Paco de Lucía: de qué hablo cuando hablo de la guitarra
Paco de Lucía aprendió a tocar la guitarra en su casa gracias a su padre, que elaboró un ambicioso plan al estilo del que Leopold Mozart llevó a cabo con su hijo. Pronto se convirtió en un virtuoso que superó a todos sus maestros: hizo su primera gira mundial siendo apenas un adolescente, formó una pareja mítica con el cantaor Camarón de la Isla y expandió los límites del flamenco hacia lugares inimaginables. Cuando se cumplen diez años de su muerte (el 25 de febrero de 2014 en Playa del Carmen, México), el periodista César Suárez recorre en «El enigma Paco de Lucía» (Lumen) los principales sucesos de su vida para profundizar en las razones de su permanente insatisfacción y su extrema sensibilidad. Las líneas que aquí siguen, apenas 1.000 palabras, nos presentan al mejor guitarrista de flamenco de toda la historia desde una perspectiva única: la del voraz lector que una vez fue, un placer que trasladó al resto de rincones de su existencia.
Por César Suárez
Paco de Lucía en una imagen de 1997. Crédito: Getty Images.
Paco era un gran lector, «un gran león», como decía él, desde que empezó a devorar los libros de Ortega y Gasset en su juventud. En los últimos años de su vida recuperó un ritmo de lectura digno del intelectual que no era. Leía sobre todo en una tableta electrónica porque le costaba ver la letra impresa en papel. Se propuso leer los Episodios nacionales de Galdós y llegó a la tercera serie. Leyó el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; Zadig, de Voltaire, donde se cuenta la vida del filósofo de la antigua Babilonia; El príncipe, de Maquiavelo; Bella del Señor, de Albert Cohen; y La estepa, de Chéjov, sobre el viaje que un niño de nueve años hace a través de la estepa rusa para poder estudiar en el instituto. Le gustaban las novelas de aventuras de Pérez-Reverte, el personaje del inspector Kurt Wallander de Henning Mankell, el comisario Brunetti de Donna Leon y la intriga de El psicoanalista, de John Katzenbach. Una de sus últimas lecturas fue el thriller Perdida, de Gillian Flynn, una escritora a la que le encantaba que la asustaran de niña, como a Paco si era su madre quien lo hacía.
Por encima de todos estos, el japonés Haruki Murakami era su favorito. Leyó casi todos sus libros y se sentía muy identificado con sus memorias De qué hablo cuando hablo de correr, en las que el escritor recurre a su pasión por correr como una forma de «escribir honestamente sobre mí».
En las primeras páginas del libro, Murakami da con una de las piedras de toque del pensamiento de Paco. «Cuando pienso en la vida, a veces tengo la impresión de que no soy más que un tronco a la deriva, arrastrado por las aguas hasta una playa», escribe. Paco tenía la convicción de que no era él quien decidía su rumbo. Simplemente aceptaba la corriente por la que la vida le llevaba y trataba de mantenerse a flote si había tormenta. Una muestra más que contradecía la aparente seguridad y dominio de sí mismo que los demás percibían.
Música, maestro
Es posible que después del Concierto de Aranjuez, que grabó con cuarenta y cuatro años, Paco empezara a identificar la «tristeza del corredor» de la que habla Murakami. El japonés se refiere al momento en que el escritor siente que correr ya no le resulta «algo despreocupado y divertido como antes». A la vez, el terror a repetirse es cada vez más atenazante. «Me entra alegría cuando sale algo bonito, y a continuación me deprimo otra vez. Es una angustia horrorosa». Se frustra, porque tiene muchas ideas en la cabeza que le parecen fantásticas, pero al llevarlas a cabo tiene la impresión de que no valen nada. A esa angustia se une su asfixiante autoexigencia. «Sé que he llegado lejos pero cada día tengo más miedo. La gente espera malabarismos de mí, la responsabilidad es muy grande y yo tengo más años. Menos mal que con el tiempo aprendes a controlar los nervios y utilizarlos como una energía a tu propia conveniencia». Murakami le dice que lo único que podemos hacer cuando nos devora la duda es seguir corriendo, aunque solo encontremos unas pocas razones para continuar haciéndolo: «Seguir puliendo, cuidadosamente y una por una, esas pocas razones».
Aunque no solía subrayar sus libros, en su tableta electrónica marcó con el color amarillo una frase de De qué hablo cuando hablo de correr:
Lo más importante es si lo escrito alcanza o no los parámetros que uno mismo se ha fijado, y frente a eso no hay excusas. Ante otras personas, tal vez uno pueda explicarse en cierta medida. Pero es imposible engañarse a uno mismo. En este sentido, escribir novelas se parece a correr un maratón. Para explicarlo de un modo básico, para un creador la motivación se halla, silenciosa, en su interior, de modo que no precisa buscar en el exterior ni formas ni criterios.
Durante una gira por Estados Unidos con el Sexteto graban el disco en directo Live in América, que se publica en 1993. Después vuelve a reunirse con «Juanito» McLaughlin y Al Di Meola porque dice que se aburre de hacer prácticamente lo mismo y necesita espabilarse, «pelearme en el escenario con dos guitarristas gigantes para sentirme vivo». Graban un disco en directo, quince años después del clásico Friday Night in San Francisco.
Paco de Lucía en 1991. Crédito: Getty Images.
En 1998 sale Luzia, el disco que dedicó a su madre. Este álbum es también un recuerdo a la Algeciras de su niñez, que nunca deja de echar de menos. Los títulos de algunos temas se refieren a los paisajes de su infancia; «Río de la Miel», donde iba con sus hermanos a bañarse en las pozas; «El Chorruelo», la playa del Hotel Reina Cristina, o «Calle Munición», donde había algunos locales de dudosa reputación, como el Globo o el Lupe, a los que a su padre no quería ir a tocar, ya se sabe que no le gustaban las «granujerías».
Ese año de 1998 se separa oficialmente de Casilda Varela. Sus contrarios modos de vida los han llevado por caminos incompatibles. Habían tenido una comunión perfecta durante muchos años, pero ya no se entendían. Admitió que por demasiado tiempo fue un padre y un marido ausente. Estaba hasta diez meses de gira, y cuando regresaba a casa había perdido el ritmo familiar. «Pensaba en mí mismo», dijo. Con el tiempo, Casilda reflexiona: «Al principio coincidíamos en casi todo. Casi podíamos adelantar lo que el otro estaba pensando. Hablábamos mucho y discutíamos también mucho, como una pareja normal que se quiere. Quizá nuestro mayor error fue casarnos».
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