Prólogo
Alfaguara ha reunido aquí treinta y dos textos míos: artículos, discursos, conferencias, ponencias, prólogos y presentaciones de libros y películas. En ellos quedan expresados mis sentimientos más fuertes: mi amor por los animales, mi devoción por algunos escritores, mi desprecio por los políticos y mi odio por las religiones empezando por la católica en que me bautizaron pero en la que no me pienso morir. Si la Iglesia no me ha quemado vivo con lo que he dicho de ella es porque ya no puede, porque desde el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa ha ido perdiendo poco a poco su capacidad de hacer el mal. Hoy ya no pueden levantar en las plazas públicas las hogueras para quemar herejes y brujas. Cuando leía en Ámsterdam mi conferencia «La Patagonia, el fin del mundo», que aparece en este libro, los holandeses que me escuchaban en traducción simultánea del español al holandés se iban saliendo indignados tirándome de paso sobre el podio donde hablaba los audífonos. ¡Y pensar que terminaba mi conferencia invocando el espíritu libre de Erasmo el tolerante! No alcanzaron a llegar hasta el fin. Acabando de leer mi conferencia con media sala vacía me sonaron muy sarcásticas mis palabras finales. En cuanto al tema de la Patagonia, fue idea de los que me invitaron, y tenía que ver con el segundo milenio, que estaba por terminar. Entonces entendí que Europa, que vivió las guerras de religión, no es nuestra América Latina libre, el último reducto de la libertad. Allá no se puede hablar. Ni en los Estados Unidos. Ni en los cincuenta y dos países musulmanes. En el vasto ámbito geográfico que abarcan es un riesgo afirmar que Dios no existe y que si existe es Malo; que Cristo no existió y que si existió fue un loco rabioso; que el cristianismo ha sido desde que empezó una inmensa farsa y una empresa criminal, y que el Islam es otra, siendo imposible determinar cuál de esas dos barbaries disfrazadas de civilizaciones es más infame.
Otras explicaciones sobre algunos personajes y circunstancias de estos textos. Cuando leía en el Parque Nacional de Bogotá, durante un encuentro de escritores, mi mensaje «A los muchachos de Colombia», me gritaban desde el público «¡Apátrida!» Y sí, pero se quedaron cortos. Yo ya no sé dónde meterme en el planeta. Ruido y bribonería es lo que encuentro por todas partes. Y elecciones. Este planetoide del Sistema Solar se la pasa los 365 días del año ejerciendo lo que llaman la «democracia», eligiendo hampones.
«El palacio embrujado de Linares» es mi presentación de mi libro Mi hermano el alcalde. Fue la primera presentación de libro que se hizo por teleconferencia (ya no saben qué inventar) y tuvo lugar entre las oficinas de mi editorial Alfaguara en la Ciudad de México, desde donde hablaba yo en medio de una nube de humo y con un altar de muertos mexicano encendido de veladoras detrás de mí y sonando el comienzo del poema sinfónico «Finlandia» de Sibelius que de niño me causaba miedo, y la Casa de América en Madrid donde estaba el público. El «palacio embrujado de Linares» es hoy justamente la Casa de América. El edificio de Alfaguara, de varios pisos (entonces mi editorial era una empresa boyante que se podía dar el lujo hasta de quemarlo), se llenó del humo de una máquina que contratamos para darle al asunto una atmósfera de terror. Llegaron los bomberos con sus sirenas a apagar el incendio, pero no, ¡falsa alarma! A cada uno de ellos le di un ejemplar del libro dedicado: «Para el bombero fulano de tal, quien nunca leerá estas páginas». Cosa evidente porque los bomberos no están para leer libros. ¿Y quién los leerá mañana? Ahí está mi ponencia «¿El fin del libro?» para medio contestar.
Mi perra Bruja es a quien más he querido. Clarita Gómez era una psicoanalista que murió poco después de leer el prólogo que le escribí para su libro, que resultó póstumo. ¡Como ella! Y es que su papá, que fue un escritor importante en mi tierra de Antioquia, murió meses antes de que ella naciera. A García Márquez ya lo conocen. Aún vive. ¿Y este «aún» sobra? ¿Será pleonasmo? El filólogo, gramático y árbitro del idioma Rufino José Cuervo, mi paisano, y que está en dos de estos textos y canonizado por mí en el cielo, es quien habría podido decirnos a ciencia cierta si ese «aún» es pleonástico, pero ya murió. ¿Y este «ya» también será pleonástico? La revista Soho aún no la clausuran y es un éxito. Vive de sacar viejas en pelota.
