, al mismo tiempo, se sentía avergonzada de pensar de ese modo. Si hubiera sido más calculadora se habría permitido tener aventuras extraconyugales manteniendo a salvo las apariencias. No podía, se lo impedía algo que ella llamaba su honestidad. Así, cuando conoció al hombre que sería su primer amante, no quiso acostarse con él antes de pedirle a Luis el permiso de hacerlo, tal y como habían convenido de novios, en la época que Luis le afirmaba que vivirían a la manera de Sartre y Simone de Beauvoir. Luis aceptó y al día siguiente se volvió loco: llamó por teléfono a su padre para ponerlo al corriente de la situación y le contó toda la historia al periodista más chismoso de la ciudad. Fue el escándalo. Ella intentó hacerle frente a las cosas sin romper sus relaciones con su amante, pues le parecía el colmo que después de tanto hablar de libertad Luis armara aquel alboroto por una simple aventura, destinada a terminarse en poco tiempo, sí, pero que quería vivir hasta el fondo. Cediendo a las súplicas de Luis fue a ver a un médico con quien él había conversado. Era un hombre viejo que coleccionaba mariposas y tenía en su

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