Lara Moreno y los juegos de poder de Margaret Atwood
Una mujer se reencuentra con un antiguo amante, pero entre ellos solo queda un profundo vacío. Otra siente que la soledad le aprieta el cuello una noche en Melilla. Una familia debe abandonar su casa de madrugada para no morir en un incendio. Un asesino contiene su perversidad el día de su cumpleaños. Un hombre imagina a su exmujer afrontando la cotidianidad sin él. Una pareja se enfrenta a una decisión que dinamitará su amor mientras una rata corretea por el portal de su casa. Dos vecinos conviven con la incomunicación y los prejuicios durante años. En los relatos que conforman el libro «Ningún amor está vivo en el recuerdo» (Lumen, junio de 2025), gran parte de ellos inéditos, Lara Moreno aborda con sutileza los ángulos escondidos de las relaciones humanas y los temibles silencios que con frecuencia las atraviesan. Bajo estas líneas publicamos uno de ellos: «Los juegos de poder de Margaret Atwood».
Por Lara Moreno

Lara Moreno. Crédito: Jairo Vargas.
Los juegos de poder de Margaret Atwood
Sus labios se abren y se cierran en un movimiento armonioso, exagerando las vocales abiertas y frunciendo la nariz con las consonantes fricativas, como si algo le desagradara desde muy lejos. Lee en letanía, sentada frente a las niñas en un taburete junto a la ventana, los cristales sucios de la lluvia. La habitación, sin embargo, cálida. Un ambiente agrio, demasiado espeso; cuando llueve toda la tarde, por ejemplo, y no hay posibilidad de salir de allí. El libro es muy fino, y Carla lo dobla con sus dedos huesudos de uñas comidas. Lo trata con desdén. Primero lee en español, ese deje forzado de severidad en su voz: «Tú quieres volver a donde el cielo estaba en nuestro interior los animales nos atravesaban, nuestras manos bendecían y mataban a nuestro libre albedrío, la muerte hacía salir sangre de verdad», cuando llega a este punto se para un segundo, mueve solo las pupilas por encima del libro, vigila el rostro de las dos niñas sentadas en el suelo, buscando una confirmación para seguir, las caritas pálidas, los ojos muy abiertos. Ahora en inglés otra vez, les advierte, en una queja, hay que prestar mucha atención. You want to go back to where the sky was inside us. ¿Veis? ¿Lo entendéis ahora? Una de las niñas asiente, la más pequeña por el contrario aguanta la respiración. Saben que llega el momento de la verdad. Carla entonces se levanta con brusquedad del taburete, se aleja varios pasos de la ventana, hacia el centro de la habitación, las niñas ahora tienen que girar un poco la cabeza para mirarla de frente, y extiende los brazos, en una de las manos el libro sujeto por dos de sus dedos de puntas enrojecidas, y así con la barbilla alzada en desafío, declama, de memoria, con rapidez, you want to go back to where the sky was inside us you want to go back to where the sky was inside us you want to go back to where the sky was inside us, ¡vamos, ahora vosotras!, ¡arriba! Lo mismo de siempre: con la mano libre agarra el brazo de una de las hermanas y tira, para levantarla del suelo, luego el de la otra. Repetid conmigo, dice extendiendo de nuevo los brazos; en la camisa verde, las axilas han dejado un cerco, su voz suena estridente. Celia, Alejandra, repetid conmigo: you want to go... Quiero en español, dice la mayor de las dos, no me sale en inglés. La pequeña relaja los hombros, los vuelve a contraer bajo el silencio de Carla. Cuanto más tiempo tardéis, más tiempo estará la puerta cerrada. De pronto la joven parece recordar algo. Se suavizan los rasgos de su cara y se olvida de las niñas. Otra vez cerca de la ventana, mira a través del cristal rasgado de agua por fuera, achica los ojos. Una mancha azul todavía se oscurece en el cielo. En realidad no busca nada, a nadie, solo recuerda. Celia sabe que su hermana no está realmente allí, tiene los labios entreabiertos y el de abajo le brilla como un sapo. Es en esos momentos cuando le parece que Carla ya es una mujer, una mujer desconocida con algo sucio en la cara. Celia empieza a murmurar, sin pensarlo siquiera, porque a lo mejor surte efecto: tú quieres volver a donde el cielo estaba en nuestro interior los animales nos atravesaban, nuestras manos bendecían y mataban... Carla regresa de un golpe de cuello y mira a su hermana mediana con los ojos muy abiertos: y mataban..., dilo bien. Venga. La muerte hacía salir sangre de verdad, dice entonces rápido Celia, con la voz empinada, los ojos entrecerrados, apurada por continuar, se aventura, pero admítelo, hemos mejorado, nuestras cabezas flotan... ¡No!, casi grita Carla, ¡no te lo saltes! Nuestras manos bendecían y mataban... ¡qué! ¿Tampoco en español? ¿Queréis quedaros aquí hasta que sea de noche, queréis cenar aquí dentro? ¿O es que no queréis cenar hoy? Alejandra se mira los botones del blusón, muy pequeños incluso para sus dedos, la falda, las medias blancas. No lleva puestos los zapatos y tiene los pies fríos. Da unos pasos hacia atrás, acercándose a la puerta de la habitación, piensa que quizá no se den cuenta; si va muy despacio, no llegará su turno. Pero Carla simula ser benevolente con su hermana más pequeña y hace como que no la ve. Ahora ha sentado a Celia en el taburete junto a la ventana, la ha obligado a sentarse empujándola por los hombros. Celia tiene el flequillo torcido y se le puede ver la piel blanca de la frente, con unas diminutas pintas rojas. Está a punto de llorar pero no llegará a hacerlo porque se conoce los atajos.