En la presentación de La Rambla paralela una señora ingenua del público me preguntó en público que por qué no me casaba. «Consígame un muchacho bien bonito que me quiera y me caso», le contesté. ¡Qué me iba a conseguir nada! A mi conferencia «El lejano país de Rufino José Cuervo», que tuvo lugar en el auditorio del Gimnasio Moderno de Bogotá, llegué acompañado de veinte perros callejeros. El «Discurso del Congreso de Escritores colombianos» lo pronuncié delante del vicepresidente de Colombia Gustavo Bell, que lo tomó muy civilizadamente, con sonrisitas. La plata del Premio Rómulo Gallegos se la di a los perros callejeros de Caracas. La del Premio de la FIL, a los de México. Si algún día me dan un premiecito más substancioso, me lo guardo para mi entierro o funeral. O «funerales», con plural aumentativo, como cuando hoy decimos «Los dineros de las ayudas a los damnificados se los robaron los políticos». El queísmo, el dequeísmo, los anglicismos, los «dineros», las «ayudas», los altos «cargos», los altos «mandos», la pluralitis, la mayusculitis... ¿Para dónde irá este idioma? Pues para donde van el libro y el mundo.
El artículo «Leyendo los Evangelios» me costó mi renuncia a la nacionalidad colombiana. Un leguleyo que hoy es procurador de la República me demandó por agravios a la religión y me iban a meter preso. ¿Preso yo en el país del narcotráfico, de los paramilitares, de las FARC, de la impunidad rampante? Dios libre y guarde. México me dio entonces la nacionalidad mexicana, y como a la colombiana es imposible renunciar por razones burocráticas pues el proceso toma mucho más de lo que vive un ser humano, hoy soy colombo-mexicano, ciudadano por partida doble. «Al que no quiere caldo se le dan dos tazas», decía mi mamá, que nunca estuvo completamente bien de la cabeza. Nunca entendí qué quería decir con eso. A ver si ustedes pueden.
A las madrecitas de Colombia*
Entre hombres, mujeres y del tercer sexo, mi mamá tuvo veinticinco hijos. Hijos y más hijos y más hijos que ella fabricaba en su interior y que después expulsaba por la vagina con la placidez de quien desgrana avemarías de un rosario. Era una máquina vesánica de parir. Por eso hoy somos en Colombia cuarenta y cuatro millones. Si yo hubiera seguido su ejemplo y el de mi papá, con los hijos de los hijos de mis hijos hoy seríamos cien millones y ya habríamos acabado con las últimas tortugas, con las últimas nutrias, con los últimos micos, con los últimos caimanes, y estaríamos en pleno desastre ecológico, que sumado al moral que siempre nos ha caracterizado nos habría hecho del país un infierno. Bueno, otro infierno quiero decir, pues en el infierno estamos. Uno más calientico. Para acomodar cien millones de colombianos se necesitan cuando menos cien millones de kilómetros cuadrados y sólo tenemos un millón. Varios suizos pueden convivir en una misma cuadra y miles de abejas en una simple colmena; pero los colombianos no, necesitan más espacio: de a kilómetro cuadrado por habitante. Entre colombiano y colombiano hay que dejar por lo bajito un kilómetro de separación o se matan. Son como las ratas de laboratorio que si se hacinan, primero copulan, después paren y finalmente se despedazan a dentelladas. Como yo también soy colombiano entiendo muy bien esto. Yo necesito campo, campo, campo. Respirar.
