La noche de los Óscar en plano detalle: del primer robo al silencio del delator
«Despedía los primeros Óscar de mi vida con dos lecciones y una certeza: en las quinielas apuesta por quien creas que va a ganar, no por quien quieres que lo haga; olvídate de ir al colegio o al trabajo a la mañana siguiente, y por muchos números esperpénticos que haya al inicio o premios injustos al final, la noche de los Óscar era, es y será uno de los momentos más esperados del año». A pocas horas de una nueva entrega de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (¿«Oppenheimer», «Anatomía de una caída» o «Los asesinos de la luna»?, ¿Scorsese, Nolan o Lanthimos?), publicamos un extracto de «Videoclub» (Ediciones B), la autobiografía de Jaume Ripoll, en las siguientes líneas, el cofundador de Filmin viaja al pasado para recordar algunos de los momentos que han marcado esa suerte de ritual colectivo que es sentarse frente al televisor para ver la gala en la que cine, estrellas y glamur se dan la mano. Desde el primer robo (¡¿El Óscar a «Rain Man»?!) al mutis del honorable Elia Kazan, el autor, un cinéfilo empedernido, reflexiona sobre este rito social y cultural al que acudimos con ansias cada año.
Por Jaume Ripoll
Los Ángeles, California, 29 de marzo de 1989. Rain Man barre en la 61ª edición de los Premios Óscar. En la imagen, Mark Johnson, el productor del filme, el cual se llevó la estatuilla a Mejor película; junto con Dustin Hoffman, Mejor actor; Tom Cruise, coprotagonista de la cinta; y Barry Levinson, premiado como Mejor director. Crédito: Getty Images.
El protagonista de mi primera noche de los Oscar fue otro robo. Esta vez no querían casa ni cartera, sino daga en Estambul. Tres ladrones con traje blanco y paso seguro, Maximiliam Schell, Melina Mercouri y Peter Ustinov eran las estrellas de Topkapi, una de las películas emblemáticas de uno de los subgéneros más fructíferos de la historia del cine: el de robos. Sus tramas se construyen a partir de un esquema universal: un grupo de antihéroes —el líder seductor, el bruto, el analítico silencioso, el traidor y la dama, femme fatale y a la vez heroína triunfante— se reúnen para ejecutar un ingenioso plan que empieza con dudas y acaba con disparos. Topkapi es una de esas películas en las que casi todo fluye y cuyo robo final —ladrón colgado de unos hilos accediendo a una cámara acorazada en la que cualquier movimiento erróneo disparará las alarmas— ha sido imitado por muchos y honrado por pocos. A Jules Dassin, se le recuerda por filmar otro robo, el de Rififí, por ese póquer de perdedores compuesto por La ciudad desnuda, Fuerza bruta, Noche en la ciudad y Mercado de ladrones, y por su relación artística y personal con la que sería su esposa durante veintiocho años, Melina Mercouri. Su título más conocido, y el único por el que optó a un Oscar, fue Nunca en domingo. Pero no fue esta sino Topkapi la película que programó la segunda cadena en una madrugada de domingo a lunes de 1989 como visionaria antesala de una gala de los Oscar (1) que empezó en drama y acabó en robo.
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Jaume Ripoll
UNA HISTORIA DE PELÍCULA DE LA MANO DEL COFUNDADOR DE FILMIN
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Eran las tres de la mañana, hora española; mi padre y yo compartíamos sofá mientras dábamos buena cuenta de una docena y media de pequeños pasteles locales —azúcar y nata, nuestra debilidad—, cuando Televisión Española conectó con Los Ángeles y dio inicio la retransmisión de la 61.ª edición de los Oscar con un espectáculo musical de doce minutos que pretendía revitalizar unos premios con más prestigio que audiencia. Resultado: bochorno en la platea, incredulidad en casa y dos carreras hundidas para siempre; las de Eileen Bowman y Allan Carr. Ella, Blancanieves. Él, productor. O lo que es lo mismo, las dos figuras centrales del peor número inaugural de la historia de los Oscar. En algún momento de una noche aciaga, Carr, popular por su trabajo en Grease y el musical de Village People (Can't Stop the Music), debió de pensar que era una buena idea vestir a una actriz sin experiencia alguna (Bowman) con un disfraz de Blancanieves desempolvado de alguna tienda de carnaval en liquidación, para que protagonizara un medley de canciones clásicas con arreglos modernos mientras desfilaban por el escenario estrellas de ayer, hoy y siempre como Rob Lowe, Vincent Price o Lucille Ball. Sin cantar ni afinar, sin humor ni ritmo y con un final apoteósico en el que un bailarín tiró un zapato a la platea ante la mirada incrédula de Lily Tomlin, los doce minutos fueron doce clavos en el ataúd de la carrera de Carr —murió diez años después sin haber podido producir ningún otro proyecto—, y la de Eileen Bowman, que acabaría haciendo cameos en subproductos como Los tomates asesinos se comen Francia.
