Oslo, 1988: el epílogo inesperado del juicio en Argentina de 1985
El juicio a los máximos responsables militares de la última dictadura argentina volvió desde hace unos meses a los diarios y las conversaciones del mundo gracias al éxito fenomenal de la película «Argentina, 1985». Detrás de ese juicio, sin embargo, hubo una trastienda compleja y acechante, llena de sucesos, incertidumbres y presiones políticas y militares, que la película apenas alcanza a insinuar. Por eso, la publicación en Argentina de «La hermandad de los astronautas» (Sudamericana/Debate) es un aporte único: las memorias de aquellos días en boca de Ricardo Gil Lavedra, uno de los seis jueces encargados no sólo de dictar sentencia contra los dictadores sino de resistir las presiones de aquel tiempo y encontrar la manera de llevar adelante ese juicio. En este epílogo del libro, Gil Lavedra cuenta el desenlace inesperado de todo aquello: cómo los mismos jueces terminaron llevando, ellos mismos, copias de las cintas del juicio a una bóveda en Oslo para resguardarlas de cualquier intento de borrar la memoria de lo que había pasado.

Detalle de la cubierta de La hermandad de los astronautas. El Juicio a las Juntas por dentro (Sudamericana), de Ricardo Gil Lavedra. Crédito: cortesía del autor.
Tres años después de que dictamos sentencia en la Causa 13, en abril de 1988, nos encontramos los seis ex jueces en Oslo, a 12.200 kilómetros de Buenos Aires, embarcados en una nueva misión: salvar la memoria del juicio.
Hacía tiempo que nos habíamos separado, andábamos por diferentes caminos de la actividad profesional. Cada uno se ocupó de comprar su pasaje y llegamos desde distintos puntos a la ciudad noruega. Cargábamos en las valijas —incluidas las de algunas de nuestras mujeres que nos acompañaron— entre quince y veinte casetes que habíamos copiado de los originales que estaban en Palacio de Tribunales. Lo habíamos hecho «con discreción» —subrepticiamente, casi en secreto—, y gracias a los fondos que nos dio un «donante» tan interesado en preservar esta historia como nosotros. Eran alrededor de 530 horas de juicio, las 90 jornadas, con testimonios, alegatos y sentencia, grabadas originalmente por ATC en 147 videocasetes U-matic, que hicimos convertir a VHS y viajaron entre zapatos, camisas, trajes, ropa interior y demás menesteres que lleva cualquier turista.
Pero antes de que las cintas lleguen a Oslo, me quedan algunas cosas por contar.
Hacia fines de 1987 ya todos habíamos abandonado la Cámara por diversas razones. Torlasco fue el primero en irse, en abril de 1986, cuando el presidente Alfonsín dictó las «instrucciones para los fiscales». A partir de la sentencia y, en particular, a partir del punto 30 que abría investigaciones por todo el país, los militares empezaron a tener una inquietud creciente, porque no sabían cuántos y quiénes iban a ser alcanzados por las nuevas causas penales. Ya había terminado el juicio a los que dieron las órdenes, ahora se abrían los procesos a los subordinados. Por entonces, en otro intento de retomar el plan inicial —aquella primera estrategia de juzgamiento limitado que había fracasado—, el gobierno avanzó a través de una serie de instrucciones a los fiscales militares, que tendían a no acusar a los oficiales inferiores. Eso produjo una gran conmoción dentro de la propia Cámara. Lo discutimos en la Sala de Acuerdos y, con excepción de Andrés y yo, todos querían renunciar ahí mismo. Nosotros dos propusimos seguir tratándolo en profundidad, agotar las instancias, tal vez lo hacíamos por simpatías radicales. Pero si el resto hubiera renunciado creo que lo habríamos hecho también, al menos yo estoy seguro de que hubiera acompañado la voluntad de todos. Lo cierto es que logramos que nuestros compañeros lo pensaran un poco más y demoraran la decisión definitiva. De todos modos, el rumor de nuestra renuncia corrió y produjo un notable impacto. De inmediato, nos llamó el secretario de Justicia, Ideler Tonelli, diciendo que si renunciábamos causaríamos graves consecuencias para la presidencia de Alfonsín. También nos llamó varias veces Carlos Nino, por la misma cuestión. Las noticias periodísticas daban por hecho que renunciaba la Cámara en pleno. Entonces fue el mismo presidente quien nos llamó y nos pidió que nos acercáramos a Olivos, hubo un café a la tarde y un desayuno al día siguiente. Como corolario de esas reuniones, Alfonsín nos afirmó que había habido un error —no fuimos los únicos en quejarnos, hubo distintas manifestaciones en el mismo sentido— y que iba a dejar sin efecto las instrucciones a los fiscales. Esto disipó la preocupación que había en la Cámara, pero no la de Torlasco, que se mantuvo en su posición de renuncia, nos decía que algo se le había roto. Tratamos de persuadirlo pero no hubo caso, se nos fue un tripulante. Fue reemplazado por Diego Perés, un juez de instrucción que también era conocido de todos nosotros y con quien haríamos el juicio a Ramón Camps.