Cuando este que habla nació, Medellín tenía ciento ochenta mil habitantes. ¿Hoy cuántos? ¿Dos millones? ¿Tres millones? Decida usted, pero por ahí va la cosa. Tres millones de medellinenses embotellados desde que el mariquita manzanillo de Gaviria abrió las importaciones de carros sin haber construido una sola calle y nos embotelló el porvenir. Y en Medellín hoy no sólo están congestionadas las calles, las carreteras, los hospitales: está congestionada la mismísima morgue, donde ya no caben los cadáveres. Treinta mesas apenas para un sangriento fin de semana en Medellín en su única morgue no alcanzan y hay que apiñar los cadáveres como bultos de papas. ¿Pero sangriento fin de semana en Medellín no es pleonasmo? Ya ni sé, con el deterioro ambiental y moral se nos deterioró hasta la gramática. ¡Dizque Bogotá la Atenas sudamericana! ¡Dizque éste un país cuidadoso del idioma! ¡Dizque el país de Caro y Cuervo! ¡Ja, ja! Permítanme que me ría.
Y como no caben los cadáveres en la sala de autopsias de la inefable morgue, entonces los cuelgan de ganchos como reses en un cuarto frigorífico. Todos hombres. Y en pelota. Muy excitante la situación. Yo en tratándose de cadáveres nunca he tenido nada en contra. Lo que me saca de quicio es la paridera. Vivo que desocupa, ¡qué bueno! Uno menos pa comer, uno menos pa excretar, más puro el cielo, menos congestionamiento en las calles y mejoría en el aire que respira cada ciudadano irrepetible e irreemplazable, y lo digo pues si bien hoy en el mundo somos seis mil cuatrocientos millones, no hay dos individuos iguales. Iguales sí para comer, fornicar y excretar, mas no para pensar. Y lo que cuenta es el pensamiento, ¿o no? Bueno, digo yo.
Pero volvamos a mi mamá y a sus veinticinco vástagos. ¿Qué comían, con qué los alimentaban? Carnívoros como nacimos, y de religión cristiana, comíamos salchichas: salchichas de cerdo o salchichas de res que la abeja reina compraba por cargas en La Llanera, una fábrica de embutidos de unos lituanos, de esos que acogieron los salesianos y que venían huyendo, católicos como eran (vale decir como nosotros), de la Lituania comunista de Stalin. De esos lituanos proviene el simio Mockus, el bobo que se hace el loco, hombre de culo de mandril que toda Colombia conoce pero de buen corazón pues durante una de sus alcaldías bogotanas, en Engativá, por mano de su secretaria de salud, Beatriz Londoño (doña concha puta de su puta madre, mamona empecinada de la teta pública de la que sigue agarrada), mató a cuatrocientos perros. Un estaliniano de pura cepa, un hombre malo, malo de verdad, habría matado mil.
¿Pero por qué les estoy hablando de perros y de compasión y misericordia por unos simples animales a ustedes que en su conjunto nacieron y se educaron como cristianos y hoy no pasan de ser unos degradados morales? Dejemos esto de los animales, no prediquemos en el desierto y volvamos a nuestro tema, la paridera, o dicho en palabras corteses, «el problema de la expansión demográfica»: la hoguera que aviva el Papa. O sea éste, Wojtyla, que se niega a morir. Y yo digo: si quiere que haya más niños, que desocupe él porque ya no hay espacio para tanto viejo. Que tome pendiente abajo por el camino en bajada que en buena hora tomó la madre Teresa. ¡Tan buena ella! ¡Tan su compinche! ¡Tan promotora del boom natal! Wojtyla, no te resistas que ya vas para el pudridero. Tus días están contados. Te va a enterrar Castro.
¡Ah mi Medellín de cuando yo nací, tan solito, tan aireado! Sin tanta fábrica ni tanto carro ni tanta rabia. Rabia sí, pero poquita: se mataban dos o tres y pare de contar. Salíamos en un Forcito modelo 46 que lo más que daba eran veinte kilómetros por hora. ¿Pero para qué más, si no había prisa de llegar? ¿Llegar a qué? ¿Al último tope de la carrera, que es la muerte? Mejor sigamos despacito. Curva aquí, curva allá, por una carreterita solitaria. Y a la vera del camino pastando las vacas, y buscándose su sustento diario las gallinas. Hoy los pollos se crían en galpones, encerrados en minúsculas jaulas, sin ver la luz del sol: ahí pasan sus miserables existencias para que nos los comamos los cristianos con la bendición del Señor. Madrecitas de Colombia: ¿no les despiertan compasión estos pobres animalitos? A mí se me hace que no porque ustedes no pasan de ser unas lujuriosas sexuales, unas paridoras empecinadas. Bueno, pero puntualicemos lo anterior. La lujuria está bien: el sexo es bueno, despeja la cabeza y alegra el corazón. Con lo que sea: con hombre o mujer, perro o quimera. Pero eso sí, siempre y cuando no esté destinado a la reproducción, en cuyo caso ya sí es pecado. Reproducirse es un crimen, en mi opinión el crimen máximo. Pero no les pido que la compartan, madrecitas de Colombia, porque eso sería pedirle peras al olmo, exigirle al enano cojo que trepe por la pendiente empinada. Y a ustedes, con la altura moral que han alcanzado pastoreadas por la Iglesia y los políticos, educadas como fueron en la religión de los salesianos, les queda la subida muy fundillona, el fin está muy alto. Ustedes son unas minusválidas morales.
