Abriendo el hilo

Francisco Faig

Fragmento

Prólogo

La inestable convivencia

Por Aldo Mazzucchelli*

El lector tiene entre manos un texto importante, que hace preguntas difíciles, y cuya mayor virtud quizá sea que el autor no cae en la tentación de adelantar respuestas ni siquiera medianamente definitivas. Cómo se vinculan las redes sociales con la democracia liberal en nuestras sociedades contemporáneas, sería la pregunta general que el ensayo explora. La cuestión se abre en tres grandes capítulos. En el primero, el autor recupera algunas ideas que fueron importantes para la definición filosófica y operativa de las democracias liberales y representativas modernas. En el segundo, concentrándose en las redes sociales Facebook y Twitter, recuerda las esperanzas democratizadoras que estas suscitaron al comienzo, y propone varias formas en las cuales estos espacios de comunicación, y también los ciudadanos que los hemos adoptado, no habríamos podido cumplir con aquellas esperanzas. En el tercer momento, el ensayo elige desplegar tres grandes desafíos, que son a su vez tres alertas sobre riesgos a la vista para la democracia liberal y, en consecuencia, tres grandes preguntas que en el futuro podrían ocupar a la comunidad.

Este breve prólogo no intentará hacer un resumen prolijo del ensayo de Francisco Faig, sino dialogar con él en unos pocos puntos, agregando, en los rumbos abiertos por el texto principal, líneas de fuga que contribuyan a la complejidad de lo planteado.

* * *

Las redes imponen un tipo de socialización política nueva, la cual «viene a poner en tela de juicio no solamente cuestiones anecdóticas de comunicación política, sino sobre todo dimensiones fundamentales de la lógica misma de nuestro sistema representativo», afirma Faig en lo que parece una de sus hipótesis de partida. La democracia, recuerda, fue pensada, por un lado, como un mecanismo para ser empleado, en su forma más virtuosa, por individuos formados y capaces de tomar decisiones; y por otro, como un mecanismo que preservase al individuo como tal de sus eventuales posiciones políticas. Estas fueron comprendidas como circunstanciales, y un sistema de «etiqueta» se desarrolló para separar el funcionamiento político de la vida concreta cotidiana. El mecanismo de la representación cumplió la importante función de amortiguar y administrar la «democracia directa», salvaguardando así a la sociedad de las radicalizaciones y bandazos de una ciudadanía no suficientemente capaz de gobernarse a sí misma. Gracias a tal ingeniería de la representatividad, y a una política con alta densidad de códigos y rituales, se lograba así para la argumentación un sitio más protegido de la tendencia humana a entender sus diferencias de opinión como conflictos en los que enseguida interviene la descalificación moral y personal. Toda una «civilización del disenso», una «hermenéutica democrática» y una «pedagogía del diferendo», dice Faig, surgieron a partir de un maduro realismo de las democracias modernas, y en base a un crecimiento, además, del autocontrol individual, para el cual la sociedad educaba. La organización democrática moderna habría superado sus excesos iniciales de demagogia, y establecido formas por las cuales los roles de una élite que se vuelve especialista en los asuntos de la república consigue operar en la discusión argumental, obteniendo su legitimación periódicamente a través del voto popular.

Ahora bien, la llegada de Internet habría terminado «desestabilizando» esta «frágil arquitectura» de la democracia, al ignorar roles y ámbitos de debate, así como funciones específicas que devienen de la legitimidad democrática. Ante la falsa igualación que las redes escenifican, resurge «aquella vieja desconfianza hacia los excesos de la demagogia popular» que la democracia quiso ahuyentar de sí a comienzos de la Modernidad.

En el segundo apartado de su segundo capítulo, Faig discute los «límites propios de un ciudadano no tan racional», los que en cierto modo son retomados al final como uno de los «riesgos y desafíos» que enfrentamos como sociedades. El autor, conjeturo, se ha dado cuenta de que en el problema actual de la democracia hay bastante más que los fallos, distorsiones o destrucción de los mecanismos y la ingeniería del sistema político.

Francisco Faig considera todo lo anterior a partir de un esfuerzo analítico que disecciona los factores discernibles, por un lado, en las redes, por otro en el sistema político con sus supuestos tradicionales.

Me gustaría anotar aquí que el problema puede también formularse de modo distinto, a partir de la noción de que existe un acoplamiento nuevo entre el sujeto, su lenguaje, y una red de comunicación que es muy distinta a todo lo anterior. Y ese acoplamiento tendría el efecto de transformar al individuo «moderno» que creó la democracia tal como la conocíamos, en otro, un individuo de tipo nuevo, para el que nuestras viejas definiciones y formas de comprensión ya no funcionan. Este individuo de tipo nuevo sería una unidad que se ve a sí misma, a la democracia, y a las redes –entre muchas otras cosas– como algo distinto. Algo que no refiere ya a aquel sujeto moderno, al proyecto de aquel ciudadano educado en la discusión racional de las opciones que se abrían a la comunidad. En cambio, este sería un sujeto con una identidad fragmentada en una suma de adhesiones grupales, cada una de ellas contribuyendo componentes de identidad. Sería un nuevo sujeto que tiene con la historia de la democracia una relación fría –el «descrédito de los políticos y la política» es un fenómeno vasto en Occidente– y en cambio tiene una pasión por algunos elementos que, como restos de un naufragio, le han llegado de las viejas racionalidades del sistema, al cual ya no entiende ni percibe como un todo coherente. Sería, este, un nuevo sujeto cuya relación con la noción de que informarse y participar, argumentar y respetar los derechos del otro, orientarse indiscutiblemente a favor de la libertad irrestricta de expresión, ver al sistema político –y al Estado– como representantes de intereses comunes a la ciudadanía o la sociedad, son nociones por lo menos distantes, atenuadas.

Si lo anterior fuese una descripción adecuada –aunque sin duda parcial– del ciudadano contemporáneo, la conclusión principal es que estamos ante un problema –justamente el que aborda este ensayo– más antropológico que de ciencia política, por así decirlo. Si este es el ciudadano que ha llegado para quedarse a partir del nuevo acoplamiento producido entre conciencia, lenguaje y medio de comunicación, entonces es posible sugerir que el proyecto de individualidad moderna, democrática y liberal, tal como se lo formuló en el siglo xviii y se lo llevó a la práctica en los dos siglos siguientes, ha sido una utopía, debido a que su diagnóstico antropológico de base –qué es un ser humano– no pudo realizarse más que de un modo muy parcial. Varios de los análisis que Faig produce en este ensayo tienden, en mi opinión, a sugerir esta posibilidad.

El ensayo rastrea, p

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