«La dificultad de perder la juventud»: un año sin Javier Marías
El mundo es un lugar más triste sin Javier Marías, uno de los escritores más importantes de la literatura en español de los últimos 50 años. Lúcido, tan reflexivo como emocionante, sagaz, brillante. Un novelista excepcional, irremplazable (sus obras se han publicado en 46 lenguas y en 59 países), que también ejerció como columnista, editor y traductor. Cuando se cumple un año de su muerte (el 11 de septiembre de 2022, con 70 años y muchas historias por contar), le recordamos y honramos con sus propias palabras: a continuación publicamos íntegramente «La dificultad de perder la juventud», conferencia pronunciada dentro del ciclo «La juventud del arte: el arte de la juventud», de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Santander, agosto de 1989 (posteriormente fue recogido en «Pasiones pasadas», Alfaguara, 1999), un texto en el que Marías reflexiona sobre el paso del tiempo -vivir, crecer y envejecer- y sus efectos en la obra artística.
Por Javier Marías
Javier Marías hacia 1987.
La razón de mi presencia aquí no es otra que la de haber dejado de ser joven tras haberlo sido durante demasiado tiempo y además en letra impresa durante casi todo ese tiempo. Yo publiqué mi primera novela, Los dominios del lobo, en 1971, cuando aún no había cumplido los veinte años. Esa novela la había empezado con diecisiete y la había terminado con dieciocho, pero no era la primera que escribía: a los quince había completado una novela corta a la que, tras muchas dudas justificadas, puse el desgraciado título de La víspera y que por fortuna no se publicó jamás. Todavía conservo una copia del original mecanografiado, y supongo que sólo una superstición sentimental o autobiográfica me ha impedido hasta ahora destruirla y fingir con ello su inexistencia (fingirla ante mí, se entiende). Digo bien, una superstición, pues no otra cosa es la creencia que tal condonación delata, a saber: que yo pueda ser aún el mismo de mis quince años. Bien es verdad que esa superstición se funda en dos hechos irrefutables: que sólo yo, el que soy hoy, guarda memoria de la escritura de esa novela, y que sigo llevando el mismo nombre que llevaba entonces (¿o quizá me llamaba aún Xavier, con X, como durante mi infancia?). Pero tanto la memoria como los nombres son, a su vez, sendas supersticiones. La primera de ellas, la memoria, es propia de la edad, mientras que la segunda se afianza justamente en la juventud. ¿Quién no ha escrito repetidas veces su propio nombre en una hoja en blanco durante su adolescencia, mientras simulaba tomar apuntes o demoraba el momento de iniciar los deberes? ¿Quién no ha ensayado su propia firma antes de tener que estamparla por vez primera? Parece como si los jóvenes necesitaran acostumbrarse a su nombre, verbalizarse, dotarse de existencia oral, aprender a renunciar a ser sólo una cosa, como en los célebres versos de Lorca: «Entre los juncos y la baja tarde / ¡qué raro que me llame Federico!».
Qué raro, en efecto, empezar a tener nombre, o, mejor dicho, empezar a ser también un nombre. Eso es quizá justamente lo que yo empecé a ser también cuando publiqué Los dominios del lobo, no mientras lo escribía ni por supuesto tras redactar y encuadernar ilusionadamente el texto de mis quince años. Hasta entonces yo había escrito como creían los románticos que podía y debía hacerse: el escritor escribe como el ruiseñor canta. Yo lo había hecho precisamente mientras no podía tener la menor conciencia de ser eso, un escritor. Pero ya lo dijo Emily Dickinson: Publication – is the Auction / Of the Mind of Man. «La Publicación es la Subasta / de la Mente del Hombre», y quién sabe si en este contexto no habría que poner el acento en la palabra Man, en la medida en que tal vez sólo un Hombre puede sacar a subasta su pensamiento, y para aquellos que escriben ese paso supone, de hecho, el ingreso en la edad adulta y la pérdida de la juventud.
