Índice
Los años perdidos
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Epílogo
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
A la memoria de mi querido cuñado y amigo,
Kenneth John Clark.
Amado esposo, padre, abuelo y bisabuelo.
Y «el tío» para sus sobrinos, que lo adoraban.
Te quisimos muchísimo.
Descansa en paz
Agradecimientos
Cuando se dice que escribir un libro es un largo viaje, es totalmente cierto. Sin embargo, decir que será un viaje de dos mil años es algo bastante distinto. Cuando Michael Korda, mi editor, insinuó que sería interesante que la historia tuviera un trasfondo bíblico y que debería tratar de una carta escrita por Cristo, negué con la cabeza.
Sin embargo, la posibilidad no me dejaba tranquila y las palabras «¿y si?» y «supón que» me asaltaban con frecuencia el pensamiento. Empecé a escribir y cuatro meses después me di cuenta de que no me gustaba el modo en que estaba contando la historia.
Por mucha experiencia que se tenga como escritor, eso no garantiza que la narración siempre se desarrolle como se había imaginado. Así pues, deseché esas páginas y empecé de nuevo.
Mi más feliz agradecimiento a Michael, mi editor, mentor y querido amigo durante todos estos años. Ya hemos reservado un día para el almuerzo de celebración. Durante el mismo, sé lo que sucederá. Delante de una copa de vino, adoptará un gesto pensativo y dirá: «Se me ha ocurrido que...», con lo que querrá decir que volvemos a la carga.
Kathy Sagan, jefa de redacción, es maravillosa. Aunque sabía que estaba ocupada con su propia lista de autores, después de descubrir lo bueno que era colaborar con ella en nuestra revista de misterio, quise trabajar con ella. Esta es la segunda novela que hacemos juntas. Gracias, Kathy.
Gracias al equipo de Simon & Schuster, que convirtió el manuscrito en libro: al jefe de producción John Wahler, la directora adjunta de edición, Gypsy da Silva, la diseñadora Jill Putorti y la directora artística Jackie Seow, por su maravilloso diseño de cubierta.
Mi equipo de hinchas locales, Nadine Petry, Agnes Newton e Irene Clark, están siempre a mi lado. Saludos y gracias.
Mi amor eterno a John Conheeney, marido extraordinario. Aún no me creo que acabemos de celebrar nuestro decimoquinto aniversario de boda. Parece que fuera ayer. Por todos nuestros mañanas compartiendo amor y risas con nuestros hijos, nietos y amigos.
Y a todos vosotros, lectores, espero que disfrutéis de esta nueva historia. Como ya he citado otras veces de ese espléndido pergamino antiguo: «El libro está terminado. ¡Dejad disfrutar al autor!».
Saludos y bendiciones,
MARY HIGGINS CLARK
Prólogo
En el año del Señor de 1474
En la calma silenciosa, mientras las últimas sombras se cernían sobre las murallas de la eterna ciudad de Roma, un monje anciano, con los hombros encogidos, se dirigió con sigilo y discreción a la Biblioteca Secreta, una de las cuatro salas que comprendían la Biblioteca Vaticana. Esta contenía un total de 2.527 manuscritos en latín, griego y hebreo. Algunos podían ser consultados por personas ajenas a la biblioteca, siempre bajo estricta supervisión. Otros no.
El más controvertido de los manuscritos era el que se conocía como «pergamino de José de Arimatea» y «carta vaticana». Trasladada a Roma por el apóstol Pedro, muchos creían que era la única carta escrita por Cristo.
Se trataba de una carta sencilla en la que daba las gracias a José por la amabilidad que había mostrado desde la primera vez que le oyó pr