Un tiempo después, avanzado ya el año 86, el secretario de Justicia nos pidió una audiencia porque quería informarnos de algo, probablemente para intentar que no volviera a pasar lo que había sucedido con aquellas instrucciones a los fiscales. Cuando lo recibimos nos dijo: «Miren, señores jueces, hay un grave problema de gobierno; es necesario volver a la estrategia inicial porque el malestar militar es creciente». Se mostraba muy alarmado por la inquietud que provocaba en las tres fuerzas el hecho de no saber cuántos de ellos iban a ser alcanzados por los nuevos procesos. Y nos aseguró que, si ya se supiera el número de acusados, de alguna forma se manejaría la cosa, pero con ese número abierto —que podía alcanzar cientos o miles— no podía garantizarse la estabilidad del gobierno. Su tono era grave, sin dudas su preocupación era mucha. Uno de los principales objetivos que se puso Alfonsín al asumir la presidencia de la Nación era completar el mandato y entregarle el bastón a un nuevo gobierno democrático. Lo manifestó en varias oportunidades; era su prioridad cumplirlo. En ese encuentro se nos dijo que el gobierno estaba buscando una solución y mencionó una ley de extinción penal. Sin nombrarla del modo en que se la conoció luego, se estaba refiriendo a la Ley de Punto Final. Pero tal como lo expresó, entendimos que se refería a un punto final, otorgar un plazo a los jueces para que definieran la situación procesal de los militares en las causas que estuvieran abiertas, y si no la definían en el lapso que se les otorgaba, se extinguiera la acción penal.
Escuchamos la idea con cierto escepticismo. Era una incógnita cómo reaccionarían los distintos tribunales ante un emplazamiento de ese tipo. Por nuestra parte seguimos avanzando en las causas que teníamos. El juicio a Ramón Camps lo terminamos en cuatro meses, que hoy parecen plazos impensables frente a algunas demoras inconcebibles de la justicia. Éramos una maquinaria, teníamos el método, sabíamos cómo trabajar y ese tiempo nos alcanzó para juzgarlo. En la sentencia analizamos en profundidad la obediencia debida, me tocó a mí proyectar esa parte, y concluimos en que resultaba inaplicable para los hechos que se estaban juzgando. Pero, a fines del 86, salió efectivamente la Ley de Punto Final. Y entonces Ledesma presentó la renuncia. Nos dijo que creía que su ciclo estaba cumplido y que venían tiempos difíciles. No se equivocó. La Ley de Punto Final tuvo un efecto contrario al que Alfonsín buscaba: al poner una fecha límite para definir la situación de los imputados, los jueces se apuraron y llamaron a indagatoria a un montón de militares. La cifra que el presidente quería acotar fue mucho mayor de la sospechada y esto incrementó el malestar entre los uniformados, sumando más enojo al que ya existía, lo que condujo al acto de rebeldía del mayor Barreiro en Córdoba, al levantamiento de Aldo Rico en Semana Santa de 1987, y la sanción posterior de la Ley de Obediencia Debida.
