Leonard Cohen por Ray Loriga: un buen poema no necesita defensa
«Siempre he pensado que soy un escritor menor. Mi territorio es limitado, pero les aseguro que lo exploro paso a paso y muy a fondo», dejó dicho Leonard Cohen, ajeno -por lo menos en apariencia- a lo que real y globalmente se opina de él: el canadiense es, sin duda, uno de los más grandes poetas del siglo XX, destreza literaria que tuvo un reflejo constante en su música. La reciente publicación de «Libro del anhelo» (Lumen) ofrece la oportunidad de conocer su lado más íntimo y reposado: Cohen trabajó en este poemario durante más de veinte años, tiempo en el que reflexionó sobre sus dudas, sus miedos y sus consideraciones en torno al amor, la vejez, el mundo que nos rodea y, finalmente, la muerte. El novelista español Ray Loriga firma el prólogo de esta edición, texto que reproducimos íntegro a continuación a fin de acercarnos -de nuevo- a la indiscutible grandeza de Cohen.
Por Ray Loriga
Leonard Cohen en Ámsterdam, en 1972. Crédito: Getty Images.
En el funeral de Irving Layton, (así lo cuenta Rich Baines en la página Cohen Files), Cohen sonrió ante la apreciación de Baines acerca de lo extraño que le resultaba escuchar a los asistentes que se empeñaban en defender la obra del poeta fallecido. «Sé a qué te refieres y me alegra que coincidamos, es innecesario…», cuenta que respondió el poeta que ahora nos ocupa.
Sujeto en esa misma razón y por esa misma sonrisa, me resulta difícil encontrar justificación para estas líneas. Si acaso unos versos del propio Layton en su poema «The Graveyard», (El cementerio), los mismos que, nos informa Baines, leyó el propio Cohen en el funeral de su amigo y mentor: «No hay dolor en el cementerio para la voz que susurra desde la tumba, regocijaos, regocijaos».
Partamos de ese principio que establecen los últimos versos del poema de Layton.
Hay mucho de lo que regocijarse en este volumen de versos (notas, apuntes, dibujos), que se publicó originalmente en 2006 y que reúne textos que abarcan varias décadas. El libro abre así múltiples frentes en la curiosidad del admirador o seguidor del autor, compositor y cantante canadiense que ahora murmura junto a su íntimo amigo. Por un lado está el fascinante diario salpicado de versos e impresiones de su misteriosa reclusión en el monasterio de Mount Baldy, junto a su maestro zen, Kyozan Joshu Roshi; por otro, la fascinación que produce asistir a parte del proceso creativo del propio Cohen, comparando los versos que originaron muchas de sus canciones con las canciones que finalmente todos conoceríamos.
Música, maestro
La primera parte, su experiencia en Mount Baldy en la preciosa compañía de su amigo Roshi, tal y como describe la experiencia, nos permite conocer más al hombre que hay detrás de las palabras y, como es de ley, en sus propias palabras. En las largas noches y largos días de voluntario encierro, asistimos, bien es cierto, al desarrollo de una profunda amistad, pulsión capital en toda la obra de Cohen, pero también a su juguetona, divertida y alegre manera de enfrentarse a lo supuestamente trascendental, y a la encantadora dualidad de su anhelo de lo espiritual y su profundo (y divertido) pesimismo al respecto de sus capacidades no ya para alcanzar tales metas, sino siquiera para vislumbrar la necesidad de las mismas. En mi modesta opinión, es precisamente ahí donde radica gran parte de la solidez de su poesía, y también, como señalaba, parte irrenunciable de su irresistible encanto.
Leonard Cohen circa agosto de 1967. Crédito: Getty Images.
De las charlas entre estos dos brillantes y contumaces bebedores (y pensadores, que una cosa no quita la otra) se extrae parte de las enormes satisfacciones que proporciona este volumen. Uno tiene a veces la sensación de que en su actitud voluntariosa de monje silencioso había algunas dosis de asumida extravagancia, de consciente disfraz, pero también de no menos doloroso y real anhelo. En fin, muy buenos y muy duros días. El poeta monje se divide en dos a cada rato, entre el silencio y la carcajada, el deseo y la renuncia, las más altas miras y las más hermosas bajas pasiones. Y lo hace con un constante martilleo de seriedad y burla, ajeno a toda pretenciosidad y muy cercano a un entendimiento íntimo de lo propio, de la naturaleza de sí mismo, de su potencial y sus limitaciones.
Nada de esto es ajeno al resto del libro, donde su poesía aparece construida con los mismos mimbres. Y utiliza, con gran acierto, idénticos resortes. Esa paradójica y exacta mezcla de narcisismo y sarcasmo, crueldad y esperanza, negación y alabanza, que conforma a su vez un profeta y un tahúr, un visionario y un lenguaraz descreído, un amigo y un traidor, es lo que a mi parecer ha iluminado y vertebrado siempre su magnífica poesía, y en estas páginas se nos regala la oportunidad de asistir, como decía, al proceso de construcción de su escritura, casi al taller de su talento.
Como bien pensaba el propio Cohen, un buen poema, y por ende un buen poeta, no necesita defensa. Puede que ni siquiera compañía (y desde luego no la de un extraño). Valgan estas palabras como mera muestra de admiración, agradecimiento y respeto.
Lo demás, creo, resultaría innecesario…