Recuerdos, anhelos y libros: la niña infeliz que devino librera de pueblo
«La idea de la librería, una idea ya madura y elaborada, llamó a mi puerta una noche: era el 30 de marzo de 2019». Aquel día, la poeta y activista cultural Alba Donati decidió cambiar el rumbo de su vida, dejar «la ciudad más bonita del mundo [Florencia], un trabajo envidiable y una hermosa casa cerca de la Biblioteca Nazionale» y regresar a su Lucignana natal, un pueblecito de 180 habitantes situado en lo alto de una colina del norte de la Toscana, entre Prato Fiorito y los Alpes Apuanos, para abrir una pequeña librería a la que llamaría Sopra la Penna. Para lograrlo lanzó una campaña de «crowdfunding» y pidió una donación de libros a diferentes editoriales de Italia. Una vez abierta, algunos meses después, Alba decidió empezar a escribir una suerte de diario en el que narrar su día a día tras el mostrador, un registro repleto de recuerdos, anécdotas, recomendaciones, reflexiones y apuntes a vuelapluma que, vistos con perspectiva, no son más (¡ni menos!) que una emocionante carta de amor a esos lugares donde las palabras cobran vida, donde las aventuras se suceden y donde los caminos de libros y lectores se cruzan. Estos textos dieron como resultado «La librería en la colina» (Lumen), un título de cuyo interior extraemos las dos primeras entradas para ser testigos de una epifanía que huele a papel y tinta, para comenzar a mirar a través de esa ventana desde la que se ve el mundo.
Por Alba Donati

Interior de la librería Sopra la Penna. Crédito: Luigi Fiano.
20 de enero
Cada niña es infeliz a su manera, y yo lo era muchísimo. Quizá se debiera al matrimonio de mi hermano, cuando yo contaba seis años, que fue un mazazo para mí, o al carácter de mi madre, una mujer más bien arcaica; quizá, en parte, fuera por el bullying campestre que me infligían mis amiguitas, ese hoy juego contigo y mañana con otra.
Desde que abrí la librería, no hay conversación que no incluya la pregunta: «¿Cómo se le ocurrió abrir una librería en un pueblo perdido de ciento ochenta almas?».
Hoy he hecho muchos paquetes. Hay una señora de Salerno que celebra San Valentín así: a una de sus hijas le regala un libro de poemas de Emily Dickinson, el calendario de Emily Dickinson, y Emily, un perfume elaborado con esencia absoluta de Osmanthus; a la otra, un libro de Emily, el calendario de Emily y una pulsera de pétalos de rosa y gipsófila. Por si fuera poco, la señora quiere para ella el Herbario de la adorada Emily y el calendario.
¿Que cómo se me ocurrió? Las cosas no se nos ocurren, las cosas se incuban, fermentan, ocupan nuestras fantasías mientras dormimos. Las cosas avanzan por su cuenta, recorren un camino paralelo en algún lugar de nuestro interior del que no tenemos ni el más remoto conocimiento y, en un momento determinado, llaman a la puerta: aquí estamos, somos tus ideas y queremos que nos escuches.
La idea de la librería esperaba agazapada en los recovecos de aquel lugar tétrico y alegre llamado «infancia».
La alimentaba el caso Lavorini, el primer niño asesinado del que guardo memoria, hallado en los alrededores de Viareggio; oía esa historia todas las tardes de boca de mi abuelo, que tenía un radiocasete. No es que mi abuelo Tullio estuviera tan adelantado a su tiempo, sino que lo estaban mis tías, modernas y libertinas (en opinión de los del pueblo). Me avergonzaba un poco de ellas, pero las adoraba.
En el otro plato de la balanza estaba la tía Polda, hermana de mi madre y campesina de profesión, una mujer de buena pasta que, entre otras cosas, no se había casado y se enorgullecía de ello. Me pasaba las horas muertas abrochándole y desabrochándole la rebeca, una excusa para acurrucarme en su regazo a escuchar sus historias. Y la tía Feny, cuyo verdadero nombre era Fenysia, menuda, fuerte, tímida y sabia, que trabajaba de ama de llaves. Fue ella quien me dio los libros que le regalaban sus señores y me inició en la lectura.
