Balbuceos de la memoria y primeros recuerdos
Segovia
Nací en Segovia el 14 de abril de 1948, el mismo día en que, diecisiete años antes, don Antonio Machado había saludado la proclamación de la Segunda República encabezando una manifestación festiva desde el Azoguejo a la plaza Mayor para izar en el balcón del Ayuntamiento la bandera tricolor.
La casa familiar en la calle de Ochoa Andátegui estaba a unos cuantos metros del Azoguejo y, desde sus balcones, se veían algunos arcos del acueducto. Aunque no estoy seguro de ello. Al intentar apresar los recuerdos tengo una impresión similar a la de cuando vuelvo a colocar el teleobjetivo en mi cámara fotográfica tras mucho tiempo sin usarlo. Al principio, al igual que ocurre con los tres primeros años de mi existencia, sólo veo una luz lechosa, sin ninguna imagen. Conforme trato de regular el enfoque, aparecen instantáneas borrosas y desenfocadas que entran y salen de la cámara sin orden ni concierto. Después, las visiones se van aclarando y la cámara puede ir enfocando unos objetivos nítidos con pocos retoques. Claro que es necesario seleccionar un motivo en el que fijarse detenidamente antes de pasar a otro para realizar la fotografía siguiente. Esas instantáneas borrosas y las secuencias algo quemadas y de movimientos arbitrarios, como los de las películas mudas, corresponden a mis cuatro, cinco, y seis años de edad. Tras ellas, vienen los recuerdos paulatinamente más claros hasta adquirir la nitidez de esa memoria con la que te sientes más identificado, aun sin olvidar que tu existencia no es sino esa sucesión de difuntos establecidas por el poeta.
En Segovia las imágenes aún carecen de contornos definidos y de cualquier lógica narrativa. Mi madre, Eladia Sánchez Menchén, atareada, cubierta con un delantal blanquecino, yendo de un lado a otro de la casa como una sombra fugitiva, la magia de la máquina de coser, con sus movimientos de locomotora vista en aquella película en la que luego me quedé dormido. Pero el humo de la máquina de coser era transparente y olía a leche quemada. Mi hermana mayor Lilí, poniéndome un tazón de leche con galletas y yo llorando porque había una menos. La razón de la sinrazón infantil. Yo no sabía contar, ni siquiera tenía idea de si había más o menos galletas que el día anterior. Únicamente afirmar el derecho a mi persona golpeando los puños contra el tablero arrugado de la mesa de la cocina. «Otra galleta, quiero otra galleta.»
De los otros hermanos (éramos seis) ningún recuerdo asociado a Segovia. También, aunque no sé si porque me lo han contado, yo envuelto en una capa con capucha que me había hecho mi madre de algún capote militar, yendo a comprar astillas a una carbonería cercana sobre un manto de nieve silenciosa. Otras imágenes vislumbradas: la estufa, la enorme bicicleta de papá y su imponente figura con la escopeta, el morral y los leguis. Papá se trasladaba desde el cuarto de estar al del final del cuento de Caperucita Roja cuando mamá me decía: «Y entonces tu padre con su escopeta y, pum, pum, disparó dos tiros al lobo y lo mató, le abrió la tripa y salieron Caperucita y su abuela saltando de contentas y riéndose del tonto del lobo».
Y unas figuritas recortables que mamá me hacía de papel de periódico para que jugase: el caballito con sus orejas angulosas sobre el que se subía el picador para caerse enseguida, volver a colocarlo con mucho cuidado para no convertirlo en un burruño de papel, el toro con cuernos amorcillados y el torero que difícilmente se sujetaba sobre sus piernas unidas y abiertas en forma de tijera... Cuando conseguía componer todo el cuadro taurino sobre la mesa lo contemplaba con la satisfacción del trabajo bien hecho. Pronto, tras llevar en volandas con la pinza de mis dedos al animal cual un planeador revoloteando sobre la plaza, picador, toro y torero devendrían en pegotes de papel por el ardor de la lidia. Y yo volvería a la cocina para tirar de las faldas de mamá y pedirle ahora un caballito con alas, el Caballito de los Siete Colores que iba volando hasta el aparador y allí daba una patada para que la tierra se tragase al diablo durante veinte años, y luego el caballito anda que te andarás llegaba hasta la cocina donde estaba la cabaña del rey, y mamá me regañaba, «Jesusín, te he dicho que no juegues en la cocina, un día se te va a caer el aceite encima y vamos a tener una desgracia».
Y un cartel pegado a la pared de enfrente de una de las ventanas, con muchos colores y un soldado con una camisa azul y una boina roja clavando la bayoneta en el cuerpo de un hombre descamisado y con cara de diablo. Sobre ellos había una bandera de España con unas letras muy grandes que yo no sabía leer.
Y el tañido repentino de las campanas de alguna iglesia, o los olores que se agarraban a la garganta y me hacían toser... y otros fogonazos desenfocados o que estallaban en sucesivas burbujas blancas como las que iluminaban la pantalla antes de las letras y la música del NO-DO.
Mi padre, Antonio Martínez Pérez, tenía el título de maestro, pero la labor de destrucción de la enseñanza pública en España tras el triunfo del fascismo hacía imposible la subsistencia de ocho personas con unos ingresos miserables. Así que trabajaba en Obras Públicas como conductor de maquinaria pesada.
Natural de Soria y acostumbrado al aire libre por el trabajo y la caza, mi padre no sentía los rigores del largo invierno segoviano, rigores aumentados por la alimentación y el vestido deficientes, y unas viviendas muy mal acondicionadas para estas bajas temperaturas. Mi madre, nacida en Guarromán y criada en Linares, donde residía su familia, soportaba dolorosamente y con frecuentes dolencias estas bajas temperaturas y consiguió convencer a papá para que abandonase su empleo en Obras Públicas y nos trasladásemos todos a Linares, este pueblo entre andaluz y manchego donde transcurriría el resto de mi infancia. Para la decisión final debieron de pesar también dos hechos: que mi abuelo materno, Andrés Sánchez Jiménez, como administrador general, ocupaba una buena posición en la todavía boyante compañía minera de La Cruz, y que la familia de mi padre, también residente en Linares, tenía una holgada posición económica y, lo que era aún más importante en aquellos tiempos recios, notable influencia política pues mi abuelo paterno era capitán laureado del ejército y su hija mayor, Josefina Martínez Pérez, jefa provincial de la Sección Femenina del Movimiento.
Pero la realidad fue muy otra.
Mi abuelo materno Andrés, un republicano de derechas pero sin actividad política conocida (seguramente era masón) había tenido problemas al fin de la contienda, más aún después de que el director de la Compañía durante los años de la guerra, el diplomático francés Luis Marty Asye, se enfrentase a la acusación de dar el permiso para que fuese fundida en los hornos de la fábrica toda la plata procedente de las requisas de los templos de las localidades limítrofes. Y si la represión no cayó sobre las espaldas de mi abuelo abulense fue debido al apoyo que le brindaron los dirigentes de La Cruz y los de las firmas comerciales con las que trataba, ya que todos coincidieron en una honestidad y rectitud fuera de lo común. Con todo y con ello, su influencia era prácticamente nula. Además había invertido el capital que escapó a sus partidas de cartas en el casino linarense en salvar de las dos penas de muerte al teniente de milicias anarquistas Enrique Pérez, su yerno y mi tío, que salió de la cárcel en 1949, alcoholizado, medio lelo, convertido en una piltrafa humana.
En cuanto a la familia de mi padre, la situación era diferente. No hicieron nada porque no quisieron. Mi abuelo, Antonio Martínez Calonge, con un perfil que no debía diferir mucho del de Antonio Tejero u otros tantos energúmenos hijos de nuestra milicia, había dado ya sus últimas órdenes (murió antes de nuestra llegada) siendo sustituido en el escalafón de mando por su hija Pepita, una arpía morena, enjuta y de morro retorcido y gesto avinagrado a quien sí tuve la desdicha de conocer en años posteriores. Y la jefa provincial del Movimiento puso cuanto estuvo en su mano (todo) para negar la menor ayuda a su hermano Antonio. No ya se opuso a que dirigiera el negocio de los taxis del pueblo, negocio en el que la familia tenía parte de propiedad, sino que rechazó la petición de mi padre de dejarle explotar uno de estos coches en las mismas condiciones que lo hacían los chóferes para ella desconocidos. De semejante Gorgona ha trazado un retrato muy ajustado mi hermano Antonio Martínez Menchén en su novela La edad del hierro.
