La batalla del Bogside, el inicio de los «Troubles»: fuego y furia en Irlanda del Norte
Derry, Irlanda del Norte, 12 de agosto de 1969. El día arranca con el desfile anual que conmemoraba la victoria de los protestantes en el sitio de Derry de 1689 sobre las tropas católicas de Jacobo II de Inglaterra. Dentro del clima de tensión imperante entre nacionalistas irlandeses, que eran mayoría, y los unionistas británicos, que contaban con el apoyo gubernamental y policial, muchos republicanos se tomaron esta celebración como una ofensa. Los disturbios se alargaron entre el 12 y el 14 de agosto de 1969, después de que los policías de la Royal Ulster Constabulary trataran de dispersar una manifestación nacionalista que protestaba por la marcha de los Aprendices de Derry (Apprentice Boys) por las murallas de la ciudad, colindantes con el barrio nacionalista-católico del Bogside. Incapaces de entrar en el barrio, los miembros de la RUC forzaron el despliegue del ejército británico para restaurar el orden. Así, la batalla del Bogside es considerada la primera gran confrontación de los conocidos como «Troubles», un conflicto que se alargaría casi treinta años y que dejaría 3.500 muertos y una profunda huella en la historia reciente de Europa. Para entender la dimensión de aquel episodio recuperamos un extracto de «No digas nada» (Reservoir Books, 2020), de Patrick Radden Keefe, un texto que sondea lo que ocurrió aquel día a través de la familia de Jean McConville, quien fue secuestrada y asesinada en 1972 por el IRA tras ser acusada de pasar información a las fuerzas británicas, algo que nunca se demostró.
Derry, 12 de agosto de 1969. Nacionalistas irlandeses lanzan cócteles molotov a los policías de la Royal Ulster Constabulary. Crédito: Getty Images
Cuando en 1969 se armó la gorda, Michael McConville tenía ocho años. Todos los veranos, una orden lealista conocida como los Aprendices desfilaba por Derry para conmemorar la gesta de los jóvenes protestantes que en 1688 atrancaron las puertas de la ciudad para cerrar el paso a las fuerzas católicas del rey Jacobo. Siguiendo la tradición, la fiesta terminaba con los jóvenes lanzando calderilla sobre las aceras y casas del Bogside, un suburbio católico, desde lo alto de las murallas. Pero, aquel año en concreto, la provocación dio pie a disturbios violentos que la historia acabaría conociendo después como la batalla del Bogside.
Cuando la noticia de los choques entre ambos bandos llegó a Belfast, fue como si un virus hubiera contagiado a toda la ciudad. Bandas de jóvenes protestantes irrumpieron en barrios católicos y se dedicaron a romper ventanas y prender fuego a las casas. Los católicos reaccionaron lanzando piedras y botellas y cócteles molotov. La policía del Ulster y los B-Specials acudieron prontamente, pero quienes pagaron el pato fueron los católicos, que se quejaron de que las fuerzas del orden se limitaban a mirar mientras los lealistas campaban a sus anchas. Surgieron barricadas alrededor de los barrios católicos; la gente secuestraba autobuses escolares y furgonetas de reparto de pan y volcaba los vehículos para cortar las calles e improvisar fortificaciones defensivas. Jóvenes católicos arrancaron adoquines de las calles para amontonarlos sobre las barricadas o lanzárselos a la policía. En vista de lo cual, la policía del Ulster decidió sacar a los «cerdos», que era como se conocía popularmente a sus vehículos blindados, y ponerlos a recorrer las estrechas calles. Las torretas giraban constantemente, apuntando aquí y allá, y una lluvia de piedras acompañaba el paso de los «cerdos», así como alguna bomba incendiaria que provocaba una efusión de llamas azuladas.
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Hubo momentos de verdadera poesía anárquica: dos chavales montaron en una excavadora enorme que alguien había dejado en un solar en obras y enfilaron una calle de West Belfast, jaleados y vitoreados por sus compatriotas. En un momento dado, los chicos perdieron el control de la máquina y el vehículo se estampó contra un poste de telégrafos, e inmediatamente alguien lanzó una bomba incendiaria y la excavadora estalló en llamas.
Bandas de lealistas empezaron a recorrer sistemáticamente Bombay Street, Waterville Street, Kashmir Road y otros enclaves católicos rompiendo ventanas y lanzando bombas incendiarias al interior. Cientos de hogares quedaron destruidos, y sus ocupantes en la calle. Los disturbios iban en aumento, y familias normales de todo Belfast empezaron a tapiar puertas y ventanas como si se avecinara un terrible huracán. Retiraban los muebles de la sala que daba a la calle para que hubiera menos material inflamable, por si alguien lanzaba desde fuera un cóctel molotov, y hacían vida en la cocina, en la parte de atrás, los abuelos aferrados a sus rosarios esperando a que las cosas se calmaran.
