«Dos pistolas», de Ray Loriga: William Burroughs y el ¿fantasma? de Dutch Schultz
«El hombre que inventó Manhattan» es la sexta novela escrita por Ray Loriga, ganador del Premio Alfaguara de novela 2017. Publicada originalmente en febrero de 2004, esta obra es un caleidoscopio de historias cortas, agudas, marcadas por los juegos de identidades, el humor irónico y unos personajes inolvidables. Y detrás de todas ellas se erige una ciudad mítica: un Manhattan personal, exacto y al tiempo imaginado, teñido por toda la literatura y el cine que reflejan la ciudad de Nueva York. Al hilo de la reciente reedición a cargo de Alfaguara (abril de 2025), en LENGUA publicamos una de las historias que componen este mosaico: «Dos pistolas», un relato donde se dan cita William Burroughs y el recuerdo del mafioso Dutch Schultz.
Por Ray Loriga

Ray Loriga. Crédito: Diego Lafuente.
Dos pistolas
Cuando conocí a William Burroughs, el autor de El almuerzo desnudo, vivía en un urinario público y llevaba encima dos pistolas. «Una para cuando estoy despierto —me dijo— y otra para cuando sueño». El urinario en cuestión estaba en el Lower East Side, entre la avenida A y la avenida B, en un barrio que nada tenía que ver entonces con el bohemian chic de los noventa ni con la zona en rápida expansión económica que es hoy en día. William Burroughs, al que los amigos llamaban Bill, tenía entonces setenta y siete años y, a pesar de haber vivido siempre del otro lado de todas y cada una de las recomendaciones elementales de salud pública, tenía buen aspecto, o al menos su mal aspecto habitual. El mismo que había tenido desde los días de Jack y Allen y Gregory alrededor de la fuente del patio central de la Universidad de Columbia en el Upper West Side. Traje de tres piezas y sombrero de fieltro calado sobre un cráneo diminuto y aquella voz subterránea como de fantasma, animando unas manos delgadas que movía al hablar como si estuviera tratando de atrapar un insecto invisible.
Nos recibió en la puerta del urinario con la cortesía de un embajador que recibe a sus ilustres invitados en su residencia de verano. Como el olor no parecía molestarle lo más mínimo los demás decidimos ignorarlo, a pesar de que no era fácil, y dado que él no hizo ninguna referencia a lo extraño del lugar, con un continuo trasiego de homosexuales buscando contactos furtivos, ninguno de nosotros preguntó nada al respecto.
—Algunos días —dijo Bill— hay tantos gatos por aquí que resulta francamente molesto, y sin embargo...
Esperamos unos segundos y, en vista de que no añadía nada, dimos por cerrado el asunto de los gatos.
Le preguntamos entonces por el libro de Dutch Schultz que, al fin y al cabo, era lo que nos había llevado hasta allí, o al menos la excusa que habíamos utilizado para llegar hasta allí, a sabiendas de que Bill no hablaba con cualquiera ni de cualquier cosa.
Burroughs había publicado un libro titulado Las últimas palabras de Dutch Schultz en 1970 y era uno de sus pocos trabajos que no estaba traducido al finlandés, de ahí que pensáramos en hacer una oferta por sus derechos. En realidad yo había ido allí en calidad de traductor, pues el editor finlandés, que era también mi editor, apenas hablaba inglés y en cualquier caso era un hombre demasiado tímido para enfrentarse a solas con una leyenda.
El libro en cuestión, Las últimas palabras de Dutch Schultz, era, según el propio Burroughs, una ficción en forma de guion cinematográfico sobre los últimos dos días en la vida del mítico gánster. El tiempo que pasó Arthur Flegenheimer, ése era su verdadero nombre, en el hospital después de ser acribillado a balazos en el Palace Chop House de Newark, Nueva Jersey, custodiado por la policía y sometido a interrogatorios de los que un estenógrafo sentado a los pies de su cama tomó cumplida nota.
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En lugar de información vital sobre sus aliados o sus enemigos, todo lo que la policía sacó de esas sesiones fueron los últimos delirios febriles de un hombre que probablemente había abandonado el territorio de lo real hacía ya tiempo. «Nunca más Kansas», según titulaba el crítico Alexander Nigzeiz en su reseña de octubre del 79 para Interzone Reviews, una revista literaria argentina que homenajeaba al viejo Bill en todos y cada uno de sus números. «Nunca más Kansas», podía decirse también del propio Burroughs, que a su vez hacía años que habitaba su propio reino de Oz.
—Esos malditos gatos —añadió Bill cuando no esperábamos más sobre ese asunto—, esos malditos gatos lo ponen todo perdido. —Nueva pausa—. En cuanto a Schultz, es curioso que lo mencione porque no sé si fue ayer o la semana pasada, pero recientemente, en cualquier caso, he hablado con el holandés.
Por supuesto, imaginamos que había hablado con el holandés en sueños, pero Bill se apresuró a sacarnos de nuestro error.
—No en sueños. Tenga usted en cuenta que sé muy bien lo que me digo. No en sueños.
Pensamos entonces que debía de tratarse sin duda del fantasma de Dutch, lo que aun sin haberlo dicho, ofendió a Bill, que añadió:
—Sólo los imbéciles creen en fantasmas.
Nos dimos cuenta enseguida de que podíamos mantener una conversación con Burroughs sin necesidad de despegar los labios y que cualquier cosa que pensáramos obtendría su respuesta si es que así lo consideraba conveniente.
—Puede usted estar seguro —dijo Bill, escuchando de nuevo el rumor de nuestras impresiones.
En eso entró un hombre muy trajeado en el urinario y Burroughs se apartó para cederle el paso, mientras nos hacía señas para que le siguiéramos. Caminamos todos juntos hasta una de las cabinas donde un sucio agujero en el suelo hacía las veces de retrete.
—Nunca se sabe —nos confió, una vez cerrada la puerta—. A veces son maricas, pero a veces son agentes.
«¿Federales?», preguntamos mentalmente.
—Y aún peor —contestó Bill. Y entonces se llevó el dedo índice a la boca para indicar que debíamos guardar silencio, y nos quedamos allí encerrados durante un buen rato hasta que escuchamos a un hombre gemir al otro lado de la puerta.
—Ya podemos salir —dijo Burroughs.
Una vez fuera vimos al hombre bien trajeado arrodillado frente a un pordiosero con la polla fuera de los pantalones y dentro de su boca.
—No es un agente —nos dijo Burroughs—, pero salgamos fuera de todas formas, hay quien no puede con estas cosas.
Salimos a la avenida A y Bill señaló un café al otro lado de la calle.
—Vengan conmigo, caballeros —dijo y luego, recordando de pronto el motivo de nuestra visita, añadió—: Dutch Schultz, ¿eh?
—En efecto, puedo contarles un par de cosas sobre ese demonio.