Otro día, allá por 1982 o 1983, volvíamos papá y yo andando del pueblo de Barco de Ávila a la urbanización donde teníamos la casa y, hablando como casi siempre de su pasado, mi padre me dijo (aunque en realidad se lo decía a sí mismo): «No sé, Jesusín, el poder que tenía tu tía Pepi, nadie nos atrevíamos a contradecirla. Tal vez por eso se quedó solterona. Ni yo mismo a quien tanto perjudicó, porque ella y las otras dos hermanas se quedaron con todo: las casas, el dinero, las fincas, y yo, ya ves, según ella, supondría un bochorno que el hijo del capitán Martínez fuese un vulgar taxista, un desdoro para la familia, pero no lo suponía verme durmiendo en cualquier cuneta tras conducir un camión más de quince horas por aquellas carreteras de Dios para tener un cacho de pan que llevarnos a la boca... Fíjate en un detalle de su ordeno y mando. Entonces era costumbre que los hijos llevasen nombres de las dos familias, después de los de sus padres. Pues bien, cuando le tocaba a algún pariente de tu madre había que ponerle, además de ese, otro nombre elegido por tu tía Pepi. Qué iba a hacer, achantarme. Eran cuatro mierdas de ropa y de dineros lo que nos daban al nacer uno de vosotros, pero mejor que nada...». Y papá se sumergía en el profundo mutismo de sus memorias tristes, mordiéndose el labio y alzando las cejas hacia las arrugas broncíneas de su frente.
Los últimos metros del camino yo los empleé en hacer un repaso mental de los nombres de nuestra familia. Efectivamente, mis hermanos mayores, Antonio y Lilí (hipocorístico de Eladia) no llevaban otros nombres porque correspondían a los de papá y mamá (en el caso de Antonio, también al de su abuelo). Mis hermanas Patrocinio (fallecida a los cuatro años) y Pepita (Josefa) también tenían nombres simples por repetir, respectivamente, los de su abuela y tía paternas. En tanto que quienes fuimos bautizados con nombres de nuestra familia materna teníamos dos nombres: el Andrés de mi abuelo se convirtió en el José Andrés de mi hermano. El Maribel de mi hermana suma al Isabel de su tía materna el nombre de la Virgen, y mi Jesús Felipe añade el nombre de Cristo al de mi abuela Felipa, la madre de mamá.
Las Casillas de Prieto
La casa y sus habitantes
Volviendo a nuestra llegada a Linares en el año 1953, mi padre entró como chofer de unos de los camiones de La Cruz que repartían plomo por toda España. Y nos trasladamos a vivir a la casa de mi abuelo materno, Andrés Sánchez Jiménez, situada en las Casillas de Prieto. Únicamente mi hermano Andrés se quedó en Segovia para terminar el curso de Magisterio.
Ignoro si esta barriada honra los avances en política de vivienda llevados a cabo por Indalecio Prieto en los dieciocho meses en los cuales fue titular de la Cartera de Fomento. Lo que sí recuerdo es que se trataba de un barrio, dentro de su humildad, bien construido. Las casas de un solo piso, con tiestos de geranios sobre sus fachadas encaladas, se alineaban en una especie de terraza natural sobre el paseo de Linarejos, todas en la mano más alejada al pueblo, y a continuación de ellas, una calzada de tierra acabada en el muro construido como contención de ese desmonte. Para acceder, pues, al paseo, y con él a la entrada de la ciudad, había que bajar unas escaleras desportilladas y casi siempre cubiertas de orines y barro. El dique mural, visto desde el paseo, lo formaba una pared curvada de unos diez metros en su parte más alta, construida con sillares de piedra. A manera de contrafuertes había unos pilares en los cuales la piedra se alternaba con franjas de ladrillo rojo. Lo más curioso del caso es que no se produjera ningún accidente porque, como pretil o barrera protectora, tenía un murete que, al inicio, levantaría un metro de altura y medio de ancho, pero que iba descendiendo y angostándose a lo largo del muro hasta quedar a ras de tierra varios metros antes de la escalera. Es decir, hacia la mitad del precipicio, el pretil no levantaría más de veinte centímetros y, a partir de allí, no había más obstáculo que una loseta de cemento a ras de suelo para precipitarse por el muro al vacío. Casi al inicio del poyete, donde se elevaba medio metro sobre la tierra, la gente se sentaba a conversar y los chicos, cuando no había ningún mayor presente, hacíamos desde allí equilibrios apostando quién recorría el muro de uno a otro extremo, quién lo hacía en menos tiempo o más pegado al precipicio... Sólo una vez lo intenté. Pero, nada más subirme y mirar al vacío, salté despavorido al otro lado, asegurándome alejarme lo más posible del abismo entre las risas y los insultos de mis compañeros: «gallina», «nena», «cagón...».
Para quien sí suponía un peligro cierto, según la leyenda extendida por el barrio, era para los pobres condenados a la pena máxima, pues constituía un paredón insuperable. De ello —según me susurraba, con aires de conspirador, el Luquitas, un chaval de la casa vecina— daban fe los numerosos desconchones de la fachada que se asomaba al paseo. Estas huellas de supuestos proyectiles se revestían de personajes creados seguramente por la imaginación: bandoleros, sacamantecas... Los últimos corresponderían —creo recordar— a unos pobres ladrones de frutas y otras menudencias, casi niños, fusilados unos días antes como ejemplo del rigor inexorable de la justicia franquista.
Nuestra vivienda era relativamente grande, de estructura romana con añadidos árabes. Nada más franquear el portón, se accedía a un amplio patio de paredes enjabegadas con un blanco refulgente sobre el suelo de tierra prensada en el cual había algunos arriates con geranios, rosales, pendientes de la reina y otras flores que ponían unas gotas de aroma y color en los atardeceres bochornosos del estío. En el centro del patio, el pozo con brocal y cubo columpiándose en su soga, donde deduje por algunos cuchicheos que el abuelo Andrés había sepultado su biblioteca y mi tío, Enrique Pérez, armas, insignias y documentos comprometedores. Al fondo del patio, cerca de la perrera hecha por papá con ladrillos y tejas para la Mora, el cubículo del váter, un tabuco de un metro cúbico con su agujero turco y su cubo para echar agua, donde el tío Enrique, a causa de sus almorranas, pasaba ratos insoportables para el resto de los inquilinos apretados. El techo lo formaba una deliciosa parra de racimos de uvas negrivioletas cuyo disfrute disputaban a los humanos los pájaros y las avispas. Bajo la acogedora sombra del emparrado sesteaba en una mecedora el abuelo Andrés, acunado por los monocordes chirridos de las chicharras y el cacareo lejano de las gallinas. De vez en cuando unas moscas pertinaces libaban las gotas de sudor de su calva, y se oían en toda la casa sus maldiciones en recio acento castellano: «Joder qué leche con las moscas, qué plaga, niño, tráeme el sombrero...». El sombrero designaba un asombroso jipijapa adquirido, cincuenta años antes, por mi abuelo durante su etapa como soldado de cupo en Filipinas. Aquella experiencia le sirvió, además de para contraer la malaria, para odiar el cinematógrafo. «Joder qué leche, vaya invento más mendaz. Nos ponen como héroes, como combatientes, cuando no hicimos sino correr de acá para allá y de allá para acá sin saber dónde estábamos nosotros ni el enemigo que nos tiroteaba. Y encima allí no llueve, diluvia, jarrea en el momento más insospechado, y los mosquitos son como golondrinas. En mi vida vuelvo al cine para ver otra sarta de mentiras como ésta. Héroes, qué leche de héroes.» El hombre se refería a Los últimos de Filipinas, primera y última película sonora que vio en su vida. Y lo curioso es que mi abuelo Andrés, nacido en el pueblo abulense de Pradosegar, tenía aspecto oriental: piel amarillenta, ojos muy achinados de mirada escrutadora, calva eterna, sonrisa socarrona y enigmática, verbo sentencioso... Mi padre me contó muchos años después que mi abuela Felipa Menchén, su mujer, morena, metida en carnes y socarrona, decía que ese aspecto filipino se debía a haber estado enredado con alguna lagartona de las de allá, fiate de las mosquitas muertas, y como todo se pega...