Aquel verano casi dos mil familias de Belfast, en su gran mayoría católicas, abandonaron sus hogares. Belfast contaba entonces con unos 350.000 habitantes. En los años inmediatamente posteriores, un diez por ciento de la población cambió de residencia. A veces, una chusma de hasta cien individuos rodeaba una casa y obligaba a sus ocupantes a evacuarla. Otras veces, en el buzón aparecía una nota comunicando a los dueños que tenían una hora escasa para evacuar. La gente subía al coche y ponía tierra de por medio; no era nada inusual ver a una familia de ocho apretujada en un utilitario. Fueron millares los católicos que llegaron a hacer cola en la estación de ferrocarril: refugiados esperando a que pasara un tren hacia el sur para trasladarse a la República.
Republicanos irlandeses atrincherados el 12 de agosto de 1969 durante un enfrentamiento con la policía. Crédito: Getty Images.
La chusma no tardó demasiado en ir a por los McConville. Una pandilla de lugareños fue a decirle a Arthur que tenía que marcharse de allí. Arthur se escabulló al amparo de la noche y encontró refugio en casa de su madre. Al principio, Jean y los críos permanecieron donde estaban, pensando que las tensiones irían disminuyendo. Sin embargo, al final se vieron forzados a marcharse ellos también, con todas sus pertenencias metidas de cualquier manera en un taxi.
La ciudad que atravesaron estaba totalmente transformada. Había un ajetreo de camionetas llevando muebles de un lado para otro. Se veía a hombres tambalearse por la calle bajo el peso de viejos armarios y sofás. Coches quemados en los cruces. Colegios humeando tras un lanzamiento de bombas incendiarias. Densas columnas de humo oscureciendo el cielo. No quedaba un solo semáforo intacto, y por ese motivo en algunas intersecciones se veía a jóvenes civiles dirigiendo el tráfico rodado. Los católicos se habían apropiado de sesenta autobuses y formado barricadas con ellos, nuevos frentes de batalla que servían para señalar bastiones étnicos. Había cascotes y cristales rotos por doquier; un poeta lo definiría acertadamente como «confeti Belfast».
Y, sin embargo, en medio de toda aquella violencia, los testarudos ciudadanos se adaptaron a la situación y siguieron adelante. En una pausa momentánea del tiroteo, veías entreabrirse la puerta de una casa y asomar la cabeza a un ama de casa con gafas de montura de concha para ver si el camino estaba despejado. Entonces, la mujer salía bien erguida bajo su impermeable, los rulos cubiertos por un pañuelo de cabeza, y cruzaba la zona de guerra para ir a hacer la compra.
Aquel verano casi dos mil familias de Belfast, en su gran mayoría católicas, abandonaron sus hogares (...). Fueron millares los católicos que llegaron a hacer cola en la estación de ferrocarril: refugiados esperando a que pasara un tren hacia el sur para trasladarse a la República.
El taxista tenía tanto miedo de aquel caos que se negó a llevar a Jean McConville y sus hijos más allá de Falls Road, de modo que se vieron obligados a acarrear sus pertenencias a pie el resto del camino. Se reunieron con Arthur en casa de la madre de este, pero Mary McConville solo disponía de un dormitorio. Estaba medio ciega, y como siempre había desaprobado que su hijo se casara con aquella antigua empleada del hogar, no se llevaba bien con Jean. Por si fuera poco, en aquella zona de Belfast había frecuentes tiroteos, y a Jean y a Arthur les preocupaba que alguien pudiera quemar la leñera que había en la parte de atrás y que el fuego se extendiera por toda la casa. Decidieron, pues, mudarse de nuevo, esta vez a una escuela católica convertida en albergue provisional. Dormían todos en un aula, directamente sobre el suelo.
El departamento de la vivienda de Belfast estaba construyendo alojamientos temporales para millares de personas que se habían convertido de un día para otro en refugiados en su propia ciudad, y al cabo de un tiempo los McConville recibieron una oferta para ocupar una casita recién construida. Pero cuando la familia llegó para mudarse se encontró con que alguien se les había adelantado. Muchas familias desplazadas habían optado por okupar viviendas allá donde podían. Había católicos que se mudaban a casas abandonadas por familias protestantes, y viceversa. Los McConville se toparon con el mismo problema en una segunda vivienda: otra familia se había instalado allí y no quería marcharse. En Divis Street estaban terminando de construir casitas nuevas y, esta vez, Arthur McConville insistió en quedarse a vivir con los obreros que estaban construyendo una hasta que la hubieran terminado, para que así nadie pudiera adelantárseles.
La casa era sencilla, cuatro habitaciones y una letrina fuera, pero era la primera vez que los McConville tenían una vivienda propia en el sentido más exacto de la palabra, y lo primero que hizo Jean, de tan contenta como estaba, fue salir a comprar tela para hacer unas cortinas. La familia estuvo en aquella casa hasta febrero de 1970, que fue cuando les ofrecieron un alojamiento permanente en un complejo residencial conocido como Divis Flats. Habían tardado varios años en construirlo y ahora se erguía en mitad del vecindario dejando a la sombra las casas circundantes.