Apuntes para (re)conocer a Quino
¿El gran novelista de la clase media argentina? ¿Un Beatle del plumín? ¿El doctor Jekyll de Mafalda y el mister Hyde de las páginas enteras? ¿Cuántos Quinos hay? ¿Y a cuántos conoció Rodrigo Fresán desde su más temprana edad?
Por Rodrigo Fresán
Ilustración de Max Rompo. Crédito: Getty.
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Siempre me pusieron muy nervioso los necrófilos por escrito profesionales. Esos reflejos y automáticos compositores de réquiems de palabras más o menos a pedido al principio y, con el tiempo, ya adictos al asunto. Esos que suelen comenzar a entonar lo suyo, invariablemente, con el aria de un «Conocí a...».
Así, el muerto de turno sería esos puntos suspensivos equivalentes a la línea punteada donde insertar un nombre más o menos intercambiable; porque la constante allí es la constancia del evocador/sintetizador a la hora de reafirmar su privilegio del haber conocido a todos a lo largo de tiempo variable, yendo de la proximidad a los cinco minutos. Así la difuminada desaparición del por lo general mucho más célebre y meritorio que su rapsoda de turno. Condición que solo puede ser certificada como tal recién después del veredicto del forense sobreviviente, del testigo privilegiado, de quien pasaba por allí, de quien, sí, «conoció». Así, por cada Sherlock Holmes hay miles de John H. Watsons, quienes, por lo general, no escriben tan bien ni con tanta autoridad y conocimiento de causa como John H. Watson. Así, de igual modo que la historia la escriben los vencedores, la redacción de la muerte (La Muerte) pareciera ser patrimonio de los vivos siempre listos. Así, los muertos acaban siendo los perdedores de la ecuación a quienes se les niega hasta el postrer y póstumo derecho de un «No, no sucedió de ese modo... No hice aquello... No pensé esto... No me reconozco en todo eso que dice aquel quien dice haberme conocido... ¡Socorro!».
Todo lo anterior como introductoria disculpa para explicar por qué —cuando me pidieron que «despidiese» a Quino porque «lo conociste mucho»— retrocedí en línea recta y no de puntos y me negase en redondo y en principio.
Es verdad que yo conocí a Quino.
Pero Quino me conoció más a mí que yo a él.
Es decir: yo conozco a Quino desde que nací.
Lo que incluye esos primeros y larguísimos años de no consciencia, de amnesia, de no saber quién era Quino por más que lo tuviese al lado seguido. Pero Quino —en cambio, no es lo mismo— me conoció a mí desde mi nacimiento, en 1963. Cuando Quino ya era plenamente consciente de ser Quino y de que era muy pero muy conocido para todos aquellos que nunca lo conocieron y querrían haberlo conocido. Sin que eso les privara, claro, del placer de conocerlo de memoria, desde el primero hasta el último cuadrito/globito, mucho mejor y de tanto más cerca y con más cercanía que tantos de los que hace unos meses escribieron ese entre luctuoso y soberbio «Conocí a Quino...».
Si Quino hubiera vivido y dibujado durante el Renacimiento, hoy nadie insistiría en la vulgar pregunta esa de a qué se debe la misteriosa sonrisa de la Gioconda.
De ahí, entonces (y esa fue la condición que puse y que me impuse para, finalmente y en principio, aceptar el encargo de la escritura de estas líneas no de puntos sino de letras), que lo que se ofrece aquí es una «vitalógica» en lugar de una necrológica. Un largo hola en lugar de un breve adiós. Un reconocimiento de inmortalidad más que un conocimiento de la mortalidad. Advertencia para incautos atraídos aquí por el denso perfume de salas de funerales o flotantes pompas fúnebres: todo esto está escrito voluntaria y voluntariosamente, ignorando por completo la muerte de la vida de Quino y, en cambio, celebrando la eternidad de su obra para todos (en lo personal, inevitablemente repitiendo cosas que ya he dicho y en las cuales sigo creyendo) y, también, de mi afecto por él hasta que llegue mi último aliento y —espero que así no sea— alguien levante la mano y pase al frente para anunciar a los allí reunidos que más o menos o poco o nada me conoció.
Aquí habrá reconocimiento, sí, pero en su doble acepción de homenaje y de identificación y —last but not least— de agradecimiento.
