Egan. El campeón predestinado

Pilinio Apuleyo Mendoza

Fragmento

El elegido

Sufrió un vahído, seguido de un ligero vómito.

En el cultivo de claveles, sus compañeros de trabajo les echaron la culpa a los pesticidas, que usualmente producen ese tipo de efectos. Pero a Flor Marina se le metió en la cabeza que era una infección intestinal.

Se sentó, descansó unos minutos y volvió a trabajar. No obstante, trasbocó de nuevo. Entonces llamó a Germán, su esposo, para que la recogiera en la empresa —a cinco kilómetros de Zipaquirá— y la acompañara al médico.

Como cada día desde hace más de veinticinco años, esa tarde había una larga fila afuera de la casa-consultorio del doctor José Bulla, una de las grandes personalidades del pueblo. Sin embargo, hizo seguir a Flor cuando, desde la ventana, le vio la cara de angustia. Apenas cruzó la puerta, ella lanzó su propio diagnóstico: “Doctor, creo que tengo una infección intestinal”.

Sin mediar una sola palabra, sin ponerle una mano encima y sin hacerle medio chequeo, Bulla le respondió: “Florecita, usted está embarazada. Va a tener un niño y, si me lo permite, quiero ser el padrino de ese muchachito. Tengo un presentimiento: él va a ser especial”.

Flor Marina Gómez se quedó muda por un largo rato, hasta que al fin reaccionó y le respondió: “De verdad creo que tengo una infección, doctor. ¿De dónde saca usted esas cosas?”.

Con la convicción absoluta de los que sienten ese tipo de manifestaciones, el médico volvió a su monólogo y soltó otra frase aún más comprometedora: “Como ya sé que va a ser un niño iluminado, permítame buscarle un nombre apropiado para mi ahijado”.

Ella entendió que el médico no solo no estaba haciendo un chiste, sino que iba muy en serio, y comenzó a decirle a todo que sí. El doctor Bulla —un científico de avanzada con gustos esotéricos— la mandó a hacerse los exámenes de rigor y a los dos días Flor se enteró de que, en efecto, tenía un mes y medio de embarazo. Lloró de contenta y supo que había que hacerle caso al padrino de su bebé.

A partir de ese momento, el doctor Bulla se dedicó a buscarle un nombre al muchachito. “Me sentí inmediatamente atraído por esa criatura y no pude dar espera a eso. Desde la universidad he sabido de un doctor japonés de apellido Suzuki, un ser muy especial que estuvo siempre interesado en todo lo que tiene que ver con los nombres y apellidos que se les ponen a los niños, y cómo eso determina la vibración particular para su posterior desarrollo como personas. Para llegar al nombre del muchachito busqué en personajes griegos, miré varios libros en la biblioteca del doctor Rafael Gómez Cuevas, y encontré a Egan, un gran héroe que aparece dominando el fuego. Después, él es quien camina con una iluminación propia y logra todo lo que se propone hacer. Había otro pasaje sobre cómo aparecen los designios del cielo y entonces dije: ‘Ese es, Egan, el campeón venido del cielo’. Lo encontré en una historia de cómo habían llegado unos bárbaros a un pueblo de Grecia, donde ocurría una serie de injusticias y masacres, hasta que apareció este muchacho que, creían, había llegado con algo caído del cielo, un meteorito, algo así. Cuando ese muchachito, de dieciséis o diecisiete años, se enfrentó a esa multitud de gente, dominó absolutamente a esos bárbaros y ya pudieron tener sus cosechas con abundancia. Una historia espectacular”.

Después de la investigación, vino la charla con Flor. A la primera, la mamá del futuro campeón dijo que no. El doctor le contó la historia que había leído. Ella volvió a negarse y le argumentó: “Pero es que no rima con Bernal ni con Gómez ni con nada”. Él insistió y ella finalmente aceptó, siempre y cuando la dejara ponerle otro nombre. Días después, el asunto estaba resuelto por y para ambas partes: Egan Arley Bernal Gómez.