En siglos más modestos y sobrios los artistas no se diferenciaban de los artesanos, y por ello no necesitaban tener un nombre. Hoy en día son los artesanos quienes, en imitación y envidia de los artistas que se desgajaron de ellos, vuelven a intentar alinearse junto a sus compañeros de antaño y han logrado que vayan firmadas hasta las suelas de los zapatos. Se podría decir que es a la artisticidad, al estatuto o condición de artista, a lo que aspira el planeta entero, cualquiera que sea su empleo, actividad u oficio. Y sin embargo ser artista supone haber muerto, como explicó Thomas Mann en su tiempo con nitidez excesiva y cuantos hemos venido después de él hemos ido comprobando. Hasta el más artesanal de los que hasta hace no mucho tenían la exclusividad artística, el novelista (y es de éste de quien más puedo hablar, por experiencia propia), necesita cada vez más ponerse en el punto de vista de quien ya ha pasado para contar sus historias: en el punto de vista de quien se ve a sí mismo y cuanto acontece como algo ya acabado, ya concluido, ya casi olvidado y por tanto merecedor quizá de ser rescatado y contarse. De quien se ve a sí mismo como ya sólo un nombre, al que es posible atribuir cualquier vida —es decir, todas las vidas—, porque ya no se corresponde con ese nombre la cosa que estaba «entre los juncos y la baja tarde». Con el nombre no se corresponde nada, y en buena lógica podría no haber ni siquiera nombre. Así, el artista, en contra de lo que se le achaca desde el sentido común y la convención, es el mayor enemigo de la inmortalidad, su mayor negador, puesto que se alimenta y vive de su propia muerte; convive con ella; la anticipa con impaciencia, la atrae (el novelista, además, la cuenta); vive su futuro como si fuera ya su pasado; lo que le espera es lo que ya le ha ocurrido, y está permanentemente de espaldas. De espaldas a su propia vida y contemplando su propia espalda.
El primer Marías
Por eso la idea del artista joven parece una contradicción en sí misma. «Ningún hombre joven piensa que morirá jamás», así empieza el breve y clásico ensayo del escritor inglés William Hazlitt On the Feeling of Immortality in Youth («Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud»), publicado en libro por vez primera en 1839. En la juventud, dice Hazlitt, nuestra reacción ante la muerte ajena es un bobo y exaltado grito de comprobación, una jubilosa ratificación de nuestra inmortalidad: «¡Pues yo no!», o bien —podría también traducirse— «¡Así que no soy yo!» (Hazlitt cita aquí a un personaje del Tristram Shandy de Sterne). En la juventud, dice Hazlitt, nos «protege un hechizo», como al usurpador Macbeth hasta que luchó con Macduff. «El ejemplo de otros en nada nos hace efecto.» «Sabemos de nuestra existencia sólo por nosotros mismos, y confundimos nuestro saber con los objetos externos. Nosotros y la Naturaleza somos, por tanto, uno.» «La muerte, la vejez, son palabras sin significado, un sueño, una ficción, con la que nada tenemos que ver.» «Arrancamos un nuevo plazo a la existencia fijando nuestro cariño en ciertos objetos: nos volvemos puros, impasibles, inmortales en ellos. No podemos concebir cómo ciertos sentimientos han de decaer algún día hasta enfriarse en nuestros pechos; y, por consiguiente, para mantenerlos en su primer brillo y vigor juveniles, la llama de la vida debe continuar ardiendo tan brillante como siempre.» Y quizá la cita más llamativa: «Somos herederos del pasado; contamos con el futuro como nuestra forma natural de volver atrás».
«El artista, en contra de lo que se le achaca desde el sentido común y la convención, es el mayor enemigo de la inmortalidad, su mayor negador, puesto que se alimenta y vive de su propia muerte; convive con ella; la anticipa con impaciencia, la atrae (el novelista, además, la cuenta); vive su futuro como si fuera ya su pasado; lo que le espera es lo que ya le ha ocurrido, y está permanentemente de espaldas».