Entonces, hablando en plata blanca, ¿a qué voy? Voy a que el cura Uribe es un tartufo que invoca el nombre de Dios en público y se refocila con viejas tetonas en privado y ustedes no tienen por qué seguir pariendo. Porque no hay espacio, porque ya no hay agua, porque no hay qué comer. Porque los ríos los volvimos alcantarillas y el mar un resumidero de cloacas. Por eso. Porque ya acabamos con el águila real, con el cóndor de los Andes y con el nido de la perra. Porque somos un país de cagamierdas vándalos.
–¿Y cómo vamos a tener sexo sin parir, padre Vallejo? Aconséjenos usted.
–Muy fácil: con la píldora Ru-486 francesa.
–¿Y dónde se consigue esa pildorita, en qué farmacia?
–Pues en las de Francia, señora, allá. ¿No le acabo de decir que la píldora es francesa?
–Ah, padrecito, usté sí es como mamagallista. ¿Y con qué viajo hasta Francia, si no tengo ni pa la lechita de los niños?
–Muy fácil, señora, va a ver. Lea lo que sigue abajo.
Cuando el zigoto u óvulo fecundado por el espermatozoide empieza a formar la mórula, que a simple vista ni se ve pues no llega ni al tamaño de la punta de un alfiler, el flujo menstrual de la mujer se interrumpe y he ahí el momento de parar la cadena de la infamia y la fuente de todo el dolor del mundo. Usted va a la farmacia, señora, y pide así:
–Buenos días señor boticario. Me da por favorcito una cajita de Cytotec de doscientos microgramos.
El Cytotec es un remedio para la gastritis, pero entre sus efectos secundarios está el producirles a las mujeres embarazadas el aborto en las primeras semanas de gestación. O mejor dicho, el «miniaborto», porque «aborto» no es, no llega a tanto. ¿O me van a decir que expulsar un gusanito o una tenia es un aborto? Si a eso vamos, entonces en cada eyaculación el hombre aborta ochocientos millones de seres humanos, pues ésos son los renacuajitos que se van en ese líquido pegajoso y blanco cada vez que explota el volcán: un hombrecito, dos hombrecitos, tres hombrecitos... Y que no me venga este Papa a discutir porque lo desafío a un duelo por televisión: yo solo contra él, y él con todos los teólogos de la Universidad Pontificia Javeriana. ¡Para todos tengo, montoneros!
Se toma pues usted, señora, dos pastillas de Cytotec con agua, se inserta otras dos en la vagina y listo, santo remedio, ya no va a parir la marrana. No le nacerá a Colombia otro Tirofijo, otro Pablo Escobar, otro Gaviria, otro Samper, otro Pastrana, otro mono Jojoy, otro Raúl Reyes, otro Mancuso, otro Uribe, otro Romaña...
–¿Y el padre García Herreros qué?
–¡Al diablo con los curas limosneros! Piden para dar, pero jamás dan de su bolsillo. ¡Así qué gracia! ¡Gracia la de ese escritor colombiano loco que dio en Venezuela un premio de cien mil dólares para los perros callejeros de Caracas! Cien mil dólares que eran suyos, ganados sudando tinta, y que bien pudo haberse gastado en complacencias personales cual delicatessen, putas o mancebitos en flor.
Y una última recomendación, señora: si la primera dosis de dos pastillitas falla y no le produce esa pequeña hemorragia vaginal por la que se irá el demonio, repita la dosis dos días después.