A mano derecha del patio estaba la vivienda compartida por mi abuelo y mis tíos. Traspasado el umbral, se entraba en la muy amplia cocina embaldosada con loseta catalana; en las paredes con vasares de fábrica cubiertos con papeles de colores ya desvaídos, reposaban platos, vasos y demás utensilios que no cabían en la alacena de madera formando celosías, junto a un amplio fregadero. De uno y otro lado de la chimenea que cubría el fogón, colgaban cazos y peroles. Una mesa de camilla en el centro, unas sillas de anea y una librería con carpetas más los pocos volúmenes sobrevivientes del infierno poceril mostraban que la cocina servía también de comedor y de cuarto de estar.
Mis recuerdos de esta vivienda terminan en la cocina ya que nunca traspasé sus muros para internarme en las habitaciones (creo que cuatro) donde se repartían sus moradores. Eran estos, además de mi abuelo, el matrimonio de mis tíos y sus tres hijos. Poco conservaba mi tío Enrique de la arrogancia y del atractivo varonil con que lo describían las mujeres. Las torturas, los años de cárcel y el alcohol lo habían convertido en una piltrafa humana que, sucia, encorvada y tambaleante, vagaba por el patio tras sus recorridos por los bares, aferrado a una botella sin atreverse a traspasar el umbral, temeroso de encontrarse con el abuelo o de las recriminaciones de su mujer por gastarse en vino su exiguo sueldo como obrero metalúrgico en la fábrica de La Constancia. Cuando el vino le daba ánimos parar engallecerse e insultar a su mujer, incluso amenazándola, bastaba con la presencia de mi abuelo para que, refunfuñando, se alejase entre reproches del otrora soldado en Filipinas: «Joder qué leche, tendría que haber dejado que te fusilaran, borracho inútil». Una vez mi tío se dirigió a mí, que empujaba a la carrera un aro por el patio, y me farfulló algunas frases cuyo sentido no alcancé a entender entonces: «Por él, sí, por sus influencias, por sus perras, viejo, chocho, como si uno fuese idiota, cuatro tierras y unos duros en el banco, menos que unos cuernos, mucho menos, vamos, por él...».
Treinta años después, no sé a cuento de qué, en una de las obligadas charlas con que papá y yo combatíamos el tiempo a la espera de alguna picada que rompiese el aburrimiento de esas horas en el río Tormes, mi padre me explicó el significado de esos balbuceos. «Ya sabes lo dada que es la gente a irse de la lengua. Y más en los pueblos andaluces. Que si con un general, que si con un mandamás del Movimiento, hasta con el hijo de uno de los caciques más importantes de Sevilla la habían visto liada... Habladurías. Lo único cierto es que la pobre Amelia estaba desesperada, fíjate, sólo llevaban meses casados cuando estalló la guerra. Y después ella con tu primo Andrés, una criatura de dos años, de acá para allá, tratando de conseguir el indulto para su marido. Y lo cierto también es que tu tía Amelia, antes de la operación que le dejó así la boca, era guapa, no tanto como su hermana, la pobre Isabel que enloqueció, una belleza, pero guapa y distinta a tu madre, otro tipo. Ya ves, dicen que Enrique se dio a la bebida al salir de la cárcel y enterarse de lo de su mujer. Vaya usted a saber.»
Efectivamente, mamá y la tía Amelia no parecían hermanas. Mi madre podía muy bien pasar por germana: piel de porcelana, ojos color lapislázuli, cabello claro, cuerpo esbelto con ondulaciones suaves y proporcionadas... En suma, había heredado los genes de su abuelo alemán que se estableció en Guarromán respondiendo a la oferta que el gobierno español había vuelto a hacer de colonizar Sierra Morena. Su segundo apellido (Menchén) proclama este origen. Mi hermano Antonio sustituiría nuestro segundo apellido (Sánchez) por este de Menchén como firma literaria (Antonio Martínez Menchén), en tanto que Andrés cambiaría ambos apellidos originales por el de Sorel.
Cuando conocí a Amelia ya tenía la cara deformada por la operación, pero el cuerpo y algunas fotos en su juventud confirman que casaba con el arquetipo fijado por Julio Romero de Torres, aunque de formas corporales menos rotundas. Y, sobre todo, emanaba de ella una simpatía tan natural que inmediatamente te sentías atraído hacia ella.
El hijo mayor, mi primo Andrés, había tenido una infancia claramente marcada por el largo brazo de la represión fascista. De ahí quizá su trágica trayectoria vital. Mis hermanos le llamaban «el pirata» por sus actos, propios de los antiguos bucaneros. Valga como ejemplo que a los dos años de estar nosotros viviendo en las Casillas de Prieto desapareció de la noche a la mañana. Tal vez por lo extravagante de la escena ésta permanece grabada en mi memoria: unas voces, un escándalo que nos hace salir a todos al patio a altas horas de una noche lluviosa. Al lado de la puerta, tambaleándose cual un tentetieso, chorreando agua como si estuviese debajo de la ducha con pantalón y chaqueta oscura remendada, mi primo Andrés abrazado a una joven que trata de ocultarse tras el cuerpo del borracho. Él intenta mostrárnosla con la mano derecha, porque con la izquierda procura mantener sobre su hombro unas enormes tortas de la panadería La Leonarda dobladas por el peso del agua cual los relojes de Dalí. Y siempre gritando con lengua estropajosa: «Eh, eh, venid, venid acá pacá que os convide y os presente a mi mujer, mi mujer sí, porque me he casado, me he casado con una gitana».
Juntando distintos fragmentos de las conversaciones que enmudecían ante mi presencia («hay ropa tendida») pude reconstruir los hechos: Andrés (dieciocho, diecinueve años) rondaba a una gitana cuyos padres se oponían a la boda. Entonces una noche ella se fugó con él (a sus padres dijo que la había robado). Cuando al cabo de unos días volvieron, no podía sino regularizarse la situación con boda o matar a ambos, lo cual en aquellos tiempos era tanto como colocar a toda la tribu delante del muro situado a cuatro pasos denuestra morada.
De los hermanos pequeños de Andrés, Pedrín y Mari, sólo recuerdo que cuando les hacía caso era para meterme con ellos, aprovechando que yo era dos años mayor que Pedrín y tres que Mari.
Pedrín estaba tan obsesionado con el fútbol que cualquier cosa ligeramente redonda (una naranja podrida rescatada de la basura, unos grasientos papeles de estraza apretujados para darles cierta forma) se convertía en un remedo de pelota, de la cual, tras las primeras furiosas patadas, nada quedaba. Luego fue árbitro de fútbol y llegó hasta la Segunda División. Su hijo, Pedro Pérez Montero, lo es ahora de la Primera.
Mari, a quien yo llamaba Mamari para burlarme de sus tartamudeos, tenía entonces un aspecto tan deplorable que no comprendo cómo se convirtió años después en una espectacular belleza meridional. Mi tía seguía una táctica equivocada con ella. Confiada en la apariencia desvalida y casi raquítica de la niña, la enviaba al abuelo a pedirle dinero. Pero sólo conseguía el efecto contrario: «Joder, qué leche. Ya está aquí babubelito dadame. Le habrá hecho la boca un fraile a esta niña porque lo que es el vago de su padre...». En cambio a mí, sin pedirle nada, de vez en vez me daba una propina. «Toma, para unos caramelos. No se lo digas a nadie y menos me entere yo de que despilfarras esta peseta en el nefasto cinematógrafo. Yo sé que eres un chico aplicado y, como tus hermanos, harás carrera. Luego entra en el Estado, hijo. Eso son los únicos que viven hoy bien y es para toda la vida, una colocación en el Estado...»