¿Y qué pasa cuando alguien no va a declarar? Se libra orden de captura. Entonces le libramos orden de captura a los almirantes. A las dos horas nos llamó Juan Ángel Pirker, el jefe de la Policía Federal Argentina, que era quien tenía que ejecutarla. Los almirantes estaban parapetados en el Centro Naval y aseguraban que no iban a salir de ahí. Pirker nos decía alarmado: «Yo no puedo entrar con la policía en ese lugar, sería un escándalo».
Poco antes de ese alzamiento, en febrero de 1987, desde la Cámara habíamos llamado a declarar a un buen número de almirantes por su responsabilidad en los hechos ocurridos en la ESMA. Pero los almirantes se rebelaron: el día que empezaban las indagatorias sus defensores presentaron un escrito con excusas y pidiendo una prórroga. Ya estábamos reunidos, esperándolos, en la Sala de Acuerdos; discutimos, resolvimos que no haríamos lugar al pedido y declaramos su incomparecencia. ¿Y qué pasa cuando alguien no va a declarar? Se libra orden de captura. Entonces le libramos orden de captura a los almirantes. A las dos horas nos llamó Juan Ángel Pirker, el jefe de la Policía Federal Argentina, que era quien tenía que ejecutarla. Y al rato llamaron desde el Ministerio de Defensa a cargo de Horacio Jaunarena, que tenía que lidiar con esa difícil situación. Mientras tanto, los almirantes estaban parapetados en el Centro Naval y aseguraban que no iban a salir de ahí. Pirker, por su lado, nos decía alarmado: «Yo no puedo entrar con la policía en ese lugar, sería un escándalo». Nosotros seguimos insistiendo que la orden de arresto debía ser cumplida. Por fin, desde el Ministerio de Defensa nos aseguraron que los almirantes se iban a entregar sin necesidad de que entraran las fuerzas policiales. Sin embargo, las horas pasaban y para cuando llegaron los abogados defensores a adelantar la presencia de los almirantes sólo quedábamos Andrés y yo en el Palacio de Tribunales. Los otros jueces se habían retirado porque decían que, como los almirantes se habían demorado tanto en comparecer, no correspondía tomarles declaración ese día sino al siguiente. Cuando finalmente llegaron los almirantes, ante la imposibilidad de declarar no hubo otro remedio que instalarlos bajo arresto en la alcaldía de Tribunales, un lugar que no está preparado para tanta gente, donde pasaron esa noche como pudieron, en sillas o sillones. Seguramente, con ese episodio también sumamos encono entre los militares.

Buenos Aires, 13 de septiembre de 1985. El fiscal adjunto argentino Luis Moreno Ocampo (en el centro) y al abogado Julio César Strassera (a la derecha), presentando acusaciones contra los ex líderes militares -entre ellos el dictador Jorge Rafael Videla (a la izquierda)-. Crédito: Getty Images.
El levantamiento de Aldo Rico en Semana Santa trajo consecuencias para los juicios que teníamos por delante. A la semana siguiente del alzamiento, comenzábamos la audiencia oral y pública en la Causa ESMA. Habíamos previsto juzgarla en tres meses, porque teníamos todo estudiado y listo para el proceso. Y en la segunda mitad del año planeábamos juzgar Cuerpo I, para terminar el 87 con todas nuestras causas cerradas. Pero el levantamiento de Rico apresuró la sanción de una ley que el gobierno venía analizando ante el riesgo en que se encontraba la transición democrática: la Ley de Obediencia Debida. Y esa ley provocó una gran crisis en nuestra Cámara, con muchas discusiones internas después de que la Corte Suprema la convalidara. Si la Corte había fallado en favor de la aplicación de esa ley, no quedaba más remedio que aplicarla, nos gustara o no. Con ese hecho —la vigencia de la Ley de Obediencia Debida— se terminó de romper la Cámara. Todos emprendimos nuevos rumbos, no queríamos quedarnos. No sospechábamos que, con la asunción de Carlos Menem (1989), sobrevendrían los indultos que clausurarían todo: incluso el cumplimiento de la pena que nosotros habíamos impuesto en el Juicio a las Juntas. Aquel fue un golpe muy duro para mí y supongo que para todos nosotros. Por mi parte, estuve varios días muy abatido, no podía hacer nada, no podía pensar en otra cosa, me decía «tanto esfuerzo tirado por la borda». Hasta que fui encontrando consuelo en el convencimiento de que la verdad se había descubierto y la condena dictado a pesar de todo.