O, dicho con otras palabras, todo es aún posible porque aún no hay nada, mañana no es aún tarde, sino el tiempo adecuado para llenar el ayer. Es sobre todo eso a mi modo de ver, la falta de huellas, la falta de impresión, la falta de impronta (la falta de imprenta), lo que trae ese sentimiento de inmortalidad de que hablaba Hazlitt. El joven siente que el mundo comenzará en el momento en que él decida incorporarse a él y darle la cara, no antes. Siente, por tanto, que el mundo le está esperando para poner en marcha su débil rueda, y que no hay prisa, que el mundo le esperará indefinidamente. Pues esa puesta en marcha depende de él, y mientras él no dé la orden el tiempo no empezará a contar, es a él a quien toca dar la vuelta al reloj. Pues el tiempo y su tiempo no se distinguen. Es la edad en la que aún se es cosa, en la que el nombre es algo que no nos excluye, o, mejor dicho, que aún no nos suplanta, un adorno, una mera prolongación subsidiaria de la cosa que somos, aún no la firma sino sólo la rúbrica. Como bien observó Stevenson en su ensayo sobre Crabbed Age and Youth («Agria edad y juventud»), «no es tanto que los jóvenes no sepan, cuanto que no eligen». Es esa no-elección, ese no-hacer, ese ir descartando, ese discurrir a la espera de ser o en la dilación de ser (ese no-nombrarse y por tanto no-definirse), lo que trae ese sentimiento de inmortalidad. Y ese sentimiento no es ya que no quiera perderse, sino que parece imposible que se pueda perder. Pues a diferencia de la niñez, que en palabras del pensador Félix de Azúa «es axiomáticamente un estado efímero, moralmente obligado a suprimirse a sí mismo», la juventud es un estado igualmente efímero, pero lo bastante consciente de sí mismo como para intentar perpetuarse a sí mismo. «Somos herederos del pasado», decía Hazlitt, «contamos con el futuro como nuestra forma natural de volver atrás.» Pensar que el después puede convertirse en antes, que todo es enmendable y nada es irreversible, que el ahora no es tal ahora sino un momento indistinguible del que ya ha pasado y del que está por venir, es un privilegio de la juventud, un privilegio de la inmortalidad o, si se me apura, un privilegio de la eternidad. Así como el niño, por feliz que sea, sabe y comprueba en sus propios cambios físicos, en su crecimiento, que el suyo es un estado de espera y evolución, el joven, que en cierto sentido se ve cristalizado, tiene la sensación de haber «llegado», y de que lo futuro no serán sino añadidos, perfeccionamientos, retoques de su verdadera estampa, de su verdadero estado, aquel hacia el que tendía durante la interminable espera infantil. En la juventud se produce un cierto reconocimiento, que se recibe con alegría o pesar pero que en todo caso es más fuerte que el de cualquier otra edad, como si por fin se viera terminado un cuadro de lentísima ejecución: «Así que este soy yo». Y es quizá entonces cuando el nombre empieza a adquirir verdadero sentido y a ganar terreno, en la medida en que lo que ahora nombra no es una cosa cambiante que se va corrigiendo a sí misma incesantemente (no tan cambiante como solía serlo en la niñez), sino una cosa que parece inamovible y fija, o que tal vez merecería serlo. Si además ese nombre es público, si se convierte en seguida en el nombre de un «artista» o un «creador», entonces bien puede decirse que además ha dado comienzo el proceso de cuyo resultado final habla Borges en su célebre texto «Borges y yo». «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas», así empieza esa página, en la que más adelante se añade: «Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro». «Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy).» Y termina: «Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página». Tal vez este sea el destino de todo adulto, parece serlo de todo artista o creador.
Javier Marías hacia 1980.
Y con todo... Quizá Thomas Mann exageró (como solía hacer, a fuerza de ser explícito donde hay que ser ambiguo) cuando en su novelita Tonio Kröger, de 1903, afirmó que «se debe morir para la vida para ser cabalmente un creador». Subyace a esa afirmación la antigua creencia (o quizá no tanto) de que el creador lo es todo el rato, desde que se levanta hasta que se acuesta a lo largo de los días todos de su vida entera, y en mi opinión el artista actual, para su gran fortuna, no mantiene ya con su arte una relación tan sacerdotal. No es tanto que en la actualidad un artista pueda serlo a ratos y a ratos no, que —por así decirlo— pueda ponerse y quitarse la máscara o velo artístico a su voluntad (Mann habría negado tajantemente la condición de artista a un individuo tan inestable y acomodaticio). Pero lo que sí puede hacer es disimular. Dosificarse, disfrazarse, administrarse, alternarse, ocultarse, no ejercer permanentemente de tal artista, no llevarlo grabado en la frente. En un mundo poseído, como decíamos antes, por la aspiración de artisticidad, el artista puede no sentirse en absoluto traidor si a su vez aspira a la mundanidad, pues ésta está cada vez más hecha a su imagen y semejanza. En otras palabras, digamos que si quien diseña una silla o un sacacorchos es artista (cosa que desde la Bauhaus nadie se atreverá a discutir), no resulta difícil ser artista todo el rato en algún grado sin que ello suponga pasión, intensidad, renuncia y dolor constantes. El acercamiento del mundo al arte (a los tics del arte) hace que en cierto sentido el artista vuelva a asemejarse al antiguo artesano, y gracias a ese acercamiento puede permitirse ser o ejercer de artista sólo mientras trabaja: mientras escribe o pinta o compone. Terminada su jornada, puede serlo algo menos, serlo de manera incompleta o superficial o simplemente potencial, serlo sólo en la medida en que lo es todo el mundo (el mundo artistificado), desde el oftalmólogo eximio hasta el fabricante de envases para refrescos.
