Las formas de la pereza

Héctor Abad Faciolince

Fragmento

Los remedios del tálamo (sobre el «amor latino»)

Los remedios del tálamo
 (sobre el «amor latino»)

1

«Se suele dar el nombre de amor a mil quimeras», dice Voltaire en su Diccionario filosófico, y tiene razón, pues la noción de «amor» es tan vaporosa que sus definiciones más precisas han sido dadas por personas muy poco preocupadas por la exactitud, quiero decir, por los escritores de versos, y en el lenguaje típico de la ambigüedad, el poético. Los barrocos españoles, por ejemplo, se empeñaron en definirlo en cápsulas de catorce endecasílabos. De estos sonetos «definiendo el amor», voy a usar el que a mí me resulta más convincente, de Quevedo, que, como verán, es algo contradictorio:

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde, con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero parasismo;
enfermedad que crece si es curada.

Este es el niño Amor, este es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!

La conclusión de Quevedo, a tono con su filosofía estoica y desilusionada, es bastante pesimista: el amor es algo que tiene muchísima amistad con nada; el amor, en últimas, no es nada. Quevedo nunca tuvo relaciones fáciles con el cuerpo y con el amor, asociado muchas veces en su poesía con lo engañoso, cuando no con lo monstruoso. Lope (un poeta de vida mucho más alegre), en cambio, en un soneto que persigue también una definición del amor a través de oxímoros, llega a una conclusión menos teñida de desencanto, pero totalmente refugiada en la subjetividad: no puede definir el amor, pero todos los enamorados lo entienden: «Quien lo probó lo sabe». Su soneto, en todo caso, es un registro de casi tantas contradicciones como el de Quevedo. Oigámoslo:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso.

No hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso.

Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño.

Creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
¡esto es amor! quien lo probó lo sabe.

Dejemos así definido el amor, al menos por el momento, para pasar a definir el segundo elemento del tema propuesto. Para entender el adjetivo «latino», voy a usar al poeta latino por antonomasia, Virgilio. En la Eneida descubrimos de dónde viene esta palabra. Según el mito, en el Lacio hubo un rey llamado Latino, el padre de Lavinia, es decir, la mujer que acabaría siendo la esposa de Eneas y la fundadora de la estirpe de los latinos. Quizá para entender lo que es un amor latino, nada mejor que remontarnos a ese prototipo, a ese primer amor latino, el de Eneas y Lavinia.

Eneas, primero que todo, era un tipo casado. Casado y enamoradizo. De su condición de enamoradizo, sin embargo, este príncipe troyano no era culpable, ya que esta característica suya era genética, pues como se sabe Eneas era hijo de Afrodita, la diosa del amor, y el gen amoroso transmitido por Venus provoca reacciones incontenibles en cuanto se supera el umbral de la pubertad. Eneas se había casado prematuramente con Creúsa, hija del rey Príamo, pero cuando salió de Troya en plena artimaña del caballo, con las carreras del último momento, se le olvidó cargar a la esposa en las naves. Cuando se dio cuenta de este terrible olvido, Eneas dio marcha atrás, consternado, pero ya era muy tarde: el descuido lo dejó viudo. Después de innumerables peripecias, la flota de Eneas va a atracar en Cartago, ciudad que era gobernada por la hermosa Dido. Cuando Dido ve a Eneas, cuenta Virgilio, ésta siente que «la blanda llama carcome sus médulas, y dentro de su pecho vive la herida callada». Venus misma se encarga de que, por pura casualidad, Eneas y Dido coincidan a solas en una oscura cueva, donde fueron inútiles todos los esfuerzos de ambos para evitar que pasara lo que pasó. Dido y Eneas empezaron a vivir en Cartago como esposos, muy felices, aunque con el público escándalo de no haberse casado todavía, hasta que a Dido, harta ya de tanto concubinato, se le escapó una palabra tremenda, matrimonio, y ahí fue Troya de nuevo, pues Eneas se acordó de que el Destino le tenía reservados otros rumbos. Alistó las naves a escondidas de Dido, pero todo se sabe, y Dido llegó a tiempo para decirle: «¡Traidor!, ¿osas abandonarme cuando hasta yo misma me he entregado a tus caricias?». Todas las súplicas y hasta las amenazas fueron vanas. Cuando Dido vio las velas de Eneas desplegadas que se alejaban de Cartago, hizo una gran pira donde quemó la cama y las sábanas del pecado y todas las pertenencias de su amado menos una: su espada. Sobre el filo de esta espada se arrojó y después sobre el fuego, donde ardió su cuerpo enamorado hasta volverse ceniza enamorada. Lo último que Eneas ve de Cartago es el resplandor y el humo de la pira funeraria donde se inmola Dido. Otro amor que termina, como los de Góngora, «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Voy a saltarme el viaje de Eneas al mundo de la ultratumba, el que siglos más tarde le servirá a Dante de modelo para su Comedia (en el segundo círculo del Infierno pondrá Dante a todos los suicidas y locos por amor, desde Dido hasta los famosos Paolo Malatesta y Francesca da Rimini). Sólo quiero recordar todavía que en el Hades, Eneas vuelve a ver al espíritu de Dido y le pide perdón, aunque únicamente para oír una nueva declaración de odio: Dido, como buena mujer latina despreciada, no perdona ni aún después de muerta. También aquí quiero acudir a Quevedo a modo de ejemplo, pues nuestro clásico español es quizá quien mejor ha mostrado, de nuevo en catorce endecasílabos, «lo que es una mujer despreciada»:

Disparado esmeril, toro herido;
fuego que libremente se ha soltado,
osa que los hijuelos le han robado,
rayo de pardas nubes escupido;

serpiente o áspid con el pie oprimido,
león que las prisiones ha quebrado,
caballo volador desenfrenado,
águila que le tocan a su nido;

espada que la rige loca mano,
pedernal sacudido del acero,
pólvora a quien llegó encendida mecha;

villano rico con poder tirano,
víbora, cocodrilo, caimán fiero
es la mujer si el hombre la desecha.

Abandonemos nosotros también a la apasionada Dido y lleguemos al fin al Lacio, donde reina el rey Latino, y donde su hija Lavinia ya está prometida a un príncipe vecino, Turno

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