Tan triste como ella. Novelas breves 2

Juan Carlos Onetti

Fragmento

A M. C.

Querida Tantriste:

Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de veras; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. Intento excusarme —sólo para nosotros, claro— invocando la dificultad que impone navegar entre dos aguas durante X páginas. Acepto también, como merecidos, los momentos dichosos. En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía.

J. C. O.

Años atrás, que podían ser muchos o mezclarse con el ayer en los escasos momentos de felicidad, ella había estado en la habitación del hombre. Un dormitorio imaginable, un cuarto de baño en ruinas y desaseado, un ascensor trémulo; sólo eso recordaba de la casa. Fue antes del matrimonio, pocos meses antes.

Quería ir, deseaba que ocurriera cualquier cosa —la más brutal, la más anémica y decepcionante—, cualquier cosa útil para su soledad y su ignorancia. No pensaba en el futuro y se sentía capaz de negarlo. Pero un miedo que nada tenía que ver con el dolor antiguo la obligó a decir no, a defenderse con las manos y la rigidez de los muslos. Solo obtuvo, aceptó, el sabor del hombre manchado por el sol y la playa.

Soñó, al amanecer, ya separada y lejos, que caminaba sola en una noche que podía haber sido otra, casi desnuda con su corto camisón, cargando una valija vacía. Estaba condenada a la desesperanza y arrastraba los pies descalzos por calles arboladas y desiertas, lentamente, con el cuerpo erguido, casi desafiante.

El desengaño, la tristeza, el decir que sí a la muerte, solo podían soportarse porque, a capricho, el gusto del hombre renacía en su garganta en cada bocacalle que ella lo pedía y ordenaba. Los pasos doloridos se iban haciendo lentos hasta la quietud. Entonces, a medias desnuda, rodeada por la sombra, el simulacro del silencio, alguna pareja lejana de faroles, se detenía para absorber ruidosa el aire. Cargada con la valija sin peso, saboreaba el recuerdo y continuaba caminando de regreso.

De pronto vio la enorme luna que se alzaba entre el caserío gris, negro y sucio; era más plateada a cada paso y disolvía velozmente los bordes sanguinolentos que la habían sostenido. Paso a paso, comprendió que no avanzaba con la valija hacia ningún destino, ninguna cama, ninguna habitación. La luna ya era monstruosa. Casi desnuda, con el cuerpo recto y los pequeños senos horadando la noche, siguió marchando para hundirse en la luna desmesurada que continuaba creciendo.

El hombre estaba más flaco cada día y sus ojos grises perdían color, aguándose, lejos ya de la curiosidad y la súplica. Nunca se le había ocurrido llorar y los años, treinta y dos, le enseñaron, por lo menos, la inutilidad de todo abandono, de toda esperanza de comprensión.

La miraba sin franqueza ni mentira todas las mañanas, por encima de la poblada, renga mesa del desayuno que habían instalado en la cocina para la felicidad del verano. Tal vez no fuera totalmente suya la culpa, tal vez resulte inútil tratar de saber quién la tuvo, quién la sigue teniendo.

A escondidas ella le miraba los ojos. Si puede darse el nombre de mirada a la cautela, al relámpago frío, a su cálculo. Los ojos del hombre, sin delatarse, se hacían más grandes y claros, cada vez, cada mañana. Pero él no trataba de esconderlos; sólo quería desviar, sin grosería, lo que los ojos estaban condenados a preguntar y decir.

Tenía entonces treinta y dos años y se iba extendiendo, desde las nueve hasta las cinco, a través de oficinas de un local enorme. Amaba el dinero, siempre que fuera mucho, así como otros hombres se sienten atraídos por mujeres altas y gordas, tolerando que sean viejas, sin importarles. Creía también en la felicidad de los fatigosos fines de semana, en la salud que descendía para todos desde el cielo, en el aire libre.

Estaba allá o aquí, presentía el dominio sobre cualquier forma de dicha, de tentación. Había amado a la pequeña mujer que le daba comida, que había parido una criatura que lloraba incesante en el primer piso. Ahora la miraba con asombro: era, fugazmente, algo peor, más bajo, más muerto que una desconocida cuyo nombre no nos llegó nunca.

A la hora irregular del desayuno el sol entraba por las altas ventanas; los olores del jardín se complicaban en la mesa, desfallecidos aún, como el fácil principio de una sospecha. Ninguno de ellos podía negar el sol, la primavera; en último caso, la muerte del invierno.

A los pocos días de la mudanza, cuando nadie había pensado aún en transformar el jardín salvaje y enmarañado en una sucesión tumularia de peceras, el hombre se levantó de madrugada y aguardó el alba. Con las primeras luces, clavó una lata en la araucaria y tomó distancia con el diminuto revólver nacarado colgando de una mano. Alzó el brazo y sólo pudo oír los golpecitos frustrados del percutor. Volvió a la casa con una exagerada sensación de ridículo y mal humor; sin cuidado, sin respeto por el sueño de la mujer, tiró el arma en un rincón del ropero.

—¿Qué pasa? —murmuró ella mientras el hombre comenzaba a desnudarse para entrar al baño.

—Nada. O las balas están picadas, no hace ni un mes que las compré, me estafaron, o el revólver se terminó. Era de mi madre o de mi abuela, tiene el gatillo flojo. No me gusta que estés sola aquí, de noche, sin algo para defenderte. Pero me voy a ocupar de eso hoy mismo.

—No tiene importancia —dijo la mujer mientras caminaba descalza para traer al niño—. Tengo buenos pulmones y los vecinos me van a oír.

—Estoy enterado —dijo el hombre, y rió.

Se miraron con cariño y burla. La mujer estuvo esperando el ruido del coche y volvió a dormirse con el niño colgado de un pezón.

La sirvienta entraba y salía y no era posible saber siempre por qué. La mujer estaba acostumbrada, no creía ya en la súplica de los ojos del hombre, tantas veces entrevista, como si la mirada, la expresión, el húmedo silencio no importaran más que el color del iris, la inclinación heredada de los párpados. Él, por su parte, era incapaz, ahora, de aceptar el mundo; ni los negocios, ni la hija inexistente, con frecuencia olvidada, con frecuencia viva, tenaz, endurecida, distinta a pesar de las premeditadas borracheras, los ineludibles negocios, las compañías y las soledades. Es probable, también, que ni ella ni él creyeran ya del todo en la realidad de las noches, en sus felicidades cortas y previsibles.

No tenían nada que esperar de las horas en que estaban juntos pero tampoco aceptaban esa pobreza. Él continuaba jugando con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan tostado. Durante aquellas mañanas él no trataba, en realidad, de mirarla; se limitaba a mostrarle los ojos, como un mendigo casi desinteresado, sin fe, que exhibiera una llaga, un muñón.

Ella hablaba de los restos del jardín, de los proveedores, del niño rosado en la habitación de arriba. Cuand

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