En su honor, llamé Fenysia a la Scuola dei Linguaggi della Cultura que fundé hace unos años con Pierpaolo, mi pareja. Cuidar de la cultura me parecía tan necesario como hacer una buena minestrone de esas que ella sabía preparar.
Las historias que contaba mi madre, en cambio, podían tumbar a un dinosaurio del Pleistoceno. Su preferida era la de una niña que se dormía debajo de un árbol mientras su madre labraba la tierra. Entonces aparecía una culebra enorme que se deslizaba por el cuello de la pequeña. Llegados a ese punto, un sano apagón de memoria pone en pausa lo salvable, lo que salvaría, mucho tiempo después, la doctora Lucia a lo largo de doce años de terapia.
El pueblo era pequeño y yo le tenía cariño: dibujaba la montaña que había frente a mi casa en primavera, verano, otoño e invierno, como si fuera el Kilimanjaro. Lo desconocido, como diría un filósofo, es el lugar donde nunca has estado, y yo todavía no he visitado esa montaña. Me encantaba la escarcha sobre los campos, se me antojaba cristal, como el del castillo de la Bella Durmiente. También me encantaban las hormigas, lo mucho que se esforzaban por sobrevivir. Sí, porque llega un momento en que, si una vive en una casa sin calefacción y sin baño, y los ojos, las manos e incluso las orejas están trastornados, lo normal es pensar que estás muriéndote.
En este cuadro introductorio falta papá. En efecto, lo echaba mucho de menos, y cuando se sentaba al lado de mi camita, que a veces me parecía mi lecho de muerte, los ojos, las manos y las orejas recuperaban la normalidad y podía mirar de nuevo el mundo.
Una historia de amor
Empiezo este diario por casualidad el 20 de enero, la fecha en que comienza Lenz, de Büchner, obra a la que Paul Celan, el poeta que ganó el Premio Büchner el 22 de octubre de 1960 (nueve años, cinco meses y veintinueve días antes de que se tirara al Sena desde el puente Mirabeau), pronuncia su discurso con motivo de la concesión del galardón.
Las fechas son importantes y cada uno tiene su 20 de enero, día en que Lenz lo abandona todo y se va. El 20 de enero de 1943 también se fue el primer marido de mi madre. Como los otros alpinos que seguían con vida, había recibido la orden de abandonar el Don y retirarse. Era el epílogo de la guerra de Rusia, que solo en aquellos días se cobró la vida de cincuenta y un mil soldados, entre muertos y desaparecidos. Estaban a cuarenta grados bajo cero y muchos ni siquiera iban calzados.
Iole, mi madre, tenía veinticuatro años; Marino, su marido, veintiocho, y Giuliano, mi hermano, seis meses. La familia que no tuvo tiempo de serlo se rompió cerca de Vorónezh, lugar al que el poeta Ósip Mandelstam se había trasladado antes de que lo deportaran al campo de concentración de Siberia, donde murió.
Déjame marchar, déjame volver, Vorónezh:
suéltame o déjame escapar, caer o regresar.
Vorónezh, capricho; Vorónezh, cuervo,
cuchillo...
Mi madre esperó y esperó, pero no tuvo noticias de Marino; era como si se lo hubiera tragado la estepa. Las noticias oficiales de los archivos de guerra se interrumpen el 23 de enero de 1943; luego, silencio. En cambio, a las esposas de todos los desaparecidos les llegó una pensión de guerra.
Mandelstam me había llevado de la mano a la estepa antes de que yo supiera que era la misma sobre la cual había llorado mi madre.
Finalmente, también yo lo dejo todo: la ciudad más bonita del mundo, un trabajo envidiable y una hermosa casa cerca de la Biblioteca Nazionale, y vuelvo al pueblo, a comprobar si la culebra todavía anda por allí y si, por casualidad, aquella niña que se quedó dormida debajo del árbol es Alicia en el país de las maravillas.