El año de mi nacimiento fue, también, el año en el que nació Mafalda. La idea primera y el propósito original del personaje y su familia —se contó tantas veces; su génesis es, sí, muy conocida— era la de funcionar como publicidad apenas encubierta para electrodomésticos marca Mansfield de la empresa Siam Di Tella. La idea —propuesta por el también dibujante y todoterreno Miguel Brascó— era que tuviese algo de Peanuts y algo de Blondie y un poco de Little Lulu: niños y matrimonio, familia tipo, clase media, soñando con la llegada de un nuevo pariente a querer y enchufar en sala o cocina. La propuesta —afortunadamente— no es aceptada. Y todo derivó en la creación de la pequeña y más eléctrica doméstica pero no domesticada de la historia de la historieta. Quino la bautiza como Mafalda porque le parece «un nombre alegre» y Mafalda comienza su andadura —sumando personajes y creciendo año tras año— por las páginas de Leoplán, Primera Plana y Siete Días. Mafalda y sus amigos eran, allí, la puerta trasera de revistas literario-satírico-político-cultural-fashion para abrir y salir a jugar a la misma intratable realidad que allí se trataba pero comentada no desde el ángulo de quienes la hacían, sino del de quienes eran y serían deshechos por ella. Ahí estaban los padres ya atormentados y los hijos tormentosos. Todos funcionando con una potencia arquetípica y paradigmática que nada tiene que envidiarle a las más ancestrales y nobles mitologías. A su manera, cada uno de los personajes de Mafalda tiene algo de divino: cada uno ostenta diferentes poderes y talentos; cada uno intuye ya que representa algo/a alguien mejor que ningún otro (inevitablemente yo era Felipe y quizá mi primer amor haya sido esa chica de ojos de gato a la que el pobre rondaba sin jamás acercarse); cada uno intuye que será el más o menos favorito de cada uno que los mira y los lee y los oye y los revisita una y otra vez con la misma entrega que se dedica al estudio de textos sacros. En este sentido, hay un Evangelio según Mafalda & Co. que es, también, uno de los tratados definitivos y definitorios de lo que puede ser entendido (algo parecido pasa con otro cómic argentino, aunque de muy diferente carácter: El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López) como la Gran Novela Argentina de la Clase Media que, hasta ahora, nunca termina de escribirse.
Entonces, en 1966, aparece el primer volumen editado por Jorge Álvarez (que se agota en dos días). Y ese mismo año se publica el primero de los diez volúmenes en formato apaisado en la editorial De La Flor, que se convertirán en best-long-forever-sellers y seña de identidad y reconocimiento para mi generación (y para todas las siguientes) a la vez que el rito de paso de empezar a sentir esa especie de orgullo de entender chistes de adultos con chicos. No resulta exagerado hablar de una casi beatlesca mafaldamanía (y tampoco es casual que The Beatles tengan su sitio importante en las tiras de Quino; y más detalles más adelante sobre un posible nexo entre John y Paul y George y Ringo y Quino). El 25 de junio de 1973 se publica la última tira de Mafalda (quien retornaría de tanto en tanto en campañas para la UNICEF y diversas organizaciones humanitarias y educativas como la Cruz Roja sin por eso privarse de, en 1988, reaparecer para dar las gracias al presidente argentino Raúl Alfonsín y, en 2009, gruñir su condena al primer ministro italiano Silvio Berlusconi desde las páginas de La Repubblica) coincidiendo o no con el regreso a su país de Juan Domingo Perón, la «masacre de Ezeiza» y todo lo que vino para quedarse después. Alguien apuntó que el silencio de Mafalda fue, en verdad, atronador y más que elocuente.
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Quino negó todo simbolismo y —yo le creo— se limitó a decir que estaba «cansado» de la nena y de su pandilla tan localista (aunque probasen ser universales y acabar superando/hablando de toda limitación impuesta por frontera o idioma) y que prefería volver a ser aquello para lo que había nacido: un humorista sin fronteras ni límites. Un dibujante de chistes gráficos, con pocas o sin palabras y —lo más importante de todo, lo definitivo y definitorio— con personas y no con personajes.