Quizá Thomas Mann exageró, o fue demasiado explícito para lo que admite una novela; al menos en el sentido que él quiso darle a su frase, precedida en el texto por esta otra: «Quien vive no trabaja» (no trabaja para el arte, se entiende). Pero quizá sí cabría darle toda la razón a Mann si tomamos la frase en cuestión en un sentido levemente distinto, es decir, en el sentido de que todo crear, todo producir, todo hacer algo trae consigo el peligro, si no la certeza, de acabar definiéndose mediante ello, de acabar nombrándose, de dejar de ser cosa para ser alguien determinado por su actividad, por sus obras, por su particular quehacer. «Se debe morir para la vida», podríamos decir, en la medida en que se va eligiendo una vida, una parte de la vida que será siempre mínima. En cuanto el joven elige, en cuanto el joven hace, «la vida de la vida», como dijo el poeta Burns, queda reducida drásticamente, empieza a contarse y a consumirse, y el sentimiento de inmortalidad, de posibilidad infinita, de negación del antes y del después, desaparece inmediatamente. Se ha dado la vuelta al reloj. Cuando yo escribí y publiqué Los dominios del lobo y puse y vi mi nombre en letras de imprenta junto a ese título, hubo constancia de que lo había hecho, y, por así decir, empecé a sepultarme o empecé a contemplar mi propia espalda. Estos son sin duda los hechos, y sin embargo no estoy seguro de que entonces se vieran acompañados por el sentimiento correspondiente, esto es, por la pérdida del sentimiento de inmortalidad.
«Pensar que el después puede convertirse en antes, que todo es enmendable y nada es irreversible, que el ahora no es tal ahora sino un momento indistinguible del que ya ha pasado y del que está por venir, es un privilegio de la juventud, un privilegio de la inmortalidad o, si se me apura, un privilegio de la eternidad».
Antes dije que la idea del artista joven era una contradicción en sí misma, pero quizá no lo sea la idea del joven-artista (y hago hincapié en la existencia de un guión entre la palabra «joven» y la palabra «artista»), es decir, del joven que además de joven es también artista, o, dicho de otro modo, del joven que se presenta e instala en su juventud acompañado de una actividad artística, y de una obra, y de un nombre, y de una elección, por poco definitiva e inconsciente que sea: de un hecho irreversible del cual quedará constancia. Puede que en ese caso, por una suerte de milagrosa inconsciencia, de prodigiosa irresponsabilidad, la obra, la creación, el hacer, no supongan la defunción del sentimiento de inmortalidad y la pérdida de la juventud, sino que se constituyan más bien en la manera de ser o manifestarse de esa juventud, en el contenido concreto de ese vago —por globalizador— sentimiento de inmortalidad. Al reconocimiento que el joven lleva a cabo o experimenta («Así que este soy yo»), se une la aparición del nombre, que, por surgir al mismo tiempo que la cristalización del sujeto, ya no resulta «raro», como en los versos de Lorca, sino que se halla en perfecta conformidad con la cosa que todavía se es, en un plano de igualdad con «los juncos y la baja tarde», no separado ni opuesto a ellos. Quizá ese joven-artista esté a salvo del «otro» de Borges, porque el llamado «Borges» habrá nacido al mismo tiempo que el llamado «yo». Tal vez mi frase de reconocimiento fue, por tanto, un poco más larga de lo habitual: «Así que este soy yo, el autor de Los dominios del lobo». Cabría decir que en la supuesta incompatibilidad existente entre arte y juventud, cuando pese a todo ambas coinciden y la juventud es extrema, la conflagración o el conflicto se resuelve a favor de ésta, menos excluyente, más poderosa, tanto que puede englobar, asumir ese arte haciendo que pase a formar parte de sí misma, de la juventud.