A la renuncia del Negro Ledesma siguió la de Valerga, que se fue a la profesión. Poco tiempo después, Andrés fue nombrado procurador general y me tocó a mí la presidencia de la Cámara. No me duró mucho. Quería ocuparme de otra cosa, sentía que se había cumplido una etapa. Me sedujo volcarme a otro tema que creía de gran trascendencia: la reforma constitucional. Empecé a conversar con los juristas constitucionales del justicialismo para acercarlos a las ideas que empujaba Alfonsín, a través del Consejo de la Consolidación de la Democracia, cuya coordinación ejercía mi amigo Carlos Nino. Renuncié a la Cámara y me dediqué completamente a la reforma constitucional y a la profesión. Cuando en febrero de 1988 renunció Carlitos, ya no quedó nadie de nosotros en aquella Cámara que nos había reunido cinco años atrás.
Ya habíamos renunciado a la Cámara. Yo conseguí un lugar cerca de Tribunales donde estaban dispuestos a hacer el trabajo. Con la ayuda de algún amigo que nos quedaba adentro, el Negro logró ir sacando entre cinco a diez casetes por vez para copiarlos; eran 147 U-matic, un trabajo de hormiga. No hubo decreto o resolución de la Cámara que permitiera hacerlo, no lo pedimos oficialmente, teníamos miedo de que, a pesar del poco interés que parecían despertar esos casetes, la burocracia lo impidiera. O quizás temíamos algo peor.
Fue unos meses antes, en una cena en lo de Valerga, cuando conversamos sobre el temor que teníamos —a partir de nuestras renuncias— de que se perdiera la memoria histórica del juicio. La grabación de la audiencia era el documento del juicio, estábamos en una Argentina impredecible y nadie nos podía asegurar qué ocurriría en el futuro. El Negro Ledesma nos comentó que estaba manteniendo conversaciones con Bernardo Beiderman, un abogado penalista de mucho prestigio, quien también entendía que era urgente hacer algo para preservar la memoria de ese proceso histórico. Por entonces, se decía que las copias de las sesiones de la Causa 13 estaban a su buena suerte y sin ninguna atención que las protegiera del deterioro por el paso del tiempo. También temíamos que directamente desaparecieran. Beiderman, además de ejercer la profesión, tenía una gran actividad académica en el país y en el exterior, y era miembro de la Fundación de Derecho Penal y Penitenciario Internacional con sede en Noruega. Gracias a sus contactos en ese país, especialmente con la ayuda del presidente de esa institución, Helgue Rostad, consiguió que el mismo gobierno noruego se interesara en guardar una copia del juicio en Oslo. No teníamos el dinero para hacer esas copias, y lo puso el mismo Beiderman: diez mil dólares de entonces. Yo conseguí un lugar cerca de Tribunales donde estaban dispuestos a hacer el trabajo. Con la ayuda de algún amigo que nos quedaba adentro, el Negro logró ir sacando entre cinco a diez casetes por vez para copiarlos; eran 147 U-matic, un trabajo de hormiga. No hubo decreto o resolución de la Cámara que permitiera hacerlo, no lo pedimos oficialmente, teníamos miedo de que, a pesar del poco interés que parecían despertar esos casetes, la burocracia lo impidiera. O quizás temíamos algo peor, por eso tampoco se lo dijimos a nadie hasta que estuvieron a resguardo.

Peter Lanzani como Luis Moreno Ocampo (izquierda) y Ricardo Darín como Julio César Strassera en un cartel promocional del Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022). Crédito: D. R.
