Una tragedia griega: ¿dónde está el coro?
¿Puede existir el fútbol en un estadio vacío? O mejor: ¿es exactamente fútbol eso que sucede en los estadios del mundo hoy? La televisión cubre el silencio emitiendo sonidos de hinchas que no están ahí, las gradas se pueblan de figuras de cartón, los jugadores gritan los goles a solas… y un viejo cuento de Borges y Bioy Casares insinúa que eso que vemos en las pantallas en realidad no está sucediendo. Mientras la Copa América se juega ante miles de butacas vacías y la Eurocopa se consuela con magros aforos, LENGUA invita a lúcidas voces y fervorosos hinchas a reflexionar sobre esta tragedia griega con pelota pero sin coro.
Por Juan Villoro

Estampas de la pandemia: cartones con fotos de los seguidores del Borussia Mönchengladbach en las gradas del Borussia Park durante el encuentro que disputaron el equipo local y el VfL Wolfsburgo el pasado 16 de junio de 2020. Crédito: Getty Images.
Por JUAN VILLORO
El ser humano tiene una extraña relación con las personas que lo rodean. A veces sobran, a veces faltan. Si llegas a un cine y la cola es infinita, lamentas ser tan común como esa gente, pero si entras a un teatro de trescientas butacas y ves cinco espectadores, sospechas que la obra es pésima. Es molesto ver cuadros entre las cabezas de quienes visitan un museo, pero por lo menos nadie grita: «¡Modigliani!». En cambio, en el fútbol el público importa porque hace ruido. «Un estadio debe hervir; a favor o en contra, pero debe hervir», dijo el incontrovertible Johan Cruyff.
Solo hay dos motivos para explicar que se juegue con tribunas vacías: la penalización y la desgracia. Los estadios sin nadie son mausoleos donde la gloria no tiene eco.
Ni la más recóndita de las sectas ha concebido un fútbol secreto, de hazañas sin testigos. Basta escuchar a las volcánicas barras argentinas para saber por qué se designaron a sí mismas como «jugador número 12». Ese vendaval influye en el resultado; provoca que se anoten o fallen goles decisivos.
Hace un año el Liverpool era el mejor equipo del mundo, entre otras cosas porque disponía de una afición fervorosa. En los días grandes, el estadio de Anfield estalla en apasionadas nubes de humo rojo. Cuando el equipo pierde, la multitud canta You’ll Never Walk Alone con una melancolía tan poderosa que los muertos hacen la segunda voz desde sus tumbas.
¿Qué le sucede a un equipo que está en la cima del mundo pero pierde a su hinchada de repente? En la temporada 2020-2021, la epidemia obligó a jugar en campos desiertos y el Liverpool participó en cuatro torneos con el aire extraviado de los muertos en vida. Su equipación no cambió de color, pero parecía rojo por nostalgia, un viejo emblema de la sangre, la transfusión que les inyecta el público.
La palabra «hincha» surgió en Uruguay. En un campo de barrio, un muchacho con el pelo revuelto de quien no ha conocido un peine se dedicaba a inflar pelotas de cuero. Recibía el apodo de «hincha» porque insuflaba aire a los balones. Veía el juego con entrega y en los momentos críticos extendía su actividad neumática a los alaridos. «¡Mirá cómo grita el hincha!», decía la gente. Poco a poco, esa palabra caracterizó a quienes inflan la pasión. En el fútbol unos chutan para que otros griten.
No hay ritos ni ceremonias sin testigos. Quien no se sienta intensamente responsable de su equipo no merece los variables nombres de hincha, forofo o tifoso. Los estadios vacíos deprimen porque ahí el fútbol solo depende de los jugadores. Sirven para el deporte, pero pierden su condición de sedes de la fe.
El contenido del juego es el partido, pero su envoltura es el público. Sin multitudes no hay catarsis. Al respecto, conviene hacer una advertencia. La masa es el requisito del éxtasis, pero no siempre se porta bien. Quienes proclaman amor eterno en las tribunas, a veces sucumben a la homofobia, el racismo, el machismo, la xenofobia, las luces de bengala arrojadas al portero rival, los navajazos contra la barra enemiga. «Estadios, burdeles de la gloria», exclamó el poeta Álvaro Mutis.
Cuando una cancha es castigada por exhibir una conducta criminal, el equipo de casa debe jugar a puerta cerrada, con tribunas que se incriminan a sí mismas: la afición no merece estar ahí.
La otra causa para desterrar al público es el desastre. Cambiar de equipo resulta tan absurdo como cambiar de infancia, pero hay momentos en que sufres demasiado al ver a los tuyos. El estupendo documental Maradona en Sinaloa comienza con los Dorados de Culiacán al final de la segunda división. En las tribunas, los ultras llevan el nombre de «Solo y mi hijo» y están representados por dos personas: un hombre fiel y un niño siguen a un club que solo resucitaría con «la mano de Dios». Esa anécdota confirma que en México el público hace mayor esfuerzo que los jugadores.
La decisión de jugar partidos durante la pandemia llevó a una circunstancia anticipada por dos críticos del fútbol: Borges y Bioy Casares. En 1967, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, escribieron «Esse est percipi» («Ser es ser percibido»). De acuerdo con aquel cuento, el último partido verdadero se disputó el 24 de junio de 1937. Desde entonces, la televisión transmite simulacros representados por actores. Mientras tanto, «el género humano está en casa». Una profecía del mundo actual.
A veces, para solucionar un error se comete otro. En Corea del Sur, el FC Seúl quiso aliviar sus tribunas vacías colocando muñecas eróticas «a sana distancia» unas de otras, con los reglamentarios cubrebocas. Aunque el equipo local venció 1-0 al Gwangju, nadie lo atribuyó a los juguetes sexuales y el equipo fue multado con 81.000 dólares.
En 2020, la rutinaria Bundesliga, que suele ganar el Bayern, fue la primera en iniciar sus cotejos. El mundo se concentró en las arenas alemanas y atestiguó un fanatismo robotizado: los altavoces transmitían gritos para simular emoción. «Esse est percipi».
En el país donde la filosofía se propuso distinguir al «ser en sí» del «ser para sí», el Borussia Mönchengladbach juzgó que la identidad es una apariencia y colocó a 13.000 aficionados de cartón en sus tribunas para su encuentro contra el Bayer Leverkusen. «Estar ahí» valía 19 euros. No fue necesario consultar la Crítica de la razón pura para conocer la relevancia del «ser de cartón». El Borussia perdió 1-3.
En la tragedia griega, el coro representa la voz de Atenas, que legitima y juzga la trama. Esa ha sido la función del público en el fútbol. Además, el estruendo emotivo tiene la virtud de opacar las voces de los jugadores, cuyos parlamentos solo deben expresarse con los pies. Por desgracia, en los campos baldíos escuchamos las inconexas palabras con que los héroes rebajan su mitología.
Las pirámides prehispánicas eran montañas escalonadas rumbo al cielo. Los estadios revierten esta jerarquía: el paraíso está abajo, en el césped de las ilusiones.
No hay ritos ni ceremonias sin testigos. Quien no se sienta intensamente responsable de su equipo no merece los variables nombres de hincha, forofo o tifoso. Los estadios vacíos deprimen porque ahí el fútbol solo depende de los jugadores. Sirven para el deporte, pero pierden su condición de sedes de la fe.
Los grandes goles son plegarias atendidas. Cuando alguien remata con puntería, demuestra que los suyos saben gritar.