Porque Quino no parte de o empieza con Mafalda, aunque para muchos arribe allí como si ese hubiese sido su indiscutible destino. (Apunte al margen: prueba incuestionable de un clásico, el «Paren el mundo que me quiero bajar» que se le atribuye a Mafalda nunca fue dicho por ella, al igual que el «Elemental, mi querido Watson» del ya mencionado Sherlock o lo del «Entonces que coman pastel» de María Antonieta o el «Tócala de nuevo, Sam» de Rick en Casablanca o aquello de «A veces un cigarro es solamente un cigarro» de Freud). De hecho, en cierto sentido, Mafalda no interrumpe, pero sí distrae/relega un poco al Quino humorista que volvió a ser una vez neutralizada aquella a quien —en una entrevista televisiva— definió con esa voz suave pero afilada y tan suya como a «un mueblecito que me salió muy bien y que le gustó a todo el mundo». Mueblecito que, pienso yo, en uno de sus «cajoncitos» escondía un cierto desconcierto parecido al de un científico muy cuerdo enfrentado desde pósters y agendas y cuadernos y almohadones y calcomanías y camisetas a su vampírica criatura de Mafaldanstein. Algo/alguien que —como acusó Quino en un raro momento de ferocidad pública— «me arruinó un poco como dibujante», porque lo obligó durante años a un estilo férreo y apenas evolucionante o madurador. O tal vez no haya sido un pequeño mueble, sino su eternizante retrato de Mafalda Gray (aunque una de las particularidades de Quino es que —como otro gran elegante, Fred Astaire— nunca envejeció, siempre fue así, siempre fue Quino). ¿Y será el Quino Mafalda el equivalente del amable doctor Jekyll y el Qui/No-Mafalda el más desbocado mister Hyde? En cualquier caso, de ahí y por eso esa sonrisa entre comprensiva y resignada de Quino cuando le pedían que profetizase fecha exacta para una Segunda Venida de su pequeña mesías. Cosa que yo nunca entendí del todo y que siempre me sorprendió un poco. Ante toda esa gente lamentando la desaparición de Mafalda (y Quino alguna vez apuntó que, de seguir creciendo, Mafalda seguramente hubiese sido una «desaparecida» por la Dictadura militar), yo siempre prefiero alegrarme por la permanencia de Mafalda: me parece lícito, lógico y necesario que Mafalda se haya dejado de hacer para poder gozar de la inmortal y, sí, evangélica siempre buena nueva —como todo clásico— de Mafalda.
Una tira de Mafalda.
Y si bien perdí la cuenta de las veces que leí y releí Mafalda (recuerdo la salida del primer volumen totalizador, 10 años con Mafalda, casi como un acontecimiento histórico para mí y mis amigos —acaso la primera vez que se concentraba toda junta parte importante de nuestra vida— y que, aunque hacía más portátiles los diez libritos apaisados, no los neutralizaba, sino que los volvía aún más poderosos), mi percepción original del talento absoluto de Quino está en otra parte, apuntalada en la revisión constante durante mi infancia del rojo ¡A mí no me grite! (1972) y del amarillo Yo que usted... (de 1973 y con esa genialidad de comenzar su primer chiste ya en la portada). En esos libros —ambos con empequeñecidos y sufridos Homo Quino bajo sus títulos— reside mi cartografía personal del Mondo Quino (y, sí, había un libro anterior atando chistes sueltos titulado Mundo Quino, cuyo debut de 1963 es anterior a «la nena»). Porque Mafalda es toda de todos. En cambio —en los otros chistes de Quino—, uno elige lo suyo y nada más que suyo. Allí, Quino es más personal y nos vuelve más personales. ¿Dónde estarán esos dos libros míos? ¿En cuál estación de las múltiples mudanzas de mis nómadas primeros años decidieron bajarse y ya no seguirme?
Me niego a buscarlos y a encontrarlos en alguna librería para la escritura de este texto y opto, en cambio, por ese casi monolito a la 2001: Odisea del espacio que es el antológico y con vocación de definitivo (aunque fue seguido por unos cuantos más, incluido el Toda Mafalda) con el título soberbiamente humilde o humildemente soberbio de Esto no es todo (2002).
Lo ojeo y lo hojeo de pie, en mi librería amiga, con mis manos apestando a gel hidroalcohólico, sonriendo y riendo detrás de mi mascarilla, empañando los cristales de mis gafas y pensando en lo que se le podría haber ocurrido a Quino para reírse y hacernos reír a propósito del despropósito de estos días.
Y, sí, en Esto no es todo —hábilmente compaginado no por épocas, sino por temáticas— reaparecen para mí varias de mis páginas favoritas de ¡A mí no me grite! y de Yo que usted...
