La película de la vida de Ramón Lobo
Ramón Lobo, uno de los más grandes corresponsales de guerra de la prensa española, ha fallecido este 2 de agosto de 2023 en Madrid a los 68 años, víctima de un cáncer de pulmón que le diagnosticaron hace un año. Referente indiscutible para cientos de periodistas que en algún momento soñaron con seguir sus pasos entre trincheras, Lobo cubrió conflictos en Bosnia, Irak, Chechenia, Sierra Leona, Congo, Ruanda o Afganistán, entre otros, con un marcado estilo personal que siempre daba voz y prioridad a las víctimas. En LENGUA le despedimos cediéndole la palabra con estos párrafos extraídos del capítulo cinco (titulado, en efecto, «La película de la vida») de «Todos náufragos», un libro publicado en 2015 en el que Lobo quiso relatar la lucha por la libertad a lo largo de las últimas décadas en España al tiempo que reflexionaba sobre su propia trayectoria tanto profesional como vital desde un prisma especialmente íntimo. En las siguientes líneas, de hecho, el extraordinario reportero ya calibraba cómo enfrentarse a la muerte y vaticinaba qué recuerdos querría atesorar llegado el momento: «Si tuviéramos la posibilidad de ver un tráiler de esa película en la mitad de nuestras vidas viviríamos la otra media concentrados en ser felices y hacer felices a los demás el mayor tiempo posible, y de no olvidarlo». Buen viaje, maestro.
Por Ramón Lobo

Ramón Lobo. Crédito: D. R.
Me agradan las pequeñas cosas, las que están al alcance, las manejables. Me encanta construir paraísos desde la nada. Donde otros ven locura, yo veo una lúdica capacidad de sentir. Las pequeñas cosas son la verdadera riqueza del camino: una sonrisa, un silencio, un abrazo, unas ostras, una puesta de sol, una travesía entre mitos, una mirada cómplice.
En el instante supremo de la muerte se nos mostrará la vida desplegada como la novela de Bernardo Arrizabalaga. Desde que leí por primera vez Cien años de soledad, a los 18 años, supe que ante la muerte, ante la intuición del punto final narrativo, fluye por nuestra mente la película esencial, la memoria que determinará si mereció la pena. Cuando leí que Aureliano Buendía recordó ante el pelotón de fusilamiento el día que su padre lo llevó a conocer el hielo, tuve la certeza de que uno de mis recuerdos esenciales sería el instante en el que conocí la nieve. Fue el 1 de febrero de 1963, a los ocho años. La terraza de mi habitación de la casa de María de Molina amaneció cubierta por un espeso manto blanco. Grité y me lancé sobre él para tocarlo. Me quemé: fue un frío ardiente y repentino que se me metió en los ojos, y ahí sigue de alguna manera, despertándose del letargo cada vez que nieva. Es algo que me conecta con la infancia, con el hecho extraordinario de ver nevar por primera vez. «Cuando nieva tengo cinco años», reza una pintada en el barrio de Lavapiés. Lo extraordinario en la niñez siempre es hermoso. Estoy convencido de que la nieve será parte de mi película vital, como lo fue el trineo Rosebud para Charles Foster Kane, el personaje de Orson Welles en Ciudadano Kane. No sé cuánto dura el tránsito de la vida a la muerte, ni si es cierto que perdemos 21 gramos en el último aliento, pero estoy convencido de que una parte del paso de vivo a difunto lo ocupa la película que cada uno ha ido acumulando en la vida.
En ella estarán este tipo de imágenes, las que nos conectan con la infancia, con el origen, con lo que somos o quisimos ser. No quedará rastro de los pisos, de los coches de lujo, de los ascensos laborales, de las puñaladas para conseguirlos; no quedará traza de aquello que veneramos como esencial y en lo que gastamos años, energía y amistades. Si tuviéramos la posibilidad de ver un tráiler de esa película en la mitad de nuestras vidas viviríamos la otra media concentrados en ser felices y hacer felices a los demás el mayor tiempo posible, y de no olvidarlo.
Desde que supe que voy a recordar la nieve antes de morir, como el coronel Aureliano Buendía recordó el hielo ante el pelotón de fusilamiento, he ido por la vida eligiendo los momentos transcendentales como si estos se pudieran escoger de una manera racional. Me decía «esto estará en mi película», y días, semanas o meses después, «esto otro, también». Si reunía demasiado metraje me ponía a editar, «esto habrá que quitarlo, esto habrá que dejarlo». Es un juego, como el de esperar a mi bisabuelo y a mi abuelo en la puerta del museo Reina Sofía.