Y un mes más adelante, Bulla se dio cuenta de que si repetía el nombre sin parar, pronto se encontraba con otra palabra un poco más diciente, un poco más reveladora: “EganEganeGanéGané”. Entonces volvió a sentir el mismo chispazo inicial, pero esta vez con mayor intensidad y claridad: “No hay duda alguna: va a ser un campeón”.

Zipa y bogotano

13 de enero de 1997. 5:35 p. m.

Flor Marina Gómez trabajaba en la empresa Agrícola Guacarí, ubicada en el kilómetro 4,5 en la vía Briceño-Zipaquirá. Tenía veintidós años. Su labor era seleccionar, uno a uno, los mejores claveles para exportación. Su único antojo, durante los cinco últimos meses de embarazo, fueron los Chitos.

En esas andaba —separando flores y comiendo Chitos— cuando reventó fuente. A los trompicones la llevaron a la enfermería de la empresa, y de ahí la trasladaron a Zipaquirá. En el camino se comunicó con su esposo y lo citó en el hospital del pueblo.

Cuando llegó, se encontró con que, ese día, los empleados del centro de salud estaban en paro. Se negaron a atenderla, simplemente le hicieron un tacto y le dijeron que todavía contaba con tiempo suficiente para llegar a Bogotá, sin ningún tipo de riesgo para ella o para el bebé.

Como había huelga, tampoco había ambulancia. Germán, su marido, que recién llegaba al hospital, averiguó si alguien podía llevarlos, pero ningún carro apreció. Así que, a eso de las 6:40 p. m., arregló con un taxista por 80.000 pesos para que los llevara desde Zipaquirá hasta la Clínica San Pedro Claver (hoy Hospital Universitario Mayor Méderi), en Bogotá.

Ya eran las ocho pasadas. En la puerta de urgencias, el celador que decidía quién entraba y quién no; solo la dejó pasar cuando ella, en medio de una marea de gentes y dolencias, le grito: “¡Voy a parir ya!”. Germán, por su parte, tuvo que quedarse afuera.

A Flor la subieron a una camilla, la ubicaron en un pasillo en medio de un tumulto de pacientes que esperaban ser atendidos, y le aplicaron una dosis de Pitocin, el medicamento que se utiliza para producir contracciones uterinas y ayudar al trabajo de parto. Pero se les fue la mano en la dosis. Al parecer, la cantidad que le suministraron fue tanta, que le provocó taquicardia.

Otra paciente, que estaba a su lado, se percató de la manera en que Flor reaccionó y alertó al equipo médico. Egan, “el campeón”, se salvó de nacer en una camilla en medio de un corredor de hospital, porque gracias al aviso llevaron por fin a su mamá a la sala de partos.

Egan Arley Bernal Gómez nació a las 11:55 p. m. Flor lo observó con rigor. Incluso trató de memorizar cada detalle de su cuerpo y se alegró al ver una pequeña mancha a la altura de la cadera que sobresalía de manera especial. “Esa mancha es de la familia Bernal. Me alegré porque había muchas mamás y me daba miedo que me lo cambiaran”, confesó.

Minutos después, empezó a ver borroso y pronto quedó inconsciente. Al despertar, luego de unas horas, le dijeron que ella estaba en cuidados intensivos, que su corazón estaba trabajando a ritmos muy acelerados y debía reposar. Preguntó por el bebé, pero le dijeron que estaba en una sala cuna y que por el momento no podía verlo.

Se puso a llorar. No sabía qué había pasado con su hijo ni en qué condiciones estaba. Cuando finalmente la estabilizaron, la pasaron a una silla. “Toca así, mi señora. Hay otra gente que necesita acostarse”, le dijo la enfermera.

La repentina forma en que salieron de Zipaquirá no permitió que ni Flor ni Germán alistaran las cosas necesarias para su estadía en la clínica. Así que Flor no tenía sino la bata de trabajo del día anterior. Nada más.

Necesitaba ver a Egan y como pudo se puso de pie y caminó por el pasillo en busca de la sala en donde estaba su hijo. No lo encontró. Mientras andaba perdida, iba dejando rastros de sangre por los pasillos del hospital. Solo quería ver a su hijo. Abrazarlo de nuevo. En un corredor, reconoció a lo lejos a Germán, que también estaba buscándola. “Llevo toda la mañana sola”, le reclamó. “Y yo también llevo horas sin que me dejen entrar”, le respondió.