Y siendo Esto no es todo un greatest hits, se me permitirá aquí reeditar, también, con algún añadido y/o corrección, pero sin cambiar de opinión, porque es difícil que uno cambie de opinión en lo que hace al aprecio/admiración por Quino (Quino ha sido de los valores más estables y seguros y nunca devaluados y dignos de inversión que jamás ha dado la Argentina). Algo que escribí en su momento para conmemorar algo de Quino. Y donde —como ya avisé— se canta a la naturaleza de un milagro tan atemporal como inasible. Algo que, muy de vez en cuando, puede tener lugar, tanto en Liverpool como en Mendoza, para citarse —y aquí me cito—: «Here, There and Everywhere». Un milagro que no cesa y que, aun así, cuesta acorralar y definir.
Y es que siempre sucede lo mismo con los fenómenos indiscutiblemente universales. Lo que ocurre, puntualmente, cuando se intenta, sin conseguirlo, hacer precisiones sobre un enorme grande: empequeñecidos ante su presencia, uno se tropieza y se cae —uno se deja ir, feliz, confiado, sin miedo, sonriendo— en la imposibilidad de una definición funcional y certera. Porque para mí uno de los rasgos definitorios de lo verdaderamente importante es que, cuando se intenta arrinconar al sujeto en cuestión para su diagnóstico, este se escapa entre las letras y los trazos y, finalmente, se resiste al poder de toda síntesis.
Fax de Gabriel García Márquez a la editorial Lumen dedicado a Quino.
Es decir: a Quino no hay que explicarlo. A Quino hay que disfrutarlo. Hay que saber gozar de lo que hace Quino sin preocuparse demasiado por saber cuál es el tipo de goce con que Quino nos hace gozar de Quino.
E insisto: algo parecido ocurre con The Beatles, ahora que lo pienso y repienso (y lo reescribo aquí con las ediciones cincuentenarias de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y The Beatles y Abbey Road como música de fondo). Y, por una vez, las comparaciones no son odiosas: son adorables y pertinentes. Aunque estoy convencido de que a Quino le causaría cierta tímida incomodidad leer esto. De nuevo, lo siento: la culpa es suya porque él se lo buscó y, por el camino —todos juntos, ahora y siempre—, él nos encontró a todos nosotros.
Y ahora que lo vuelvo a pensar, la idea de compaginar a Quino con The Beatles es no solo teórica, sino, además, práctica. Uno y otros gozan de la rara y preciosa atemporalidad de los clásicos. De acuerdo: puede datarse la sencillez de las primeras canciones o las vacilaciones del dibujo primerizo; pero lo importante es que siguen sonando igual de efectivas y siguen produciendo la misma sonrisa del primer día. Y es que, por lo general, tanto la música pop como el humor gráfico son animales que envejecen rápido. No ocurre esto con Quino (ni con The Beatles) porque hay en su humor algo de eterna eficacia. Si Quino hubiera vivido y dibujado durante el Renacimiento, hoy nadie insistiría en la vulgar pregunta esa de a qué se debe la misteriosa sonrisa de la Gioconda.
Quino permanece. Quino no se gasta ni viene con fecha de vencimiento. Sus páginas pueden ser contempladas una y otra vez no para encontrar algo nuevo, sino —mucho más difícil— para encontrar lo mismo que antes pero como si fuese una eterna primera vez. Sí: los chistes de Quino aguantan la repetición y el reencuentro. Sus gags mudos o parlantes no pasan de moda, su mirada no ha perdido con el correr de los años esa inocencia cruel y esa agria dulzura que es lo que distingue a los grandes humoristas. Ahí están y siguen estando —con esa línea tan limpia como virulenta— sus ancianos inmortales, sus mayordomos rebeldes, sus chefs flambeados, sus bodas tristes y sus alegres funerales, sus esposas reales y sus fantasías sexuales, sus abandonados y sus invadidos, sus pasajeros sedentarios, sus suicidas descartados, sus poco magníficos magnates, sus náufragos aislados y sus oficinistas con el agua a cuello, sus vitales suicidas, sus militares vencidos hasta en la victoria, sus grandes cuadros en paredes inmensas, sus pequeños filósofos de living, sus científicos fuera de la ley, sus cirujanos sin anestesia, sus vitales suicidas, sus despectivos mozos y camareros, sus religiosos pecadores, sus campesinos filosóficos y sus ciudadanos estoicos, sus músicos desafinados sin partitura, sus calles sin retorno y sus autopistas rotas, sus niños adultos y adulterados, sus ángeles pecadores, sus miserables ricos y sus pobres generosos, sus Adanes y sus Evas como primeros exiliados de un Paraíso que se recupera solo a la hora de la risa, sus parcas y, finalmente, su Dios carcajeándose de nosotros, que siempre seremos —a su imagen y semejanza— su mejor e insuperable chiste, por lo general pesado y apesadumbrado.