Alba Donati a las puertas de su librería en Lucignana. Crédito: Luigi Fiano.
21 de enero
La idea de la librería, una idea ya madura y elaborada, llamó a mi puerta una noche. Era el 30 de marzo de 2019. Al pie de nuestra casa había una loma donde mi madre plantaba lechugas y yo tendía la colada en un alambre atado a dos palos vetustos. El dinero escaseaba: debía inventarme algo.
De niña tenía un desván enorme. La casa era el espejo de mi familia: mitad habitable y mitad en ruinas. Al entrar estaba la cocina; a la derecha quedaba una habitación grande que mi madre había dividido en dos ambientes mediante una cortina verde con grandes lazos rosas (separando lo que era, según los días, mi habitación o mi lecho de muerte); y, a izquierda, una salita de perfecto estilo años setenta, cuyo mobiliario —mesa, sillas y aparador de aglomerado— brillaba tanto que parecía más de imitación de lo que era en realidad. También había dos puertas. Una conducía al sótano, lugar que hizo que se prolongase mi terapia con la doctora Lucia al menos un par de años; probablemente los sótanos sean el escenario donde se han escrito todos los cuentos de terror desde la noche de los tiempos. La otra llevaba al desván.
El desván tenía algo que lo hacía único. El primer tramo de escalera era de ladrillo hueco colocado como si fuera de cara vista, una reforma que inició papá apenas nos mudamos a aquella casa, pero al doblar el descansillo esa escalera nueva se interrumpía y arrancaba otra de madera con algún siglo de antigüedad. El amor paterno también se había interrumpido. Siempre que la subía rezaba para que los tablones aguantaran mi peso y no acabara hundiéndome en los abismos, donde sin duda me esperaba la consabida culebra.
Aquella escalera de dos tramos, vestigio de una obra empezada y luego abandonada, es el lugar donde nacen los sueños. Una vez que doblaba la esquina, superaba aquellos malditos cinco escalones ruinosos y alcanzaba el desván, estaba a salvo. Lo había conseguido. Me encontraba en mi reino. Allí montaba un aula imaginaria con niños provistos de cuadernos y les daba clase. Jugaba a ser la maestra y corregía mis propios deberes de uno o dos cursos anteriores. O bien me ponía a leer una especie de biblia personal: la enciclopedia Conoscere, de Fabbri Editore, compuesta por doce tomos y cuatro apéndices. Creo que incluso la idea que tenía de la moda se inspiraba en ella. Había tres páginas dedicadas al calzado romano que me volvían loca, literalmente. Tanto es así que me compré dos pares de sandalias con tiras que se cruzaban hasta la rodilla, unas doradas y otras blancas como la nieve. Tenía unos doce años, la edad de Lolita. Por lo demás, la enciclopedia trataba temas muy serios:
La carbonería italiana
San Francisco de Asís
De la madera al papel
Roma conquista Taranto
Giuseppe Mazzini
La reforma y la contrarreforma
Las amígdalas
El genio de Leonardo
Dante
Las cinco jornadas de Milán
Plantas textiles
Japón.
El mero hecho de enterarme de que a las mujeres carbonarias se las llamaba «primas jardineras» me proporcionaba una alegría insospechada, era como poseer una máquina del tiempo: elegía una página, pulsaba el botón y ya no estaba allí, me trasladaba a otro sitio, mi lugar preferido. «No le preguntamos la lección, nos da miedo», parece ser que le decían los maestros a mi madre. Entretanto, ella había sustituido el cuento de la niña dormida y de la culebra por anatemas de todo tipo, y mi padre se había marchado.
Estoy preparando los paquetes para la señora de Salerno y sus dos hijas. He aquí cómo me vino a la cabeza la idea de abrir una librería en un pueblecito situado en lo alto de una colina del norte de la Toscana, entre Prato Fiorito y los Alpes Apuanos. Se me ocurrió para que una madre de Salerno pudiera regalar a sus dos hijas sendas cajas llenas de Emily Dickinson.