En estos casos el joven-artista sigue siendo sobre todo joven, y su artisticidad no excluye el sentimiento de inmortalidad, sino que —quién sabe— acaso lo refuerza. «Sabemos de nuestra existencia sólo por nosotros mismos, y confundimos nuestro saber con los objetos externos», decía Hazlitt en una de las citas de su ensayo. Pero si uno de esos «objetos externos» fue además primero «interno», si proviene de nosotros mismos y nosotros lo hemos creado, si «nos volvemos puros, impasibles, inmortales en ciertos objetos» y uno de esos objetos nos es debido, es nuestra prolongación, un libro que podría sobrevivirnos y aun durar para siempre, entonces es obvio que, como también decía Hazlitt citando a Macbeth, en verdad nos «protege un hechizo». Pues no sólo «contamos con el futuro como nuestra forma natural de volver atrás», sino que además hemos sido capaces de producir ese futuro y configurarlo, de determinarlo en lo que se refiere a nuestra propia vida personal, de hacerlo parcialmente nuestro desde el principio. Creo yo que en estos casos el sentimiento de inmortalidad propio de la juventud no sólo no se desvanece o cancela, sino que se afianza y redobla: el joven no sólo se siente eternamente joven, sino eternamente joven-artista. Se ve cristalizado como tal, acompañado naturalmente por su propio nombre, queda marcado por ese sello concreto que lo inauguró y con el que él dio el mundo por inaugurado, por esa impronta, por esa imprenta. Pero no por la elección. Ese joven no siente haber elegido, porque en realidad lo que siente es que «no había elección». Quizá porque, invirtiendo los términos de la reflexión de Stevenson, eligió sin saber. En otras palabras, se siente «un elegido».
Ese sello será su gran problema si no tiene la desgracia y la suerte de morir efectivamente antes de dejar su juventud atrás, porque entonces podrá comprobar cuán extremadamente difícil resulta perder esa juventud. Mi caso tenía numerosos precedentes a lo largo de la historia de la literatura, pero de esos precedentes sólo recordamos aquellos en los que el joven-artista no fue más que eso porque murió antes de poder ser otra cosa. Chatterton o Keats o Larra o Shelley o Radiguet o Büchner no tuvieron más remedio que quedar fijados para siempre como jóvenes-artistas, y por eso, porque fue para siempre, también como artistas jóvenes, eternamente jóvenes (aquí sin contradicción, puesto que estaban muertos). No sucede así con los jóvenes-artistas que han seguido viviendo, y creciendo, y envejeciendo acaso. Quizá para ellos la pérdida de la juventud se hace aún más difícil que para cualquier otra persona, porque no sólo pierden ésta, su juventud a secas, sino también la estampa en la que creyeron quedar fijados durante ella. El desconcierto es doble, y por eso se intenta estirar el «verdadero estado» al máximo, en todo caso más de la cuenta. Y en ello está el peligro.
Javier Marías en 1975.