Nuestra vivienda se situaba al final del patio, enfrente de la puerta de acceso desde la calle. Era más humilde y seguramente fue construida pensando en criados. No estoy seguro, pero me parece que el exiguo espacio nos lo repartíamos así: un pequeño comedor que por la noche se trocaba en mi dormitorio, un cuarto para mis padres, otro para mis hermanas Lilí, Pepita y Maribel.
Antonio residía con el hermano de mi padre en Madrid. José Martínez Pérez, el tío Pepe, acababa de salir de la academia militar al comenzar la guerra y fue destinado a aviación (no sé si como teniente o capitán). Al acabar la guerra fue condenado «por auxilio a la rebelión militar», pero en una de las visitas que los empresarios hacían a las cárceles para reclutar mano de obra a cambio de reducción de condena, consiguió entrar en la empresa Corsan y poco a poco ir ascendiendo hasta adquirir un estatus de clase media, lo cual, para un matrimonio con una sola hija, suponía todo un privilegio en los años del hambre. Antonio vivió con él durante el tiempo de estudiar la carrera de Derecho más el empleado en la preparación de las oposiciones de Jurídico Militar de las cuales, a pesar de superarlas, fue excluido por «estrecho de pecho».
Mi hermano Andrés, como ya he dicho, quedó en Segovia el primer año y luego vino a Linares para terminar los otros cursos de Magisterio por libre en Jaén y Granada. Entre sus estancias en el pueblo y sus ausencias a Granada había que reestructurar la adjudicación de habitaciones, aunque no me acuerdo de cómo se operaba ese milagro. Creo que yo pasaba a dormir con mis hermanas. Lo que sí recuerdo es el frescor alegre que traía mi hermano Andrés a la casa con sus bromas y sus burlas sobre los compañeros más ceporros, así como su cantar de despedida que entonaba con sones de pregonero anunciando que es el rey de Persia: «Pa Granada, ¿quieren algo pa Granada? Pidan, pidan pa Granada».
Los chicos del otro barrio
A pesar de su modesta construcción y de los limitados servicios que ofrecían, nuestras Casillas podían considerarse palacios en relación con las moradas de quienes dificultosamente subsistían en los extrarradios del barrio.
En este ejido aparecían tabucos y chabolas diseminados a uno y otro lado de una senda arcillosa e intransitable los días de lluvia. Nosotros teníamos severamente prohibido acercarnos a aquellos contornos, poblados por lo que nuestros mayores llamaban «gentuza», «gente de mal vivir» o, menos injustamente, «miserables».
Pero como no hay reclamo mayor para un niño que el terreno vedado, los chicos de las Casillas nos acercábamos disimuladamente hacia aquel territorio hostil, al amparo de cualquier relieve natural del terreno que separaba ambos campos. A unos cincuenta pasos de la última de nuestras casas se formaba una ondulación desde la cual se observaba a aquellos niños cetrinos, desnudos, cubiertos de mugre y mocos, entre basuras, gallinas y enjambres de moscas, jugando o disputándose a voces y a golpes cualquier condumio tan miserable como los restos de una raja de sandía, hasta que unas mujeres vestidas de negro y desgreñadas o algún hombre medio desnudo venían a impartir justicia a base de soplamocos y coces.
De todas aquellas exploraciones, la que se me quedó más grabada fue la de mi primera vivencia sexual. Por la sensación de frío que recuerdo mientras estábamos apostados en nuestro observatorio, debía de ser una tarde de finales de noviembre, a la hora en que Luquitas y yo solíamos ir a nuestras descubiertas: después de embaularnos el canto de pan con aceite de la merienda, y aprovechando los últimos claros del día para retirarnos cuando comenzaban a brillar las luciérnagas de las lamparillas de aceite, los cabos de vela y algún carburo en el territorio enemigo.
Ya estábamos a punto de dar la vuelta, cuando unas voces muy cercanas a nuestra derecha nos paralizaron. Atentos solo a escudriñar el frente, no nos habíamos percatado de que, paralela a nosotros, se acercaba una pareja cogida de la mano, deteniéndose de vez en cuando para besarse en la boca. Temblando como azogado iba a echar a correr cuando Luquitas me detuvo: «No seas gili, esos nos pillarían deseguida. Corren como balas. Vienen aquí para magrearse a escondidas. Vete arrastrando hasta aquellas piedras y te quedas allí tumbado. Yo vigilo y voy deseguida. No te muevas, con la poca luz es posible que no nos guipen».
Trocado el orgulloso reptar de mis juegos de indios en temblequeante arrastrarme con un culo más pesado de lo que debiera, llegué hasta un miserable montón de pedruscos que, sin duda, habían quitado del camino para facilitar el tránsito de los carros. Poco después se me unió Luquitas, que controlaba mejor el miedo justificado, ya que a poco que se asomara el enemigo amoroso, vería más de la mitad de nuestros cuerpos.
Afortunadamente sus intenciones eran muy distintas. Se sentaron en nuestro anterior escondrijo, apenas a diez metros de nosotros, y apoyadas las espaldas en el montículo para mayor acomodo. Ella, con gesto decidido y travieso, se quitó un vestidito de lunares sobre percal que debió de ser blanco y él la camisa y un calzón corto. Ya totalmente en cueros, se miraron, se echaron a reír y se besaron en la boca. Tendrían cuatro o cinco años más que yo, trece o catorce, y eran muy morenos, con el pelo rizado y unos ojos negros que refulgían en la penumbra. Al miedo se unían ahora la curiosidad ansiosa, la excitación y cierta sensación de asco. «Cucha, cucha lo que hacen. Qué gachí más puta. Le está haciendo una paja.» Aquel pito me parecía descomunal en comparación con el mío, y lo que más me sorprendió, fue ver cómo entre quejidos del chico emanaba un líquido lechoso que no eran orines. Luego él comenzó a tocarla entre las piernas y ella se movía y retorcía como exigiéndole algo para mí incomprensible. Yo sólo tenía ojos para los vislumbres de aquel chocho que era como el de la hermana de Rafael que yo había visto algunas veces cuando iba a buscarle y ella se estaba bañando en medio del patio, en un barreño grande de cinc. Sólo que éste tenía encima unos pelillos rizados y negros como la Mora, el setter de papá, que me dejaban hipnotizado.
Al poco volvieron a ponerse sus ropas y se fueron entre achuchones, risotadas y palabras lejanas.
«Cacho cabrones, vaya lote que se han dado, espabila, que mi padre se quita la correa», me decía Luquitas alzándome con el brazo izquierdo mientras con el derecho terminaba de abotonarse la bragueta.
Cuando, de vuelta a nuestras casas, guiándonos por las mortecinas bombillas colgadas en las fachadas de las casas situadas a ambos extremos de la calle, le pregunté si el chico se había meado cuando ella le tocaba, se moría de risa. A pesar del diminutivo, Luquitas era dos años mayor que yo. «Eres un chavea, no sabes na. Eso es la vacia que les viene a los tíos. A mí dentro de na porque ya le viene al Juan y somos de un tiempo. Con ella y con la sangre que echan las mujeres se hacen los hijos, pa que te enteres.»
Rafael y Luquitas eran mis dos amigos, los dos únicos que no se reían de mí por mi aspecto aniñado, mi piel demasiado clara, mis modales poco violentos y, sobre todo, por mi forma de hablar, por mi vocabulario y dicción castellana que chocaba con esa extraña variante del andaluz que es el habla linarense, cansina y entrecortada. Los otros me señalaban al pasar entre risotadas, me llamaban muñeca, muñequita o finolis. Pero si la cosa iba a más aparecía Rafael para decirles que con ése no se metieran, que era su amigo, o más contundentemente Luquitas ejerciendo su condición de caudillo: «Me cago en vuestros muertos. Que me ponga a mí un mote el que tenga huevos, que se los despachurro».