Madrecitas de Colombia, por favor, ya no lo sean que somos muchos y no cabemos y el mundo se va a desfondar. Pichen pero no paran, que desde aquí les mando mi bendición.
* Artículo publicado en el número de febrero de 2005 de la revista Soho.
A los muchachos de Colombia*
Muchachitos de Colombia: Ustedes han tenido la mala suerte de nacer, y en el país más loco del planeta: no le sigan la corriente, no se dejen arrastrar por su locura. Pues si bien la locura ayuda a sobrellevar la carga de la vida, también puede sumarse a la desdicha.
El cielo y la felicidad no existen. Ésos son cuentos de sus papás para justificar el crimen de haberlos traído a este mundo. Lo que existe es la realidad, la dura realidad: este matadero al que vinimos a morir, cuando no es que a matar, y a comernos de paso a los animales, nuestro prójimo.
Porque nuestro prójimo también son los animales, y no sólo el hombre como creyó Cristo. Todo el que tenga un sistema nervioso para sentir y sufrir es nuestro prójimo: los perros, los caballos, las vacas, las ratas. Mis hermanos los perros, mis hermanos los caballos, mis hermanas las vacas, mis hermanas las ratas, que también hacen parte de Colombia. O sea de ustedes. O sea de mí.
En consecuencia no se reproduzcan. No hagan con otros lo que hicieron con ustedes, no paguen en la misma moneda, el mal con el mal, que imponer la vida es el crimen máximo. Dejen tranquilo al que no existe, ni está pidiendo venir, en la paz de la nada. Total, a ésa es a la que tenemos que volver todos. ¿Para qué entonces tanto rodeo?
La patria que les cupo en suerte, que nos cupo en suerte, es un país en bancarrota, en desbandada. Unas pobres ruinas de lo poco que antes fue. Miles de secuestrados, miles y miles de asesinados, millones de desempleados, millones de exiliados, millones de desplazados, el campo en ruinas, la industria en ruinas, la justicia en ruinas, el porvenir cerrado: eso es lo que les tocó a ustedes. Los compadezco. Les fue peor que a mí.
Y como yo, que un día me tuve que ir y justo por eso hoy les estoy hablando (vivo, a lo que parece), probablemente también se tengan que ir ustedes, pero ya no los van a recibir en ninguna parte porque en ninguna parte nos necesitan ni nos quieren. Un pasaporte colombiano en un aeropuerto internacional causa terror: «¿Quién será? ¿A qué vendrá? ¿Qué traerá? ¿Coca? ¿Vendrá a quedarse?»
No. No vinimos a este mundo a quedarnos. Vinimos a pasar como el viento y a morir. A veces ese viento al pasar hace estragos y tiene nombre: se llama Pablo Escobar, se llama Miguel Rodríguez Orejuela, se llama Tirofijo, se llama Gaviria, se llama Samper, se llama Pastrana. Aprendan mientras se van a ponerle nombres propios a la infamia.
Cuando yo nací me encontré aquí con una guerra entre conservadores y liberales que arrasó con el campo y mató a millares. Hoy la guerra sigue aunque cambió de actores: es de todos contra todos y ya nadie sabe quién fue el que mató a quién. Ni sabe, ni le importa, ni lo piensa averiguar, porque ¿para qué? ¿Para qué, si a ningún asesino lo van a castigar en el país de la impunidad? ¿Si nuestro primer mandatario va en peregrinación a los Llanos a abrazar a nuestro primer delincuente? Como diciéndoles con la iniquidad de ese abrazo: «¡Maten, roben, extorsionen, destruyan, secuestren, pero eso sí, háganlo a cabalidad para se queden con lo que queda de Colombia!»
Y aquí vamos, por estas calles de este país embotellado, por entre perros y niños abandonados, sacándoles el cuerpo a los baches, a las balas y a los impuestos del Gobierno y de las FARC. ¿Pero hacia dónde vamos? ¿Adónde es que pretendemos llegar?