En casa, mi padre y yo habíamos pasado de los pasteles al café. La noche solo podía mejorar, y así fue desde que ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y Beetlejuice se repartieron los premios técnicos hasta que Carly Simon ganó el Oscar más previsible por Let the River run, himno de muchos y guinda de esa tarta de laca y glucosa llamada Armas de mujer. Luego llegaría el gran robo, porque eso nos pareció el premio a Pelle el conquistador por delante de Mujeres al borde de un ataque de nervios, que el Oscar a la Mejor Película fuese a parar a Rain Man por delante de Arde Mississippi y Las amistades peligrosas, y que el de Mejor Director se lo concedieran a Barry Levinson en lugar de a Martin Scorsese o a Alan Parker. De nuevo tradición por encima de riesgo, esquemas placenteros frente a cualquier tipo de incomodidad. Despedía los primeros Oscar de mi vida con dos lecciones y una certeza: en las quinielas apuesta por quien creas que va a ganar, no por quien quieres que lo haga; olvídate de ir al colegio o al trabajo a la mañana siguiente, y por muchos números esperpénticos que haya al inicio o premios injustos al final, la noche de los Oscar era, es y será uno de los momentos más esperados del año.
Los Ángeles, California, 21 de marzo de 1999. Protestas contra el Óscar honorífico al conjunto de su carrera que se iba a entregar horas después al director de cine estadounidense Elia Kazan durante la 71ª edición anual de los Premios de la Academia. ¿El motivo? Durante los años 50, Kazan se ganó el odio de muchos de sus colegas de profesión por participar en la caza de brujas del senador republicano Joseph McCarthy hacia cualquiera que tuviese relación con el comunismo. Crédito: Getty Images.
Escribía Javier Marías que el fútbol es en tantas cosas semejante al cine que quizá por eso su mundo se ha llevado rara vez a la pantalla. Y en este proceso de transformación del cine en fútbol, más competición que contenido, en el que solo importan las cifras de taquilla, la media de las críticas y el balance final de la temporada de premios con los Oscar cual Champions League por la que los estudios invierten millones, los directores e intérpretes dedican meses de campaña y los distribuidores locales sueñan con participar, aunque sea de forma parcial, en la fiesta. Son muchas las carreras truncadas tras alzar un premio, y muchos los distribuidores que acabaron pagando a precio de Avatar una película que acabó como el Titanic pese a lucir no pocos premios en su cartel.
Aunque la nostalgia sea la droga legal que más dinero mueve en el mundo, motor de la industria de Hollywood, de un tiempo a esta parte los Oscar han decidido que los premios de homenaje los dan fuera de campo. O lo que es lo mismo: en una gala previa sin retransmisión ni impacto alguno. Temen que un director nonagenario o una estrella en senectud pronuncie un discurso lento, largo o inconexo rompiendo el ritmo supuestamente trepidante de la ceremonia. O que a un nieto le incomoden las palabras de su abuelo. El pasado a una gala de distancia.
Poco cinéfilo hay que ser para no emocionarse ante las escenas de Billy Wilder y su anécdota sobre cómo llegó a Estados Unidos, de Sidney Lumet enumerando los directores que lo marcaron, de Laurence Olivier en un monólogo digno de Stratford-upon-Avon o de Barbara Stanwick recordando al borde de las lágrimas a William Holden. Charles Chaplin y Groucho Marx rindieron tributo involuntario a los personajes que les dieron fama y apenas pudieron pronunciar unas palabras al recoger el galardón. Y así hasta llegar a Elia Kazan, el último Oscar honorífico que vi con mi padre. La mitad de la platea se puso en pie; la otra guardó silencio. Unos celebraban el talento del director de La ley del silencio, Un rostro entre la multitud, Baby Doll y America, America; otros seguían sin perdonar al delator. Kazan no aprovechó la ocasión para disculparse o recordar a las víctimas del mccarthismo. Entre ellos bien podría haber citado a Jules Dassin. El director de Topkapi tuvo que abandonar Estados Unidos en 1950 acusado de pertenecer al Partido Comunista (2). No trabajó nunca más en Hollywood y murió en Atenas en 2008 sin haber podido rodar una película en treinta años. Nunca ganó un Oscar.
El resto es silencio.
Notas al pie:
1. Su lugar también podría haberlo ocupado El golpe, el único robo redondo que consiguió el triplete soñado, Mejor Película, Mejor Dirección y Mejor Guion en los Oscar de 1973.
2. Había militado en el partido durante unos meses en 1939. A Dassin no lo traicionó Kazan sino otro ilustre director de cine negro, Edward Dmytryk.