Tantos años después me pregunto por las razones que tenían Rafael y, sobre todo Luquitas, mi primer gran amigo, para enfrentarse a los demás, a los de toda la vida, por uno que acababa de llegar y con quien tan pocas cosas compartían. Quizá fuese precisamente eso. Alguien que venía de tierras tan lejanas para ellos como China, que hablaba de esa manera tan rara, que les contaba aquellas historias o les daba toda la leche en polvo y el pan con mantequilla de la escuela y, a veces, hasta la mitad del queso.
O tal vez fuera aquella familia tan extraña que los hijos estudiaban carreras y las mujeres no eran como las de sus familias o las del barrio. Y, sobre todo, la señora Eladia (es curioso que a mi madre le hayan dado ese tratamiento en los dos humildes barrios linarenses en los que viví sin que se aplicara el mismo a ninguna otra mujer). A los aspectos diferenciales ya señalados habría que añadir la belleza de mi madre, para ellos exótica, sus modales educados, su carácter apacible y esa generosidad tan desacostumbrada en aquellos tiempos en que nadie daba nada sin quitárselo de su boca o de la de sus hijos.
Como ya he indicado, papá recorría los cuatro puntos cardinales de España llevando sus cargas de plomo. Casi siempre era en grandes ciudades donde dejaba la mercancía. Pero en ocasiones debía de entregar los encargos (sobre todo los perdigones para cargar los cartuchos de caza) en villas más modestas o bien pasaba la noche en puebluchos o aldeas donde la cama y la comida tenían precios muy reducidos. A ello se sumaba que en estos lugares se podían adquirir productos de la zona por cuatro reales. De ahí que, a veces, regresara cargado de naranjas, cacahuetes, castañas, nueces, embutidos, carne de membrillo, caramelos de la Viuda de Solano u otros tantos productos que aquellas gentes no habían vuelto a ver desde antes de la guerra y mis amigos, nunca.
En ocasiones iban a buscarme a la hora de la merienda y me veían comiendo una naranja, un bocadillo de mortadela o de carne de membrillo que sustituían al canto de pan de hogaza del que se había extraído un migajón para echar el aceite y volver a ponerlo como tapa. Mi madre sonreía a sus caras de envidia y se apresuraba a prepararles la misma merienda.
Otras tardes les daba frutos secos o alguna de esas maravillas de caramelos de café con leche que te anudaban los dientes y cuyos papeles de envolver ellos frotaban y frotaban con un palo hasta dejarlos tan lisos como el lienzo del bastidor que utilizaba mi hermana Pepi para sus bordados.
La gratitud de mis camaradas llegó hasta convencer a los demás chicos de que me dejasen participar en la empresa más heroica que se llevaba a cabo, vaya usted a saber por qué, el segundo domingo de cada mes, salvo cuando las labores agrícolas exigían el concurso de todos los brazos sin ninguna discriminación. Se trataba de «la pedrea», una suerte de batalla con técnicas guerrilleras entre los chicos de las Casillas de Prieto y nuestros vecinos de las chabolas. El acontecimiento tenía lugar a unos tres kilómetros, en torno al castillo de La Malena (Magdalena) cuyas ruinas estaban en lo alto de un cerro cubierto de rocas y matojos, todo lo cual parecía muy apropiado para la empresa. A mí, como novato, me asignaron un puesto en retaguardia, detrás de un peñasco donde Luquitas hizo acopio de munición. Me dijeron que después avanzase hacia no sé dónde porque yo ya estaba aterrorizado oyendo silbar las piedras alrededor de mi cabeza. Una de ellas, lanzada como las demás a sobaquillo por cualquiera de los enemigos que se había colocado detrás, me rozó la nuca, que si me da de lleno creo que ahora no podría contarlo. Más que suficiente para que, al amparo de las peñas, fuese retrocediendo hasta llegar a la carretera de Vadollano y emprendiese el camino de casa.
Al día siguiente, Luquitas, ostentando un chichón en la frente del tamaño de un huevo, me dijo con voz entristecida que habíamos ganado pero que no me dejarían participar en la próxima dado que me había rilao. Lo cual precisamente no me dio un grandísimo disgusto.
Víctima de la pétrea agresividad de aquellos chicos fue mi hermana Maribel. Una tarde apareció con la cara cubierta de lágrimas y sangre: mientras paseaba con unas amigas un porquero las había acosado y, cuando salieron corriendo, les largó una pedrada que le abrió una brecha en la cabeza. Y gracias a que Maribel tenía un precioso y abundante pelo, recogido en trenzas, que si no la cosa podía haber sido más grave. Tras una primera cura de mamá la llevamos a la Casa de Socorro donde le dieron varios puntos.
Aunque tratamos de ocultar el hecho, cuando papá vino a casa al cabo de unos días y se enteró del descalabro iba a montar la escopeta y a dirigirse a casa de aquella familia, conocida como los marrraneros y con fama de pendencieros, para pedir satisfacciones al hijo mayor, ya que el padre estaba en la cárcel.
Mi madre consiguió aplacarle. Primero enumeró las desgracias del clan: el abuelo había sido fusilado nada más terminar la guerra; el padre, la madre y dos hijos mayores en la cárcel; antes de la guerra tenían olivos, huertas y casi cincuenta cerdos y ahora, por todo tener, una pareja de cerdos y unas cuantas gallinas para alimentar a las cinco bocas que quedaban, siendo el cabeza de familia un zagal de quince años. Y que, según le había contado una vecina que los conocía de toda la vida, este chico que hacía de padre, al enterarse de lo que había hecho con Maribel, le había pegado una paliza a su hermano tan enorme que todavía tenía la cabeza llena de chichones y el cuerpo de cardenales y marcas de los correazos. Éste fue el argumento definitivo que llevó a papá a enfundar la escopeta, en tanto amonestaba a Maribel por acercarse a los territorios de aquella gentuza.
La escuela
Poco antes de cumplir los siete años mis padres cayeron en la cuenta de que debían escolarizarme y en el mes de febrero me llevaron a un grupo escolar situado en el paseo de Linarejos. Se trataba de un edificio alargado, de dos pisos, con amplios ventanales y fachada en la que se alternaba el blanco de la piedra con el rojo del ladrillo. Al igual que en el muro que separaba nuestras Casillas del paso de Linarejos, unas grandes pilastras actuaban como contrafuertes. Algunos plátanos de Indias y palmeras rodeaban el edificio escolar, con un agradable contrapunto de colores y formas. No sé si estas escuelas habían sido construidas por el mismo arquitecto del muro y de la estación de Madrid, o si las similitudes de sus trazas respectivas se debían a influencias arquitectónicas. En todo caso la estación de ferrocarril, situada enfrente, al otro lado del paseo, respondía al estilo de todos estos edificios alzados a finales del siglo XIX , y en este caso con la alternancia de franjas blancas y rojas en la fachada y los grandes ventanales del colegio.
De los cuatro meses pasados en aquella escuela recuerdo que la señorita (morena, con moño, piernas varicosas y un culo que arrastraba con dificultad por el aula) nos hacía cantar las tablas aritméticas, y tonadillas religiosas del estilo de Con flores a María, o copiar en nuestras pizarritas las frases silabeadas, o acabar las sumas y restas que ella había escrito en el encerado. Cuando concluíamos los deberes y le llevábamos nuestra obra, raramente se mostraba satisfecha. Antes bien solía obligarnos a borrar la pizarra entre pescozones para finalizar con un pellizco retorcido que duraba el tiempo de su amenaza: «La próxima vez la vas a borrar con la lengua, desgraciado ignorante, que sois todos unos pobres ignorantes como vuestros padres, zoquetes, más que zoquetes». Yo me erigía en blanco especial de sus iras, por cuanto de los números y letras sólo conocía lo que mamá, en los escasísimos paréntesis que le dejaban sus múltiples labores, iba escribiendo haciéndome reconocer cifras y caracteres del alfabeto con paciencia infinita y humedeciendo el lápiz con la lengua para que resaltasen más sobre el papel de envolver de estraza.