Creo que fue Goethe quien hizo la famosa advertencia: «Tened cuidado con lo que queráis ser de mayores, porque podéis acabar lográndolo». Yo debo decir que, cuando ya empezaba a ser mayor, es decir cuando publiqué Los dominios del lobo, quise ser de mayor lo que ya era entonces, a saber, «el autor de Los dominios del lobo», un joven-artista. En la vida real este deseo y esta satisfacción se convirtieron en una insoportable altivez y en la fatua sensación de ser no sólo un joven-novelista, sino de ser el más joven, al menos el más joven entre los novelistas de mi generación y lengua, entre los que publicaban por aquellos años. Y durante los años siguientes, en que con veintiuno publiqué una segunda novela, Travesía del horizonte, que me reafirmó en mi condición de joven, de artista y del más joven novelista de la España de aquella época, me temo que pertenecí a la clase de artista descrito por Thomas Mann en 1903 y lo llevé grabado en la frente. Recuerdo que observaba con satisfacción cómo durante años y años no aparecía ningún otro novelista de edad inferior a la mía. Surgían otros que publicaban entonces su primer libro, pero habían nacido antes que yo y además debutaban más tarde que yo. Recuerdo cómo, al mismo tiempo, me sentía más adulto que mis compañeros de universidad, como si a ellos les faltara aún mucho para divisar el camino por el que yo ya llevaba algún tiempo transitando. Mis iguales no estaban ya allí, sino en el mundo, eran otros novelistas que ya no padecían la incongruencia de tener que seguir estudiando ni la humillación de poder ser suspendidos, como yo lo fui alguna vez. A mis profesores los veía como a individuos que, por mucho que supieran, ignoraban algo que yo ya sabía. Supongo que como compañero, como alumno y como novio de mis primeras novias debí de ser un tremendo engreído, y a cuantos me padecieron presento mis disculpas retrospectivas. Recuerdo cómo Juan Benet, responsable parcial de que yo hubiera publicado mis primeras novelas, me lo reprochaba a veces con la siguiente frase: «A tu edad deberías estar saltando a la comba». A la comba no saltaba, pero, como he contado en algún otro lugar, sí daba saltos mortales y volatines en el Paseo de Recoletos de Madrid, sin que eso fuera visto como un menoscabo de mi artisticidad, sino más bien como una corroboración de mi juventud, imprescindible para esa artisticidad en la medida en que ambas habían nacido juntas. No sé si tal vez fue la fortísima unión de ambas cosas, el sentimiento de indisolubilidad de arte y de juventud, lo que me hizo temer que la pérdida de lo uno pudiera llevar aparejada la pérdida de lo otro; y ese temor se tradujo primero en una insistencia, en una perseverancia, en un aferramiento a la que consideraba mi propia y verdadera estampa. No concebía dejar de ser lo que era y había sido siempre, es decir, desde la temprana juventud, desde el momento del reconocimiento de mí mismo. Había sido antes artista, escritor, novelista, que cualquier otra cosa de las que luego fui y he ido siendo: traductor, articulista, consejero editorial, profesor, conferenciante. Mi «Borges» y mi «yo» eran tan indistinguibles que la separación de uno y otro sólo podía ser vista como el término de los dos. Y en mi caso se cumplió el riesgo contra el que advertía Goethe. Pues llegó un momento en el que, quizá por ese temor excesivo del que vengo hablando, deseé y decidí (aunque ese tipo de deseos y decisiones no sean nunca unívocos ni demasiado claros), deseé y decidí dejar de ser joven y dejar por tanto de ser joven-artista para a cambio poder ser algo. Dicho de otro modo, no sólo llegó el día en que perdí el sentimiento de inmortalidad, sino también el día en que me vi amenazado de aniquilación. Aunque engreído, fatuo y altivo, no era tan estúpido como para no darme cuenta de que mi «estampa verdadera» tendría que dejar de serlo a menos que por un azar o un acto de voluntad me alineara del todo con los Chatterton, los Larra y los Radiguet (me alineara con ellos en la muerte, que no en la obra, claro está). Con eso no podía contarse, con una supresión física que de hecho no deseaba, por lo que la única solución para no «borrarme» enteramente cuando me llegara la edad en que joven no se puede ser, era justamente empezar a enmendar, quizá antes de tiempo, esa «estampa verdadera» de la cual dependía excesivamente. En suma, decidí dejar de ser joven y me entró prisa por crecer, y aquí vino la penitencia anunciada por Goethe: tuve la sensación de que tanto había cultivado mi imagen de joven-artista que había acabado por convencer también a los demás. Durante demasiado tiempo he sido «el autor de Los dominios del