Rebusque Mayor

Alfredo Molano Bravo

Fragmento

El arriero

Apareció a la hora exacta. Venía sudando, como si acabara de jugar un partido de básquet; usaba una trenza larga, castaña, que después tuvo que cortarse para el viaje. Llegó de bluyines, suéter amarillo y tenis de colegio. Puso sobre la mesa una revista Cromos y pidió una soda con limón. La cafetería estaba llena de estudiantes y de empleados. No parecía nerviosa, aunque trataba de cortarse los padrastros del dedo medio con los dientes.

Se llamaba Lucía y estudiaba bachillerato en el colegio Camilo Torres. Creo, según me contaron, que la había vinculado el novio porque planeaban casarse. Al rato llegó un muchacho moreno de unos veinticinco años y se sentó muy cerca de ella. Puso sobre la mesa la revista Cromos y pidió una soda con limón. Siguieron llegando una por una todas las mulas: dos chicas, una señora muy bien vestida y un hombre ya maduro. Todas seguían las instrucciones al pie de la letra. Las observé detenidamente sin que ellas supieran que lo hacía. Ni siquiera sabían para qué las había citado con una revista en la mano a tomar soda con limón. Para nosotros era una prueba que nos permitía conocerles las caras y mirarles los defectos. Había que descontar las secas, las nerviosas, las tímidas, las miedosas. Durante una hora larga les miré hasta el más mínimo detalle.

Tres días después, y casi en el mismo orden en que habían llegado a la cafetería, entraron al avión. Se sentaron regadas. Ninguna conocía a la otra ni, claro está, a mí, que era el que las iba a cuidar. No parecían más nerviosas que los demás pasajeros, aunque cada una llevaba en promedio un kilo entre las tripas.

Cuando las azafatas cierran las puertas y los ruidos se quedan afuera, uno se siente a medio coronar porque ha pasado dos pruebas: la de la entrega del equipaje y la de identificación del DAS. Uno sabe que lo están estudiando los tiras, y que en cualquier momento se le puede acercar alguien a decirle: «Acompáñeme». Entonces el viaje se acaba ahí. Cuando el avión despega y se siente temblar, uno sabe que desde ese momento está en otro país, que pertenece a otras autoridades, que nuestros polochitos de mil y de diez mil pesitos se quedan en tierra. Pero de todas maneras, uno se siente más tranquilo cuando el avión toma la velocidad que es y el pasado se va volviendo pasado, así las bolas le recuerden a uno quién es. Porque uno no deja de sentirlas entre el estómago. Las mujeres que han tenido hijos dicen que se siente la misma náusea que con tres meses de embarazo.

Y no puede ser de otra manera porque son treinta, cuarenta, cincuenta pepas, algo más pequeñas que una génova, que van entre el intestino. Es cierto que las mulas tienen prohibido comer durante las veinticuatro horas anteriores al viaje, pero de todas maneras un kilo es un kilo. Unas se toman las bolas con Coca-cola, otras con agua de panela, y unas pocas con agua. Unas tratan de trasbocar y otras no pueden pasarse la bola con nada. Son las que pierden el avión. Las mulas están citadas una a una desde temprano con sus maletas, sus papeles y sus dólares, listas para dar el salto. Se cargan y se mandan al aeropuerto, donde uno las espera. En este trayecto nunca se ha volado una sola; el sitio peligroso es Madrid, y por eso uno va vigilándolas.

Cuando apagaron los letreros me paré para volver a verles las caras, saber en qué lugar les había tocado y tranquilizarme. Me costaba trabajo no hacerle ojos a Lucía, porque me parecía que yo le gustaba. Pero los amores en los aviones son de mal agüero. Mejor, pensé, una vez descargada puedo decirle quién soy y confesarle que le estoy matando ojitos desde la cafetería. Para hacer el trabajo de arriar uno tiene que saberse controlar y saber dar todos los pasos que hay que dar. Los arrieros todos, todos, han sido mulas, y han coronado más de una vez.

Yo hice cinco viajes antes de que me dieran la responsabilidad de cuidar a otros. O mejor, de cuidar la mercancía que llevan y que, en parte, es de uno mismo. A uno le pagan cuando se entrega la mercancía a satisfacción, es decir, cuando las mulas descargan y lavan las pepas con agua y jabón para que no huelan feo. Lo más duro del viaje es la comida, porque hay que comer un poco para que las azafatas no pillen el desgano. Casi todas son sapas, aunque muchas también son mulas. Algunas son sapas y mulas, o sea, sapamulas. La diferencia es que no llevan la mercancía como nosotros, entre la barriga, sino entre las varillas de los carritos donde cargan su equipaje o entre la caja de cosméticos. Ellas sapean para ganarse la confianza de las autoridades, para eliminar competidores o para quitarse de encima los malos sueños.

Entre las mulas hay de todo. Hay gente sana y gente corrompida; gente que hace el viaje por necesidad y gente que lo hace por vicio. Conocí una mula de buena cuna, con apellidos pomposos, que viajaba sólo para poder comprar ropa fina en Madrid. Era costeña ella, alta, de ojos grandes y verdes. Muy viciosa. Metía perico ventiado, aun de mula, y viajaba en primera clase. Era escandalosa y le coqueteaba al que se le acercara, grande o chico, viejo o joven, hombre o mujer. Le echaron mano porque llegó en una pasada de tres días. Desde que subió al avión comenzó a hacerse notar. Bien vestida, con pieles y botas altas de cuero. El novio también muy elegante, de sobretodo y maletín ejecutivo. Dieron lora desde que mostraron los pasaportes, ambos diplomáticos. Tomaron champaña todo el viaje, que hicieron en una recocha ni la berraca. A ratos dormían y cuando se despertaban volvían a pedir champaña. El viaje era a París. En Martinica se bajaron a comprar ron y casi no regresan. Cuando el avión aterrizó en Orly no sabían de dónde venían ni para dónde iban. Tampoco dónde amanecieron, porque la policía les echó mano por groseros y, al esculcarles las maletas, encontró dos kilos. Se debieron despertar de la perra, amarrados a una cama de la comisaría del aeropuerto, y luego fueron remitidos a la cárcel Rogny Marigni, una de las catorce cárceles de París, donde me los volví a encontrar un año después. Ella estaba en la de mujeres y él en la de hombres. Por una llavería que visité supe que eran ambos ricos y que traficaban sólo para poder rumbear, vestir bien y mantenerse en su mundo. A la mujer le clavaron cinco años y al hombre uno, porque la mercancía la encontraron en el equipaje de ella.

También conocí mulas «llevadas», que viajaban por pura necesidad. Señoras abandonadas por sus maridos con cinco muchachos. Una, doña Tila, paró en Carabanchel «por aeropuerto», es decir, con un kilito en la barriga, porque había quedado viuda con tres niños. Al marido que era chofer de bus en Bogotá, lo habían matado por robarle el producido de un día. Una noche, como a las nueve, estacionó su bus en el paradero de siempre, se bajó, se despidió del guachimán y se dirigió a su casa. A la cuadra le salieron los bandidos y lo dejaron botando sangre. Ella quiso volverse loca, pero con tres criaturas le tocó ponerse seria y buscar salida. La encontró. Ligó con un balandro que la llevó a trabajar. En un viaje si todo sale bien, se pagan entre dos mil y tres mil dólares, según el trato al que se llegue. Porque no todos vamos iguales. Doña Tila se cotizó por necesidad y se le habían prometid

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