Durante ese largo verano linarense Lilí me enseñó a leer, a escribir, y la suma y la resta, así que cuando, al curso siguiente, fui a la escuela de don Andrés, tenía una base más sólida que la de muchos de mis compañeros, aunque estos llevasen ya uno o dos años teóricamente escolarizados.
Y digo teóricamente porque, salvo para un reducido grupo de alumnos, las ausencias resultaban más frecuentes que las presencias. A la ayuda en las labores campesinas, las gripes y otras enfermedades, se unían los muchos mandaos que debían hacer por las mañanas porque sus madres estaban ocupadas con la casa y los bebés, y, sobre todo, la sugerencia de cualquier camarada camino de la escuela: «Cucha, hacemos rabona y nos vamos a pajarillos. No veas qué hormigas de ala cogí ayer».
También yo comenzaba a hacer algunos recados, sobre todo ir a comprar a una tienda de ultramarinos situada al comienzo del paseo, casa de Sarmiento. Se trataba de un espacioso salón dividido por un largo mostrador de madera con cajones. Sobre el mostrador reposaban una resma de papeles de estraza para envolver, dos grandes frascos con caramelos, los botes de sal y azúcar, un cajoncito con pimentón, la espeluznante gillotina de cortar el bacalao y la balanza de dos platillos de bronce con las pesas de hierro. Además, en este mostrador estaban clavados el molinillo de café, rojo, con una forma que recordaba un embudo y unos aromas que casi me embriagaban, y la máquina niquelada para sacar aceite, una bomba alargada con una manivela que el dependiente iba girando hasta llenar el recipiente aportado por el cliente con aquel líquido verde oliva de olor algo carrasposo. Pocas eran las veces que yo llevaba aceite de esta tienda, pues papá solía traerlo de sus viajes mucho más barato y mamá lo estiraba friéndolo y refriéndolo cuantas veces resultaba culinariamente posible. A uno y otro lado del mostrador había sacos con patatas y legumbres, cestos con frutas y la gran caja redonda de las sardinas arenques que yo le había pedido que me guardase, una vez vacía, para hacer una plaza de toros. Pero el coso o bien no se vació antes de que nos mudásemos de casa o bien el dueño de la tienda había decidido darle otra utilidad, así que nunca pude realizar esta obra. Detrás del mostrador toda la pared estaba cubierta por estantes formando cajoncitos forrados de papel donde se distribuían los variados productos de este colmado. Cuando terminaba mi compra, yo recitaba de manera formularia el «apúntemelo, que ya se lo pagará mi madre», mientras el señor Sarmiento iba trasladando a un grueso cuaderno la relación y precio de los productos adquiridos. A principios de mes mamá vendría a liquidar la cuenta y se quedaría casi sin dinero para los gastos venideros con lo cual se volvería a recurrir al fiado.
La escuela de don Andrés estaba situada en la parte antigua del pueblo, pasada la plaza del Ayuntamiento y cerca de la iglesia de Santa María, a casi tres kilómetros de mi casa. Para combatir el frío de los inviernos linarenses yo procuraba ir lo más deprisa posible, casi a la carrera, de manera que hacía el recorrido en menos de media hora. A pesar de ello, y del pasamontañas que me había dado papá, tenía las orejas plagadas de sabañones.
De aquel colegio de don Andrés sólo recuerdo nuestra clase y el patio. El aula era grande, destartalada y gélida, pues su sistema de calefacción se reducía a dos braseros de bronce: uno junto a la mesa del maestro y otro en mitad del pasillo de la derecha que, por ello, quedaba inutilizado salvo cuando debíamos calcar mapas en los cristales de las ventanas de esa parte. Entonces había que tener mucho cuidado para no meter los pies en el brasero o tropezar con él.
Además de la pizarra empotrada bajo el crucifijo y flanqueada por los retratos del Caudillo y José Antonio Primo de Rivera, de las paredes colgaban un mapa de España y sus posesiones ultramarinas, dos carteles —uno representando los músculos humanos y el otro los huesos—, dibujos amarillentos de animales y plantas, láminas con personajes religiosos o hechos históricos.
Enfrente de la puerta de entrada al aula había un habitáculo del que don Andrés sacaba las botellas de tinta para rellenar nuestros tinteros, las tizas, los mapas y las láminas con dibujos y textos para las explicaciones correspondientes a fechas señaladas (18 de Julio, Día de la Hispanidad, 20 de Noviembre, 2 de Mayo...). Este almacén también servía de celda para los alumnos autores de una falta grave. Desde el momento de la comisión del delito, el condenado debía permanecer durante una o dos horas en ese estrecho recinto de pie y con cuidado de no moverse porque el espacio era muy reducido y podría tirar algo, lo cual tendría consecuencias aún más nefastas para el infractor.
Los pupitres eran de madera, con asientos de banco para dos alumnos, una tabla a guisa de cajonera para las carteras y, sobre ella, otra mayor, a manera de mesa, con sus huecos para el tintero y para las plumas, unos palillos semejantes a un pincel con una hendidura en la parte más ancha donde se colocaban las plumillas de latón que se mojaban en el tintero.
Estos pupitres se alineaban de cinco en fondo desde la mesa del maestro hasta el final del aula, y en ellos nos colocábamos los alumnos por filas según las edades, pues era una clase unitaria, desde los seis a los catorce años. Los más pequeños iban a un aula contigua llevada por la encargada de la limpieza del centro, doña Anita, una señora rubia, de ojos claros y carnes generosas, a la que don Andrés pellizcaba con frecuencia en el culo o en las tetas entre risotadas de ambos y como si aquello fuera un juego infantil.
En las primeras filas se situaban los alumnos de diez a catorce años, que no habían ido al instituto y querían que don Andrés les diese el título de enseñanza elemental. A ellos era a quienes el maestro prestaba mayor atención, por cuanto estos alumnos aportaban, en concepto de permanencias, unos ingresos complementarios a su sueldo de maestro. Los demás chicos, si bien oficialmente íbamos a una escuela gratuita, teníamos que contribuir dos o tres veces por curso con algún producto interesante para nuestro profesor. Ello se hacía en función de las peculiaridades de la familia; así, la mayoría llevaba cántaras de aceite, frutas o verduras de sus huertas; otros, embutidos o garrafas de vino; los menos, prendas de vestir o artículos manufacturados. Yo contribuía a la causa con conejos y palomas sustraídos al puchero familiar con gran enojo de mi padre que, como he dicho, también tenía el título de maestro: «Un ladrón, un granuja redomado es lo que es ese maestro. Si no le llega el sueldo, que se busque otro trabajo como he hecho yo. Además él es solo, porque la querindonga también tiene su paga». Cuando llegaba noviembre la cantinela de don Andrés para recordarnos nuestros deberes se hacía insoportable. Con cualquier pretexto entonaba: «Dichoso mes, que empieza con los Santos y acaba con San Andrés, y acaba con San Andrés», remachando mucho y reiteradamente su nombre por si alguien no se había enterado de que debía traerle el obsequio correspondiente a la efeméride del maestro.
Los métodos de supuesta enseñanza de don Andrés no variaban mucho de los de sus colegas tras la destrucción sistemática de la escuela pública realizada por el franquismo, tanto con la eliminación física o profesional de decenas de miles de profesores como con la prohibición de los avanzados sistemas pedagógicos de la Institución Libre de Enseñanza recogidos por los ministros de Instrucción Pública de la Segunda República.
Así, además de los obligados ejercicios de la Enciclopedia Álvarez, del catecismo y las oraciones, realizábamos tareas como la lectura del Quijote en voz alta y por turnos, el calco de mapas mudos para completarlos fijándonos en los que estaban colgados, la copia de los textos y dibujos de los cartelones o unas operaciones matemáticas puestas por el maestro en el pizarrón. Todo ello debíamos realizarlo en absoluto silencio mientras don Andrés se dedicaba a los de pago. Si alguno de nosotros se distraía o cuchicheaba algo con el vecino, de pronto recibía el impacto de una tiza en la cabeza lanzada por el profesor desde su mesa. Creo que nunca le vi errar un disparo. El desgraciado blanco del tiro debía encaminarse a la mesa con el proyectil y extender ambos brazos, con las palmas de las manos hacia arriba, en cada una de las cuales recibiría de cinco a diez palmetazos según el delito cometido.