Somos muchos y ya no nos soportamos ni cabemos. Nos hemos convertido en un estorbo para los demás, a los que nos les estamos bebiendo el agua, respirando el aire, contaminándoles los ríos, embotellándoles las calles. El aire se va a acabar, el agua se va a acabar, las calles ya no alcanzan y esos ríos fantásticos de Colombia que cuando yo nací vivían, bullían de peces, también ya los matamos. Hoy los ríos de Colombia son alcantarillas que van a dar al mar, un desaguadero de cloacas.
No se reproduzcan que nadie les dio ese derecho. ¿Quién lo pudo dar? ¿Dios? ¿Dios que es tan bueno y se ocupa de los niños y los perros abandonados que llenan las calles de Colombia? ¡Qué se va a ocupar! Dios no trabaja. Con eso de que el séptimo día se sentó a descansar... De los niños y los perros abandonados que llenan las calles de Colombia el que sí se ocupa es el Papa.
Yo he vivido a la desesperada, y se me hace que a ustedes les va a tocar vivir igual. Y un día me tuve que ir, sin quererlo, y se me hace que a ustedes les va a tocar irse igual. El destino de los colombianos de hoy es irnos. Claro, si antes no nos matan. Pues los que se alcancen a ir no sueñen con que se han ido porque adondequiera que vayan Colombia los seguirá. Los seguirá como me ha seguido a mí, día a día, noche a noche, adonde he ido, con su locura. Algún momento de dicha efímera vivido aquí e irrepetible en otras partes los va a acompañar hasta la muerte.
* Palabras pronunciadas en el Parque Nacional de Bogotá a fines de agosto de 2000 durante el Encuentro Iberoamericano de Escritores El amor y la palabra.
Amores prohibidos y amores imposibles*
No hay amores imposibles, como no sea para los que tienen muerta el alma. En cuanto a los prohibidos, ¡cuál no en esta civilización judeo-cristiana en que nos tocó vivir, para la que todo es pecado! Todo, salvo la reproducción, que es justamente el pecado máximo. Nadie tiene derecho a reproducirse: ni los pobres, ni los ricos, ni los feos, ni los bonitos, ni los curas, ni los papas. Imponer la vida es un crimen peor que quitarla.
Nacimos bajo el imperio del tabú, de la prohibición, de la culpa, sucios de pecado mortal y por eso nos bautizan: para limpiarnos el alma del delito que no cometimos. Dice Calderón en La vida es sueño que «el delito mayor del hombre es haber nacido». ¡Cómo va a ser delito nacer, si nadie nace por voluntad propia! Todos nacemos por imposición ajena. El delito no está en nacer sino en hacer que otro nazca.
Ya Plinio el Naturalista había dicho en la antigüedad: «Et a suppliciis vitam auspicatur unam tantum ob culpam, quia natum est». ¿«Y entre suplicios pasa la vida del hombre por la sola culpa de nacer»? ¿Se podría traducir así la frase? Con eso de que al latín le dio por hablar telegráficamente a lo Morse, quitando sujetos, verbos, uno nunca sabe a ciencia cierta a qué atenerse, quién fue el que mató a quién. ¡No vivir don Miguel Antonio Caro para que me ayudara a traducir a Plinio! Va para un siglo que se murió. ¡No saben cómo lo extraño! Este país sin Caro quedó valiendo un carajo.
«Y entre suplicios pasa la vida del hombre por la sola culpa de nacer». ¿Pero de quién sería la culpa entonces? ¿Del que nace, como dijo Calderón, o del que lo hace nacer, que es lo que sostengo yo, y lo que le he repetido hasta el cansancio a mi mamá, quien tuvo después de mí veintidós hijos que me tocó ayudarle a criar? Claro, así qué fácil, ¿por qué no llegaría a cien? Tenía terror la pobre de que se le perdiera el molde. Pues por lo que a mí respecta se le va a perder.
Dice la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en su artículo decimosexto que el hombre tiene derecho «a casarse y a fundar una familia». Paso por alto la formulación ridícula, la redacción gazmoña, que suena a sermón de cura, para ir al espíritu de la letra. Si lo que quieren decir con eso es que el hombre tiene el derecho de asociarse con una mujer para tener hijos –para engendrarlos, concebirlos, gestarlos, parirlos, traerlos al desastre de la vida–, entonces pregunto yo: ¿Y quién les dio ese derecho? ¿Dios? Dios no existe. Dios no es más que ese viejo malgeniado y barbudo que pintó Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina. Para más fue el comunismo, que mató a cien millones.