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Empieza desde el principio, dice Carla, de pie, rígido el cuerpo, el olor de su sudor envolviéndola, la profunda melancolía. No, enséñame otro nuevo. Por favor, hermana, enséñame otro nuevo. Alejandra ya ha alcanzado la puerta y apoya su espalda en ella. Sabe que no podrá abrirla, pero se siente mucho mejor ahí. Carla parece bailar en medio de la habitación. Ahora es Celia quien está rígida en su lugar de castigo, esperando el siguiente movimiento, pero Carla ha acatado la petición de su hermana. Se deja querer, ella también va con los pies descalzos pero sin medias, y los tobillos demasiado anchos para la delgadez de sus piernas están ahí, girando, haciendo que su falda se infle, se apague. Bajo la tela los muslos le tiemblan, ardiendo casi todo el tiempo. Así que me pides que te enseñe un poema nuevo cuando no te sabes todavía este. No se enseñan así las cosas en la vida, Celia. Hay que aprender primero lo primero. ¡Enséñame uno de amor!, suplica la niña desde el taburete, las rodillas juntas, las manos agolpadas en el regazo. ¡Dijiste que un día me enseñarías uno de amor! Ninguna de las dos mira a Alejandra, que se ha dejado ya caer sobre la puerta, la cabeza reclinada en ella. Carla recupera el libro, que estaba en el suelo, y allí mismo se sienta, en la postura del indio, abalanzada sobre las páginas, adolescente de nuevo. Está bien, susurra mientras busca los poemas que tienen marca. Está bien, voy a enseñarte lo que Margaret dice sobre el amor. ¿Crees que vas a aprender algo? Eres demasiado niña para todo esto. Celia se desliza taburete abajo, se sienta en el suelo junto a su hermana mayor, ella también suda, con un sudor infantil sin olor, y se limpia las palmas de las manos en la falda de su hermana, ahora arremangada hasta las ingles. ¡Qué haces! ¿Por qué te limpias en mí? ¿Qué tienes en las manos? ¡Anda, vuelve a sentarte allí! Alejandra en la puerta se ha encogido. Aprieta como puede allí abajo, juntando lo máximo posible los pies fríos cubiertos por las medias blancas. Cuando Celia se ha sentado otra vez en el taburete, cuando reorganiza su postura en un acto de obediencia, Carla se levanta del suelo y vuelve a alzar la barbilla. Justo antes de que empiece a recitar se hace de noche de golpe. Cada tarde sucede lo mismo. Carla lee, de memoria, con una voz nueva, rasgada: «En estos días mis dedos sangran incluso antes de morderlos», estos primeros versos apenas los susurra, le salen solos: «No puedo jugar sin peligro, ya no puedo jugar más», Celia se inclina hacia el sonido de la voz de su hermana, hipnotizada ya, deseosa de aprenderlo todo, ahí está el secreto, en esa joven de ojos cerrados que ahora pronuncia con rabia: por favor, volvamos a nuestros juegos, eran más divertidos y menos dolorosos, y ahí se queda, el libro en el pecho, la cara agachada, el hastío, y como si estuviera sola, entonación aprendida del letargo, añade pero me quedo aquí sin poder para salvarme, con este sabor a sal en mi boca, consciente de que no me salvarás. Solo ahora la hermana mayor es inofensiva, con la guardia bajada. Alejandra arruga la tela de su pequeña falda con los puños apretados: me estoy haciendo pis, lo dice muy flojito porque si levanta la voz se le va a escapar. Es posible que ninguna de sus dos hermanas la haya oído. ¿Eso es?, insiste Celia, ávida por comprender el misterio. Eso es qué, dice por fin la otra, recuperada de súbito, como si aquel desprendimiento hubiera sido una farsa. Eso es qué, Celia. Ahora la habitación ya solo está iluminada por la lámpara de pie que hay al fondo, y las sombras de las extremidades de las dos hermanas se arrastran por el suelo. Carla no se deja doblegar por el aburrimiento de la tarde. Como si lo hubiera tenido planeado todo el tiempo, como si en todo momento hubiese estado pendiente de la hermana pequeña, se acerca a ella y le pone la mano en la cabeza rubia, su mano de uñas comidas descansa sobre el cráneo peinado de la niña, que al sentir el calor de esa piel recia, de la mano que agarraba el libro hace un momento, ese libro negro, en inglés y en español, el libro negro de las tardes de lluvia, el libro de las sangres, deja que su vejiga empiece por fin a vaciarse, orín templado que empapa el algodón de las bragas y el de las medias blancas, mojadas ya hasta la rodilla, enseguida más abajo. Todavía durante unos segundos Alejandra no existe para nadie. El inicio de su llanto es casi de bebé, y luego llora desesperada de una vez, con toda la cara arrugada y roja, y Carla se espanta y se agacha y grita: pero ¡qué has hecho! ¡Pero si te has meado encima! Y tendría que abrir ya la puerta, descorrer ese cerrojo alto que hace horas que echó, el pequeño cerrojito plateado de las tardes de lluvia, debería coger a su hermana en brazos y llevarla al cuarto de baño al fondo del pasillo, para quitarle la ropa empapada y limpiarla, pero no lo hace, desde arriba mira a su hermana pequeña, y sostiene entre sus manos esa carita roja y rabiosa, y entonces Celia está muy cerca de las dos y clava los dedos en el brazo de la hermana mayor, y dice, despavorida: ¡sí me he enterado!, ya sé cómo funciona, yo sí me he enterado.