Prueba incuestionable de un clásico: el «Paren el mundo que me quiero bajar» que se le atribuye a Mafalda nunca fue dicho por ella, al igual que el «Elemental, mi querido Watson» de Sherlock Holmes o lo del «Entonces que coman pastel» de María Antonieta o el «Tócala de nuevo, Sam» de Rick en Casablanca o aquello de «A veces un cigarro es solamente un cigarro» de Freud.
De nuevo: si la saga de Mafalda es una indiscutible gran novela sobre la clase media que la literatura argentina no se ha atrevido —o nunca podrá— escribir (novela muy realista: la documentación para las calles de Mafalda, para los departamentos, para ese Citroën 2CV, para la escuela, para las maestras, son todas muy reales; Quino no tuvo hijos, pero parecía saber todo acerca de mi niñez), entonces también hay que aceptar que entre las planchas a toda página de Quino están varios de los mejores cuentos jamás narrados por un argentino, o, mejor dicho, por un argenquino.
Y un detalle tan interesante como perturbador: a medida que Quino empieza a perder la vista, paradójicamente, su dibujo se vuelve más detallista, elaborado, complejo. «¿Habrá sido esto su modo de manifestar su dylanthomasiana "furia contra la muerte de la luz"?», me pregunto. Me gustaría habérselo preguntado...
Y —a la altura de vértigo de las páginas 428 y 429 de Esto no es todo— Quino y Quino parecen hacer las paces definitivas con sus dos facetas. Allí, una «policía humorística» irrumpe en el estudio del dibujante, le acusa de no tener ninguna gracia, le reprocha su insistencia en temas deprimentes («Veamos: la muerte, la vejez, la injusticia social, el autoritarismo... ¿Estos son temas humorísticos, según usted?», interroga la autoridad autoritaria), Quino intenta salvarse presentando como último recurso salvador una tira clásica de Mafalda (la del «¡Puf!» y el «¡Puaj!»); pero no sirve de nada y Quino es esposado y va preso de su propio sentido del humor.
Ahí, por fin, Quino acaba siendo un chiste de Quino.
Uno de esos chistes de Quino tan pegadizo como «Can’t Buy Me Love» o «All You Need Is Love», como «All Together Now» o «Come Together», como «A Hard Day’s Night» o «A Day in the Life» de The Beatles. Un chiste que parece haber estado allí desde el primer «Yesterday» y que nada hace pensar que no se vaya a quedar hasta el último «Tomorrow Never Knows». Y —ahora que lo pienso— Quino, como The Beatles, intenta separarse de sí mismo cuando «deja de ser» y de hacer Mafalda; pero, como los Fab Four, no lo logra del todo y para nada lo consigue, aunque pasen las décadas.
Y, otra vez, a muchos se les antojará extremadamente caprichoso esto de compaginar las figuras de cinco provincianos planetarios —uno nacido en Mendoza y cuatro, en Liverpool—, pero para mí es inevitable. John, Paul, George, Ringo y Quino son parte indeleble de mi infancia sesentera —de la información o deformación que me acerca cada vez más a mis sesentas— y de tantas otras infancias; y fin de esta cita para ir hacia otro encuentro, otro conocimiento, otro reconocimiento.
La parte del Yo-Conocí-a-Quino, sí.
Una tira de Mafalda.
Las últimas cuatro veces que vi a Quino fueron todas grandes ocasiones.
La primera de ellas vi a Quino ver un Quino. Los vi verse en una exposición sobre Picasso y la caricatura: esa plancha en el que una de esas indómitas sirvientas de Quino limpia una habitación y, de paso, «ordena» el Guernica colgado en una de las paredes. Quino lo vio y Quino se sonrió viéndolo y yo me sonreí viendo sonreír a Quino ante un Quino.
La segunda fue en abril de 2014, cuando se me invitó a formar parte del homenaje que se le hizo en la Feria del Libro de Buenos Aires. Me acuerdo de que antes de salir para el acto, me encontré con Alan Pauls, quien me dijo: «Ah, Quino y María Elena Walsh... Nuestros padres que nunca se divorciaron», y entonces yo me reí mucho ante su certera ocurrencia/definición. Y, en el taxi rumbo a la Feria, me quedé pensando en que sí, Quino y Alicia (Alicia figura y genio fundamental para el desarrollo del genio y figura de Quino; Alicia jugándola de bad cop complementario en completa y complementaria sincronía con el good cop Quino) fueron en mi infancia una especie de pilar matrimonial rodeado por innumerables holocaustos divorcistas de casi todas sus parejas de amigos (la des/compuesta por mis padres en especial).