Otra particularidad que recuerdo consistía en la pedagogía cantada. Dejando a sus alumnos preferidos ocupados en la resolución de las tareas propuestas, nos hacía poner en pie a los demás, a los de no pago. Empuñaba una larga varilla dorada, con la que se rascaba la espalda metiéndola por el resquicio del cuello de guardapolvos gris emporcado, y la sostenía ante nosotros a guisa de batuta. A la señal de inicio y atentos a los compases marcados por la varilla, el coro debía entonar:
República es:
quema de conventos,
destrucción de monumentos,
saqueo de ciudades,
violación de propiedades.
La misma música servía para otros muchos temas, por ejemplo la raíz cuadrada:
Para extraer
la raíz cuadrada de un
número mayor de cien,
se separa en períodos de dos
cifras empezando por la derecha,
y a lo que queda a la izquierda
se le extrae la raíz cuadrada...
Como siempre en todas las escuelas de cualquier época y sistema pedagógico, el período mejor era el de los recreos, que debían de durar más de hora y media, pues salíamos a las 11, y cuando volvíamos al aula era para coger las carteras y marcharnos a casa (si no recuerdo mal, la jornada de mañana era de 9 a 13, y la de tarde de 16 a 18).
Nada más llegar al patio teníamos que colocarnos en fila para recoger nuestro vaso o tazón, donde doña Anita nos echaba la leche en polvo y, con la otra mano, nos daba el trozo de queso o el pan con mantequilla. Todo ello, obviamente, como generoso pago dado por los norteamericanos por la instalación de bases en España y por sobrevolarla continuamente aviones cargados de bombas atómicas, cuatro de las cuales caerían en Palomares diez años después.
El olor dulzón de la leche en polvo, casi hirviendo y llena de grumos, me producía repugnancia, así que le daba mi tazón un día a Rafael, otro a Luquitas, pues era el único momento en que coincidíamos ya que ellos se sentaban dos o tres filas por delante de la mía, la penúltima de la clase. Lo mismo hacía con la mitad de la mantequilla. El queso, no. Me gustaba ese queso amarillo, con sabor parecido al del queso de bola, pero más fuerte.
También aprovechábamos los recreos para jugar a pídola, a la lima, al trompo o a los bolines, cuando no corríamos como posesos detrás de un balón con badana que alguien había traído tratando inútilmente de darle una patada, hasta que aparecía doña Anita y se apropiaba de él: «Esta vez no os lo devuelvo. Os tengo dicho que está prohibido jugar a la pelota porque sois unos salvajes y podéis matar a uno de los pequeños. Como se entere don Andrés...».
Tanto en este tiempo como en los paseos a casa yo desarrollaba la actividad que más gustaba a mis amigos: contarles historias. Unas veces reproducía El rey lagarto, La mano negra, Blancaflor, o cualquiera de los relatos maravillosos que mamá me contaba por las noches o cuando las inclemencias del tiempo impedían salir a la calle y ella encontraba un hueco en sus ocupaciones. En otras ocasiones les recreaba las aventuras de Mendoza Colt, del Jabato, del Guerrero del antifaz o una batalla de Hazañas Bélicas. Porque por aquel tiempo yo devoraba los tebeos gracias al ingenioso sistema de intercambio: tú comprabas el primero (con la aportación imprescindible del abuelo Andrés) y, una vez leído, lo llevabas al puestecillo del paseo, donde, por una perra gorda (diez céntimos de peseta), te daban otro de la misma colección y así sucesivamente. Eso sí, tenías que procurar leerlo lo antes posible para evitar que se deteriorase. Pero ese no era mi problema, había días (sobre todo en vacaciones e invierno) en que cambiaba tres o cuatro tebeos. A Rafael le gustaban, sobre todo, El Jabato y El guerrero del antifaz, mientras que Luquitas se inclinaba por Mendoza Colt y Hazañas Bélicas. A veces, yo les preguntaba por qué no los leían ellos, que yo se los prestaba. Pero se oponían rotundamente con distintos argumentos: «quita allá», «leer es muy aburrido», «casi ni te enteras», «tú lo cuentas mejor, dónde va a parar...». La verdad es que yo les daba una visión bastante personal de la aventura en cuestión, añadiendo o quitando lo que me parecía necesario para la coherencia e interés del relato. A veces, cuando el texto se interrumpía antes de llegar al final (cosa frecuente) y no había conseguido el o los números en que concluía la aventura, ponía un desenlace de mi cosecha, que casi siempre les encantaba.
EAJ-37-Radio Linares
La deprimida situación familiar cambió tras colocarse mi hermana en la emisora local de radio. Lilí siempre había tenido gran habilidad para representar papeles dramáticos o recitar versos. Así que tras unas duras pruebas superó a los demás candidatos a locutores, aunque era muy joven y más para un régimen falocrático.
Mi hermana no había cumplido aún los veinte años y la mayoría de edad se establecía a los veintiuno para los hombres y a los veintitrés para las mujeres. Eso sí, unos y otros podían ser condenados a muerte a los dieciséis y las mujeres cobraban la mitad que los hombres, sufrían rigurosas condenas en caso de adulterio —no los hombres— y nunca podían realizar ninguna transacción comercial o legal —aunque se refiriese a sus propiedades particulares— sin la autorización marital.
Un ejemplo del absurdo buñuelesco de la teocracia franquista lo sufrí en mis propias carnes a raíz de este empleo de mi hermana. Lilí debía ocuparse del turno de tarde/noche dos semanas al mes, con lo cual salía de la emisora no sé si a las doce o la una de la madrugada. Ahora bien, la normativa legal exigía a las mujeres ir acompañadas por un varón durante la noche, a no ser que fuesen prostitutas, para lo cual llevaban un carné del Sindicato Vertical que las acreditaba como tales.
Ello suponía un problema casi irresoluble en nuestro insólito caso de que una mujer tuviese un empleo que la obligaba a salir de noche: salvo fechas extraordinarias, papá pasaba los días y las noches en las carreteras transportando plomo. Mis dos hermanos, como queda dicho, no estaban en Linares, con lo cual yo, con siete u ocho años, sería el encargado de la custodia de mi hermana y de la protección de su honor contra los posibles malandrines.
Así que, después de cenar, me quedaba estudiando hasta emprender el largo camino entre nuestra morada y los locales de EAJ-37-Radio Linares. El recorrido sería de unos dos kilómetros y recuerdo con horror la dura travesía en las noches de invierno, Lilí y yo estrechamente cogidos del brazo como una cariñosa y pintoresca pareja para aprovechar el pequeño paraguas, tiritando por el frío que se metía en los huesos mientras el viento nos azotaba a nosotros y a las palmeras, únicos seres vivos a aquellas intempestivas horas del interminable y desolador paseo de Linarejos.
Con su primer sueldo, Lilí me compró las primeras prendas que yo no heredaba de mis mayores, tras los arreglos pertinentes de mamá: unos guantes de cabritilla, una bufanda de lana y un abrigo al menos dos tallas superiores a la mía. Así se lograba que mi figura pareciese menos insignificante, asegurando, además, el aprovechamiento de la prenda durante más tiempo.
Mamá se quedaba a acompañarme en las horas mediantes entre la cena y mi partida caballeresca. Sin embargo, la fatiga de doce o trece horas de trabajo ininterrumpido imponía sus leyes, y mamá se quedaba dormida en la silla con las agujas y el ovillo de lana sobre el regazo. Con muchos menos motivos, yo seguía sus pasos y me quedaba acurrucado sobre el libro. Mamá se despertaba a tiempo y me sacudía la modorra zarandeándome y apremiándome, hasta que una noche se despertó a las tres o las cuatro de la madrugada. Hasta entonces debió permanecer mi hermana en la radio con la única compañía del encargado de las labores técnicas.