Poco después de las 11:00 a. m. pudieron ver al bebé. De inmediato, Flor le bajó el pañal para buscarle la mancha en la cadera y así asegurarse de que, en efecto, fuera su hijo. “Esa mancha la tenemos todos en la familia Bernal: Germán, Egan, sus primos, sus primas y yo, por supuesto”, contó Gloria Bernal, su tía.

No hubo habitación ni flores, ni regalos, ni visitas para el recién nacido. Por el contrario, al caer la tarde, los sacaron de la clínica. “Colaboren, que este lugar está muy lleno”, les dijeron. Flor, Germán y Egan agarraron otro taxi de regreso a Zipaquirá.

Después de tan cruda experiencia, lo último que quería la familia Bernal Gómez era volver a un hospital, Sin embargo, seis meses después del parto, cuando simplemente asistían a un control de crecimiento, a Egan lo dejaron hospitalizado porque tenía neumonía. “No trabajé durante seis meses para poder cuidarlo”, cuenta Flor. Pero los pulmones del muchachito se fortalecieron de tal manera, que se convirtieron en dos tanques con un consumo máximo de oxígeno que envidiaría la mayoría de atletas del mundo. Egan sería un dios del viento.

La bici

Gloria empezó a cuidar a su sobrino desde que tenía nueve meses de nacido, mientras su cuñada trabajaba en los cultivos de flores: “Como yo tengo tres niños, Flor me decía: ‘Mejor no trabaje más, porque todo lo que usted gana es para pagar la cuidada de los niños, mejor quédese en la casa y me cuida al niño, que yo trabajo y le pago’. Así que yo cuidaba a los cuatro. Sin embargo, con el tiempo, ya mis hijos se fueron para el colegio y, entonces, yo me quedaba sola con Egan”.

Desde sus primeros pasos, Egan fue un niño hiperactivo. A los cuatro años se montó por primera vez en una bicicleta amarilla que le regalaron sus padres, y ese fue su juguete especial. Como en la familia había un gran cariño por el deporte de las bielas, sus primos también montaban. Era el juego de todos.

“Cuando yo tenía ocho años y Egan seis, nosotros montábamos en una pendiente que queda bajando la iglesia Jesús Obrero. Una vez, Egan me dijo: ‘El más valiente se va a botar por esta loma’. Y sin agüero se botó y bajó con una habilidad increíble. Luego bajé yo, pero en la última parte me ganó el cuerpo, me caí y me pelé toda. Él era muy arriesgado desde chiquito. Lo traía en la sangre”, recuerda Mayeline Triana Bernal, su prima.

Julio Bernal, su abuelo, fue y sigue siendo un practicante del ciclismo más puro: el de la supervivencia. Vivía en la vereda La Fuente y trabajaba en Zipaquirá. Ese recorrido de 10 kilómetros en carretera destapada lo hacía todos los días de ida y vuelta. Tenía que cruzar un río que algunas veces se crecía, para lo cual se quitaba el pantalón y pasaba muy pulcro en calzoncillos.

Germán Bernal, su padre, que entonces trabajaba como vigilante, había sido ciclista aficionado con aspiraciones de profesional. De hecho, llegó a correr una Vuelta de la Juventud, pero, como lo ha declarado Egan mil veces —no sin cierta mofa—: “No era tan bueno, y cuando iba a ganar, siempre algo raro le pasaba y entraba de tercero o de cuarto o de quinto”.

Así que genética ciclística había en la casa. “Una predisposición”, dice el doctor y padrino José Bulla: “Empezamos a notar que a él le gustaba montar. No sé si fue como una programación in utero, pero de que el niño venía a montar en bicicleta, venía a montar bicicleta. Eso era evidente. Es posible que se trate de una predestinación o de pronto tiene que ver con la frustración que tuvo el papá, y que se convirtió en el deseo desbordado de tener un muchacho ciclista”.