Por imposibilidad ética Dios no puede existir. No puede haber un ser tan malo que pudiendo dar en su omnipotencia la felicidad dé el dolor. Y si no miren en torno, el horror por todas partes: enfermedad, vejez y sangre y muerte. Y esta vida efímera del hombre con un ansia burlada de eternidades. Y en tanto llegamos a la muerte y volvemos a la nada de la que nunca debimos salir, tener que vivir en la infamia, comiéndonos a nuestro prójimo los animales.
Porque mi prójimo es mucho más amplio que el que creyó Cristo. Mi prójimo es todo el que tiene un sistema nervioso para sentir y sufrir, camine o no camine en dos patas. Todo el que nazca condenado al dolor, al espanto sin sentido de la vida: los perros, los caballos, las ballenas, los delfines, las vacas, las ratas... Mis hermanos los perros, mis hermanos los caballos, mis hermanas las ballenas, mis hermanos los delfines, mis hermanas las vacas, mis hermanas las ratas. Esos seres inocentes que llamamos animales y a los que esta Iglesia loca de Cristo les quiere negar el alma. Pobres animales, atropellados por el hombre, despreciados por la Iglesia y dejados a su suerte por la mano infame de Dios.
Me trajeron a este encuentro de escritores a hablar de amores prohibidos como si yo fuera un experto. ¡Qué voy a ser! En lo único en que me estoy volviendo experto es en morirme, día a día, de a poquito, pero eso sí, créanmelo, ya casi me voy a graduar y va a ser summa cum laude.
Yo lo único que sé del amor es que está ahí, como la luz, como la gravedad, como una infinidad de fenómenos y cosas que me rodean y no entiendo. ¡No entiendo el espejo ni la pila de Volta! Y si veo el televisor es porque está ahí y me lo enseñaron a prender apretando un botoncito. Aprieto el botoncito y me sale entonces de la caja idiota un idiota de presidente, una figura gris, borrosa, verbosa, ignorante, inepta, cobarde, estúpida, rebuznando entre un hormigueo de electrones. O me sale algo peor, un papa. Entonces ya sí me pongo de lleno a maldecir, a mentarle lo que en este país del Sagrado Corazón de Jesús llaman la madre. Pero en fin, entre tantas maldiciones lo que a mí me salva es que quiero a los animales. Por eso digo y repito a donde voy que, como dijo cierto loco, quien los quiere está conmigo y quien no los quiere está contra mí. Y subo a mi apartamento en ascensor con la naturalidad con que sube a mi lado mi perrita Kim. Nos amamos. Y amándonos nos ponemos a ver la susodicha caja, el hervidero de electrones.
–Kimcita, niña, mirá a este cura tartufo dándoselas de defensor de la vida, como si con seis mil millones de bípedos sabios no tuviéramos suficiente para acabar con lo que queda del planeta. ¡A ver! ¿A cuál pobre le ha dado siquiera un pan este zángano al que alimenta la pobrería sin esperanzas de la Tierra? Te aseguro que esta Santidad excretora come carne de ternera, de cerdo, de pollo, de caballo, y a lo mejor de humano. Ojalá le dé la enfermedad de las vacas locas. O el kuru, que pone al cristiano a delirar. Entonces vamos a tener a un delirante al cuadrado. El freak de los freaks.
Kimcita me ve y se ríe. No me hace caso. Me conoce al derecho y al revés y me aguanta todas las mañas.
Yo no sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que sí estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino. El amor es puro; el sexo, entretenido y sano; y la reproducción, criminal.
Cuando el amor va unido al sexo, a mi modo de ver ya se jodió la cosa. Y es que el amor es para siempre, mientras que el sexo por naturaleza es inconstante y pasajero. El mismo tipo con la misma vieja repitiendo noche tras noche, año tras año, el mismo disco rayado, ¡qué aburrición! Hay que variar. ¡Si el menú es muy amplio! Sancocho todos los días cansa.
En cuanto al sexo unido a la reproducción... He ahí lo que me saca de quicio y lo que me mantiene al borde del psiquiatra.