Con el fin de que esta situación no volviese a repetirse, en cuanto comenzaba a notar la primera somnolencia me iba a la emisora donde pasé ratos muy agradables con los locutores (Antoñita, Leonardo y Emilio) que me trataban como a un hermano pequeño, y también con los técnicos de sonido, maravillado ante aquellos prodigios de platos giratorios con discos negros de los que nada más colocar la aguja sonaba la música. O los auriculares que eran como los que llevaban los aviadores de las películas y te permitían escuchar a ti solo la música o las palabras de los locutores. O las teclas de los magnetófonos que hacían girar pausada o rápidamente, hacia delante o hacia atrás, las estrechas cintas del color de mis guantes. Y lo más prodigioso, el día en que, tras estar charlando un rato con el técnico, éste jugueteó con las teclas y escuché mi propia voz contándole algo de la escuela porque me había estado grabando mientras hablaba con él.
Eduardo (creo recordar que éste era el nombre del técnico que más se ocupaba de mí) también me iba explicando el funcionamiento de aquellas misteriosas palanquitas que ora inundaban nuestra estancia con canciones o música clásica, ora con la voz de mi propia hermana, una voz cantarina y límpida cuyo acento castellano trataban de imitar, sin conseguirlo, los otros locutores. Me gustaba, sobre todo, el programa de poesía. Lilí era muy aficionada a la poesía, y en casa me recitaba versos y me hacía repetirlos, explicándome el significado de muchas palabras, o haciéndome saber dónde estaba aquel lugar o quién era el autor del poema. Así, una noche en que recitó una poesía que me encantó, acompañándola de efectos musicales, incluso tarareando ella la copla del estribillo (¡Ay, amor, / que se fue y no vino!), oí hablar por primera vez de Federico García Lorca. Cuantas veces he comentado la Baladilla de los tres ríos con mis alumnos —y han sido muchas— he escuchado a mi hermana Lilí recitándola y cantándola, y sus últimas admoniciones exigiéndome no contar a nadie lo que acababa de decirme sobre este poeta, con ese gesto de los mayores para hacer ver a los críos que no son cosas de críos de lo que se está tratando.
Fue también a raíz de esta conversación cuando tuve mi primera retransmisión radiofónica. Caminábamos de vuelta a casa en una agradable noche primaveral en la cual el paseo parecía haberse transmutado, porque aun estando silencioso y solitario, los jazmines, las rosas y los dondiegos de noche, apenas alumbrados por las misérrimas bombillas, coloreaban los arriates elevando sus dulces fragancias hacia el cielo tachonado de estrellas. «¿Quieres recitar tú un poema por radio, y que te oigan todos?», me preguntó Lilí. Tras mi desconcierto inicial y unos tiras y aflojas en lo que mi hermana se burlaba de mis reparos infantiles, me presté a hacerlo. Y de esta manera los sufridos linarenses fueron mortificados por la voz de un niño que les preguntaba:
¿Tú conoces al «Piyayo»,
un viejecillo renegro, reseco y chicuelo;
la mirada de gallo
pendenciero
y hocico de raposo
tifioso...,
que pide limosna por «tangos»
y maldice cantando «fandangos»
gangosos...?
Como el programa se transmitía en directo, me libré de ese martirio, aunque entonces seguramente no me lo habría parecido. Lo que sí ocurrió es que a este debut radiofónico seguirían otras actuaciones mías en EAJ-37 a las que me referiré más adelante.
El humilde sueldo de Lilí se había convertido en un maná para nuestra maltrechísima economía, aunque tuvo sus consecuencias negativas para mis hermanas Pepita y Maribel, por cuanto gran parte de las labores que hacía Lilí ayudando a mamá pasaron a distribuirse entre sus hermanas menores (aunque mis padres eran trabajadores, cariñosos y ecuánimes como no he conocido otros, no podían sustraerse a los presupuestos machistas por los que se regía la sociedad. De esta manera, se establecía que todas las innumerables labores del hogar correspondían a las mujeres —mis hermanas—, mientras que los hombres estábamos destinados al estudio —los tres varones de mi familia— o al trabajo fuera de casa).
La calle Nueva
La casa y sus habitantes
La nueva situación económica permitía buscar una casa más ajustada a las necesidades de la familia, y así lo hicimos trasladándonos a la calle Nueva. Era ésta una calle corta, pero céntrica, cuyo vecindario estaba formado por trabajadores industriales, campesinos y comerciantes.
La casa tenía una estructura mitad andaluza, mitad corrala madrileña. Las viviendas se organizaban en torno a un patio cuadrado y en dos plantas: cuatro abajo y tres arriba, alrededor de sendas azoteas.
La nuestra estaba situada en una de estas terrazas: tras atravesar todo el patio se subía por una escalera hasta la vivienda. En la azotea quedaban dos cuchitriles diminutos, uno destinado a cocina y otro a retrete. Bajarse los pantalones en aquel retrete, cuya puerta apenas protegía de los fríos invernales, constituía una dura prueba. Mucho mayor sacrificio tenía que suponer para mis hermanas, y sobre todo para mi madre, pasar largas horas en aquella cocina a la intemperie, ya que si se cerraba la puerta se corría peligro de asfixiarse con los humos.
En el interior, cuatro habitaciones para los ocho miembros de la familia, pues Antonio regresaría de Alemania a los pocos meses de mudarnos y Andrés había terminado su carrera de Magisterio. Además del dormitorio de nuestros padres, había uno para las chicas, otro para Andrés y para mí, más el cuarto multiusos de la entrada: menos de doce metros cuadrados que hacían las veces de vestíbulo, comedor, sala de estar, sala de juegos y, después, dormitorio para Antonio. Mi hermano mayor se quejaba de esta distribución con bastante sentido del humor. Su cama había que hacerla por las noches trayendo un somier de la azotea y colocándolo sobre las sillas del comedor. Antonio llamaba «el nido infame» a este peculiar mueble. Además existían otras incomodidades complementarias: si alguien prolongaba su visita, Antonio debía aguardar a que se marchase para montar el artilugio. Especialmente moroso era Gabriel Gijón, Gabrielillo, un diminuto alfeñique (tendría más o menos la estatura que yo con nueve años), maestro, amigo de Andrés y hermano del locutor Emilio. El pobre infeliz estaba enamorado de mi hermana Pepi y se pasaba las horas muertas en casa, indiferente a las indirectas sobre el sueño de sus moradores, a la escoba boca arriba que ponían mis hermanas para alejar a los huéspedes indeseados o a las miradas asesinas de Antonio.
Cuando al fin, al filo de la madrugada, se marchaba, Antonio ponía el grito en el cielo: «Qué enano más incordiante. Ni dormir se puede en esta casa. Mañana me despertarán al amanecer o vendrá alguien y sorprenderá a la fiera en su cubil».
Efectivamente, la situación de Antonio era lamentable porque había de ser el último en acostarse, casi siempre a las tantas, y su lecho o nido infame se montaba en la única entrada y salida de la casa, por lo cual, desde muy temprano, todos pasábamos muy junto a él para ir a los respectivos trabajos o a la escuela. Y cuando el desfile había terminado y conseguía conciliar el sueño, el lechero, una vecina o cualquiera otra visita le obligaba a abandonar en paños menores, a la carrera y entre maldiciones, tan inhóspito lecho para que todo un señor abogado no fuese sorprendido en su cubil.
Por lo que al uso de esta estancia como sala de juegos se refiere, la mesa donde comíamos, un rectángulo de, aproximadamente, 1,20 por 2 metros, servía a mis hermanos como mesa de ping pong y campo de fútbol. Porque Antonio y Andrés habían inventado una variante curiosa del subbuteo o fútbol de mesa al que muchos años después vería jugar a mi hijo Ernesto con sus amigos de Barco de Ávila: los botones. Cada jugador disponía de diez botones de diferentes tamaños según las características del futbolista (defensa, medio, delantero...) con los cuales, a capirot