Germán Bernal sabía por experiencia propia que se trataba de un deporte duro y, según lo que le tocó, sin más recompensa que la satisfacción de practicarlo, y punto. Bulla, que conoce a Germán desde que tenía dieciséis años, recuerda cómo fue su inicio en el ciclismo aficionado: “En el año 92 o 93, tuvimos la oportunidad de llevar a unos muchachos a una Clásica de Turismeros, con el club de don Leonidas Herrera, y entre ellos estaba Germán, que debía tener más o menos diecisiete años. Efectivamente, fuimos a la carrera, pero desafortunadamente tuvimos algunos accidentes, y uno de ellos le tocó a Germán, que tuvo varias heridas en la cabeza y nos tocó hospitalizarlo. A raíz de eso empezaron los temores entre sus familiares, porque decían: ‘¡No! Es mejor que se salga de eso, un día de estos se va a matar en esa bicicleta’”.

Con todo, Germán fue terco e intentó avanzar hacia el profesionalismo. Puso todo el empeño, pero le costó sudor, lágrimas y sangre: no ganaba, se caía y se lesionaba con frecuencia. Fabio Rodríguez, uno de los grandes gregarios en la historia del ciclismo colombiano —que llegó a ser el escudero de lujo de Tony Rominger en el equipo Class, a mediados de los noventa—, explica: “Desde hace rato soy amigo de Germán, el papá de Egan, porque él también montó bicicleta con nosotros. Cuando yo era profesional, él era amateur. Entrenaba conmigo, porque juntos somos de Zipa; era compañero de lucha y me acompañaba a los entrenamientos. Pero la verdad es que no tuvo suerte en el ciclismo, porque no fue escalador, y en esa época, y en todas las épocas en Colombia, el que no subía estaba fregado. Entonces sufrió mucho. Y ahí fue donde le tocó ponerse a trabajar”.

Juntos acudían a una finca que tenía el doctor José Bulla (quien también era hincha del ciclismo) en el municipio de Cogua —a siete kilómetros de Zipaquirá—, donde recibían charlas de motivación y muy buenos desayunos. Allí asistieron incluso leyendas del ciclismo como José Patrocinio Jiménez, Oliverio Rincón y Raúl Gómez (también de Zipaquirá). “Era una escuela para que ellos se preocuparan por hablar bien, por ser respetuosos, por estar aseados, por ser buenos tipos. Hubo una época en que les dábamos desayuno más o menos a trescientos muchachos, tanto así, que la Policía fue una vez, porque pensaron que estábamos entrenando guerrilleros, todo porque se hacía una especie de campamento”, recuerda Bulla.

En medio de esas imágenes, de ese ejemplo y de ese ambiente ciclístico, bucólico, frío y de alta montaña, se crio Egan. Habla Norberto Triana, el esposo de su tía Gloria: “Germán, el niño y yo nos íbamos para el autódromo de Tocancipá, para el Neusa y para Cogua a entrenar, y él siempre andaba a la par con nosotros. Luego, empezamos a ir a San Jorge y a Pacho, que era un recorrido en subida, y Egan también nos acompañaba. Desde pequeño, Egan demostró ser un berraco para subir. Es increíble que aun con la bicicleta que él tenía, que era de cross, se nos pegara sin problema, y eso que nosotros teníamos bicicletas semiprofesionales. Precisamente yo tengo guardada esa primera bicicleta amarilla con la que él empezó a montar”.

Zipaquirá, ubicada a 2.652 metros sobre el nivel del mar, a 43 kilómetros de Bogotá y anclada a la cordillera Central del país, le ha entregado al ciclismo nacional importantes nombres a lo largo de los años. De hecho, el primer gran héroe del pedal en el país —o tal vez la primera leyenda del deporte nacional— fue Efraín “el Zipa” Forero, ganador de la primera Vuelta a Colombia en 1951. Eso marcó un hito en su comarca. Luego brillaron en Europa y Latinoamérica corredores como Fabio Rodríguez y Raúl Gómez. Así que tradición ciclística también había en esa elegante tierra, y no era de extrañar que un niño de ocho años soñara con ser campeón del ciclismo mundial.

La primera carrera oficial de Egan Arley Bernal Gómez fue una bonita casualidad repleta de fortuna. El muchachito iba caminando con sus papás cerca del Instituto de Recreación y Deporte de Zipaquirá y vio

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