La reproducción es fea, engorrosa, embarazosa, y le toma a la mujer nueve meses que bien podría aprovechar en componer una ópera. No. Se va inflando, inflando, inflando, como un globo lleno de humo pero que no es capaz de alzar el vuelo. Y ahí van estos adefesios grávidos retenidos por la gravedad, desplazándose sobre la faz de la Tierra como barriles con dos patas. Embarriladas de satisfacción y poniendo cara de Giocondas. ¡Ay, que dizque si no tienen un hijo no se realizan como mujeres! Que es una cuestión fisiológica. ¡Y qué tal que para realizarme fisiológicamente yo me diera por salir a la calle a violar fisiológicamente lo que se me antoje! Una mujer embarazada no sólo es un atropello a la ética, es un atentado a la estética. La maternidad degrada a la mujer, la vuelve una vaca. Con perdón de mis hermanas las vacas.
En esta asociación delictiva que es el ayuntamiento de un hombre con una mujer (la bestia de dos culos que dijo nuestro padre Rabelais) para producir un hijo, me he referido en especial a ella porque es la que pone la mayor parte. Pone, para empezar, el óvulo, que es millones de veces más grande que el espermatozoide; y pone, para continuar, los nueve meses y al marido a trabajar. Nacido el hijo, su juguete, amarra entonces al marido con la cadena del hijo para que no se le vaya con otra. Y para retenerlo mejor después lo engorda. La maternidad es egoísmo disfrazado de altruismo, lujuria enmascarada de virtud. No somos hijos del amor. Somos hijos de sucia lujuria fisiológica.
Con el cuento de la realización de la mujer en mi casa fuimos, como les dije, veintitrés. En reconocimiento Pío XII le mandó a mi mamá un diploma. Y Mussolini otro. Colombia nada. Este país es tan mezquino y tan avaro que le duele el codo hasta para dar un papel con firmas.
De todas las especies de la Tierra que se reproducen por el sexo, sólo la nuestra, y sólo ahora, puede disociarlo de la reproducción. Los animales no, y antes nosotros tampoco: el tabú y la ignorancia no nos dejaban ver. Hoy ya podemos. Es cuestión de querer. Abramos los ojos.
La reproducción no es un derecho, es un atropello. No hay por qué imponerle a otro la carga de la vida perturbando la paz de la materia. La materia es feliz, fluye en paz consigo misma en sus átomos, girando en torno al núcleo los electrones. Y le importa un comino el infinito. ¿Por qué cargarla entonces de vida efímera con ansias de eternidad?
La vida viene de la materia, y como no sea de vuelta a la materia por el camino de la muerte no va hacia ninguna parte. Hace cuatro mil millones de años, de un mar de compuestos orgánicos que se dio en la superficie de este planeta surgió la vida. Todo ese largo tiempo, según los paleobiólogos, es lo que llevamos probando suerte. Mucho para llegar a tan poquito. Porque, ¿dónde está la maravilla del hombre? ¿En el alma? El alma es ruido del cerebro y el cerebro caos, un pantano, turbulencias, turbiedades que no duran más que fracciones de segundo y que se borran las unas a las otras.
Por más papel que emborronemos de ecuaciones y por más billones de años que nos siga alumbrando el sol, nunca vamos a entender la luz del sol. Más olvidada la Summa Theologica de Tomás de Aquino que caído el muro de Berlín, hoy por lo menos ya sabemos que no estamos aquí para cumplir el plan creador de Dios ni el quinquenal del Partido Comunista. Nos resultaron ambos un fracaso. ¿Con qué nos vamos a seguir engañando ahora? ¿Con el viaje a Marte? En Marte no hay sino terregales.
Nadie sobrevive en los hijos, no nos hagamos ilusiones. Uno a uno a cada uno nos va a ir borrando la muerte, y no hay más muerte que la propia. ¿Por qué seguir entonces con este empeño de propagar lo inútil haciendo el mal?
Los veintisiete artículos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre sobran, caben en uno solo: «El hombre no tiene más derecho que el derecho a no existir, a que lo dejen tranquilo en la paz de la nada». ¡Malditos padres, malditas madres! Abramos los ojos, no nos engañemos más, no le tengamos miedo a la verdad que estamos en un país libre donde se p