lobo» para la gente que conoció ese libro, y cuando aún hoy leo notas biográficas sobre mí en las que se destaca que debuté como novelista a los diecinueve años, me pregunto si acaso podré y querré dejar de serlo completamente alguna vez, como sí podría, en cualquier instante, dejar de ser «el autor de La víspera», mi novela de los quince años de la que sólo sé yo: bastaría con que destruyera la copia superviviente de una vez. Pero de Los dominios del lobo no soy yo el único que sabe, y aun cuando su eco no fuera muy grande en su aparición, por ella quedé marcado ante las suficientes personas (y no sólo ante mí) como joven-artista. De hecho, en su momento, no fue menos subrayada mi juventud que mi artisticidad por parte del mundo exterior. A esa novela y a la segunda les siguieron, sin embargo, bastantes años de silencio, de casi desaparición, como si hubiera querido olvidarme para empezar otra vez, ya a una edad más propia, en la que nadie pudiera reprocharme no estar saltando a la comba. A esa primera novela le han seguido otras cinco, publicadas respectivamente a los veintiuno, veintisiete, treinta y uno, treinta y cinco y treinta y siete años, que son los que aún tengo hoy. Pero debo decir que desde aquellos diecinueve, en que por ser joven me vi convertido e incluso fijado como joven-artista, también, por eso mismo, por ser además artista, me vi convertido en joven-adulto (por no exagerar y decir joven-viejo): quizá por haber sacado mi pensamiento a subasta, quizá por haber permitido que mi nombre estuviera en un plano de igualdad (y no por debajo) con la cosa que era, quizá por haber empezado a morir para la vida, por haber empezado a consumir «la vida de la vida», quizá por haber elegido aunque no supiera. En cierto sentido la imagen de mí mismo ante mí mismo ha sido bifronte, pero justamente la intuición temprana de que se me haría particularmente difícil perder la juventud tras haberla visto convertida en un atributo esencial de mi cristalización como artista, me llevó a desear apresurar esa pérdida, a acelerar la cancelación de lo que un día había visto como mi verdadera e inmutable estampa. Y aquí ha venido la otra dificultad de perder la juventud, pues el título de este texto es ambiguo, y se refiere tanto a lo difícil que para cualquiera se hace esa pérdida como a lo difícil que resulta lograr tal pérdida, en algunos casos, cuando se desea.
«Cuando yo escribí y publiqué Los dominios del lobo y puse y vi mi nombre en letras de imprenta junto a ese título, hubo constancia de que lo había hecho, y, por así decir, empecé a sepultarme o empecé a contemplar mi propia espalda. Estos son sin duda los hechos, y sin embargo no estoy seguro de que entonces se vieran acompañados por el sentimiento correspondiente, esto es, por la pérdida del sentimiento de inmortalidad».
En el mío no bastaron mis años de silencio ni mis otras actividades. Tampoco bastaron dos novelas densas y fuertemente especulativas, impropias en principio de cualquier joven. Al leer una de ellas, El siglo, de 1983, recuerdo que Pedro Gimferrer, uno de sus primeros lectores, me preguntó por teléfono: «Oye, ¿cuántos años tienes tú ahora?». «Treinta», respondí. «Eso me parecía», dijo él, «porque yo tengo ahora treinta y seis, y sé que tú eres más joven que yo, de hecho creía que no habías cumplido aún los treinta, y me extraña mucho todo esto de tu edad, porque esta novela tuya parece escrita por un hombre mayor, parece la novela de un hombre de por lo menos cincuenta años. La podría haber escrito yo, idéntica aunque añadiéndole una escena, pero me resulta raro que la hayas escrito tú.» Yo he sentido que esta reacción tan peculiar de Pedro Gimferrer ha sido, durante demasiado tiempo, un poco la reacción general. No importaba cómo fueran mis libros, acaso maduros o incluso impregnados de ancianidad. Bastaba con mirar el nombre de la cubierta para que todas mis novelas siguieran siendo «promesas», «obras juveniles», para que nadie pudiera creer que ya había cumplido los treinta. No bastaron esos textos, ni quizá tampoco los propios años que fui y he ido cumpliendo. Todavía hoy parece quedar algún rastro, un resto, de aquel joven-artista, y no puedo por menos de sonreírme cada vez que me veo descrito en algún lugar, ahora que tanto se habla de la «nueva narrativa», como «nuevo novelista» o «joven autor». No sé si dejarme crecer la barba, que me sale blanca. De otro modo es posible que pese a todo, pese a mis comienzos que parecían descartar ese riesgo, acabe teniendo un «Borges» y también un «yo». O bien que acabe logrando lo que no conseguí en mi juventud: que «entre los juncos y la baja tarde», mi nombre me resulte raro.