Con los VHS ya grabados por fin, había que llevarlos a Oslo. Y, como dije, los llevamos nosotros, en nuestro equipaje. A mí no me tocó ninguno en la valija porque tuve que viajar unos días antes: había sido designado miembro del Comité contra la Tortura en Naciones Unidas en Ginebra, por eso ya estaba en Suiza. Desde allí viajé con Rosario a España para encontrarnos con los Arslanian; Carlos y yo teníamos que reunirnos con un posible nuevo cliente en Madrid, estábamos empezando a ejercer la profesión. Tuve un viaje accidentado porque entre Barcelona y Madrid volcamos con el auto donde íbamos con Rosario y nos salvamos de milagro. Refugiado en un pueblito llamado La Almunia de Doña Godina, muy cerca de Zaragoza, volví a fumar después de años. Había podido evitarlo en el juicio pero esa noche cedí. Nunca llegué a esa reunión y Carlos tuvo que ir solo. Pero igual nos encontramos en Madrid y volamos juntos hacia Oslo, donde nos esperaban Andrés con Ana, Valerga con Rosita, el Negro Ledesma y Torlasco, que estaban solos y compartieron cuarto. Por supuesto también era de la partida Beiderman, en cuya habitación mis amigos ya habían depositado los casetes que llevaban. Estando en Oslo, Andrés —entonces procurador general— recibió la noticia de que habían extraditado a Suárez Mason. Lo celebramos, brindamos todos con whisky en una de las habitaciones. Me acordé de aquella noche del 83 en que Andrés se había presentado en mi casa de la calle Soler para convencerme de que fuera camarista, en el comienzo de esta historia.
Los casetes los entregamos en el Storting, el Parlamento noruego. Llegamos cargando las bolsas, unas bolsas como las que dan en el supermercado, repartidas en nuestras manos. Valerga había tenido algún problema con los zapatos y se presentó de traje pero con mocasines náuticos. A Andrés se le habían roto los cordones y, ante la imposibilidad de encontrar otros, había atado sus zapatos con piolines. Entrar al parlamento noruego fue muy emocionante. Dejamos las bolsas allí, arriba de un escritorio, y los congresistas en seguida nos hicieron sentir que para ellos lo que habíamos traído era un tesoro.
A poco de llegar, dimos una charla en el Instituto de Derechos Humanos de Oslo, el emblemático lugar donde se otorga el Premio Nobel de la Paz, allí nos recibió el presidente de esta organización. Y a partir de ese momento empezamos a sorprendernos, una sorpresa que no se detuvo en los días que siguieron, porque el agasajo fue impensado. Nosotros íbamos con el objetivo de preservar la memoria del juicio, sin avisarle a nadie, casi furtivos, no sabíamos qué encontraríamos allá hasta que empezó a suceder. Tuvimos cenas con los jueces de la Corte Suprema, con el Colegio de Abogados, un almuerzo en el Parlamento donde nos recibió su presidente, también nos reunimos con el ministro de Relaciones Exteriores de Noruega y con el alcalde de Oslo. Nunca escuché tantas veces la palabra skål, que significa salud en su idioma. Nos trataban como héroes y eso nos daba pudor pero también orgullo. Empezábamos a tomar real conciencia de lo importante que había sido ese juicio, para nuestra democracia, para empezar a reparar a las víctimas, para honrar la justicia, pero también como antecedente y modelo para otros juicios de derechos humanos que vendrían después. Los casetes los entregamos en el Storting, el Parlamento noruego. Llegamos cargando las bolsas, unas bolsas como las que dan en el supermercado, repartidas en nuestras manos. Valerga había tenido algún problema con los zapatos y se presentó de traje pero con mocasines náuticos. A Andrés se le habían roto los cordones y, ante la imposibilidad de encontrar otros, había atado sus zapatos con piolines. Nos trasladaron en una combi en la que íbamos tentados mirando los pies de nuestros amigos. Entrar al parlamento noruego, a pesar de los piolines de cada uno, fue muy emocionante. Dejamos las bolsas allí, arriba de un escritorio, y los congresistas en seguida nos hicieron sentir que para ellos lo que habíamos traído era un tesoro. Tal vez lo era. Tal vez lo es. Noruega es un país que sufrió muchísimo la ocupación nazi, con una altísima sensibilidad en materia de derechos humanos y, para nuestra sorpresa, con un notable grado de información sobre la dictadura en la Argentina y el Juicio a las Juntas. Las palabras que recibimos de los parlamentarios fueron de agradecimiento, consideraron una inmensa distinción que los hayamos elegido para guardar las copias del juicio allí. Y nos anunciaron que serían depositadas en una bóveda a prueba de incendios y bombas atómicas, en el sótano de ese edificio, junto a la Constitución histórica de Noruega de 1814, porque consideraban el Juicio a las Juntas militares un hito universal en materia de derechos humanos. Lo que vivimos fue muy impresionante, un reconocimiento inolvidable no sólo para nosotros sino, especialmente, para nuestro país, un país en la otra punta del mundo donde se había logrado juzgar con tribunales ordinarios civiles crímenes aberrantes de la dictadura que en otros lugares se juzgarían mucho después, o no se juzgarían nunca.
Aunque Noruega ya estaba dejando atrás el invierno, en Oslo la luz del día era como la de un largo atardecer. En ese paisaje de película en blanco y negro, con las siluetas de los árboles y los edificios con restos de nieve y un cielo gris, abrigados hasta la nariz, nos resistíamos a despedirnos. Andrés se iba a ver los fiordos. El resto pasamos por Estocolmo y Copenhague, pero desde allí Carlos, Torlasco y yo volvíamos a Buenos Aires. Valerga y el Negro seguían recorriendo juntos unos días más. No sería nuestro último encuentro, lo sabíamos, pero costaba irse.
Nos anunciaron que las cintas serían depositadas en una bóveda a prueba de incendios y bombas atómicas, en el sótano de ese edificio, junto a la Constitución histórica de Noruega de 1814, porque consideraban el Juicio a las Juntas militares un hito universal en materia de derechos humanos.
A los pocos años volvimos a coincidir en Israel, invitados por la Universidad de Jerusalén, donde participamos en varios paneles sobre derechos humanos en las transiciones democráticas, y recibimos también inolvidables muestras de admiración. Todavía nos quedaría al menos un viaje más juntos, pero unos diez años después. Carlos, Jorge Valerga, el Negro Ledesma y yo fuimos a Perú como veedores internacionales del proceso a Fujimori. Concurrimos al juicio, donde nos impresionaron la seguridad, el aislamiento del procesado en un sitio resguardado con cristales antibala y la separación entre el público favorable al ex presidente y el resto. Estuvimos en una reunión con el tribunal, donde nos preguntaron mucho por nuestro juicio. Luego, al dictar sentencia, siguieron varios lineamientos de la Causa 13. Dimos varias charlas y tuvimos unos anfitriones extraordinarios que, además, nos hicieron un verdadero tour gastronómico por Lima. En uno de esos restaurantes, Carlitos se subió al primer piso que balconeaba sobre la planta baja y dio un discurso notable sobre derechos humanos y justicia que dejó impresionados a nuestros anfitriones y a los comensales ocasionales. Lo ovacionaron.
Hoy seguiríamos viajando y sumando más aventuras juntos si pudiéramos. Pero lamentablemente ya somos menos. Los que quedamos alimentamos la llama de nuestra amistad, recordando con cariño y alegría a los que no están, a aquellos viejos tiempos, compartiendo momentos, rememorando anécdotas, riéndonos juntos. Pero, sobre todo, honrando eso que nos dejó aquel juicio y que no está en los videos que fueron a Oslo —hoy digitalizados—, ni en la copia que está en la Universidad de Salamanca, ni en la que se conserva en el Archivo General de la Nación, o en Memoria Activa, ni siquiera en los originales que permanecen en la Cámara Federal: una amistad de seis hombres comunes a los que les tocó hacer algo extraordinario. Vivir algo extraordinario forja un vínculo extraordinario también.
La historia del juicio no estaría completa si no se contara además la historia de este grupo de hombres que se convirtieron en astronautas sin serlo, dispuestos a comandar una nave que tenía una misión única, la más importante que me tocó en la vida.
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