La tercera vez tuvo tiempo y lugar en Oviedo, a lo largo de tres días, cuando le entregaron a Quino el Premio Príncipe de Asturias y se me pidió que fuese parte interrogante de una entrevista en público. Allí, de nuevo —como cuando firmaba libros en Sant_Jordi— la amorosa histeria de sus fans, que eran mucho más que eso: pocas veces estuve cerca de alguien tan querido como el muy querible Quino (por allí andaba también otro amigo/premiado, John Banville, quien no podía dejar de maravillarse y aterrorizarse al mismo tiempo por el voltaje emocional que Quino parecía generar a su alrededor, y me preguntó qué había hecho y si había salvado a la humanidad, y yo le respondí: «Think The Beatles, John... Think THE BEATLE». «Aaah... I see», me dijo Banville).
La última vez que vi a Quino, en 2017, fue en su piso de Buenos Aires. Fui a visitarlo junto al también humorista gráfico y amigo Rep. Allí estuvimos varias horas. Tomando vino y yendo y viniendo a lo largo y ancho de varias historias e historietas. Recuerdo algunas que Quino me contó entonces (y que eran entre desopilantes e inquietantes). Recuerdo que —aunque ya casi no viese— le pedí a Quino que siguiese usando anteojos, no por él, sino por todos nosotros, que, sin ellos, lo veíamos como incompleto en su dibujo, como muy lavado: más apellido de civil que nombre artístico. Recuerdo también —y fue un momento algo incómodo— que yo le pregunté a Quino si se le seguían ocurriendo ideas/chistes para dibujar y me contestó que «Todo el tiempo... Pero intento prohibírmelo». A lo que yo le pregunté si —como suele hacerse— no le tentaba la idea de reclutar a una cuadrilla de jóvenes dibujantes que imitasen su estilo a la perfección y que él les contase los chistes y ellos los llevaran al papel y firmaran como «Quino, Inc» o, mejor, «Quino Ink.», y así poder seguir, de alguna manera, haciendo lo suyo. Entonces, como respuesta, Quino me preguntó a mí con un amable pero cambiante-de-tema «¿Te parece?» que en realidad —como en uno de sus más desamparados chistes— quería decir «Me temo que no entendés nada, Rodrigo» o, aún peor, «¿Por qué no te callás un poquito, eh?» o, tal vez, «Yo que vos..» y «A mí no me hables». Después, claro, seguimos riéndonos.
Y antes de eso, todas las otras veces con Quino. En cámara rápida y marcha atrás, hasta llegar a las muchas primeras veces en ese Buenos Aires de los sesenta/setenta que es el Buenos Aires que yo más recuerdo —ahora, a mis cincuenta y siete años— cuando me pongo a recordar Buenos Aires. Quino en su casa y Quino en casa de mis padres (Quino que acabará «dejándose de ver» con ellos, pero que seguirá viéndome a mí por aquí y por allá). Quino dibujando y yo —quien disfrutaba mucho dibujando— apenas alcanzando los bordes de su tablero para ver lo que Quino ahí dibujaba. Yo —que de niño no jugaba al fútbol ni tenía habilidad alguna salvo a la hora de la «composición tema libre»—, de pronto convirtiéndome en alguien muy popular y casi con superpoderes en mi escuela primaria porque, de algún modo inexplicable para mis amigos, yo podía predecir con exactitud qué iba a suceder próximamente en/con Mafalda. Yo —cuando me preguntaban «cómo hacía para hacerlo»— contestando que Quino era algo así como mi padrino. Y yo, claro, también soportando las burlas y los empujones y gritos por «¡Mentiroso!». Yo contándoselo a Quino y Quino dibujando y firmando —en la primera página de Yo que usted...— una especie de pergamino/documento oficial donde aparecíamos él y yo dibujados y dando constancia por escrito (incluyendo su huella digital y número de su DNI) de nuestra relación. Y mis compañeros primero contemplando eso admirados, pero enseguida uno diciendo: «El dibujo puede imitarse y cualquiera puede copiar la firma de Quino» (y no en lo primero, pero sí tenía razón en lo segundo: todos usábamos la firma de Quino para «soltar la mano» y así falsificar las más complicadas firmas de nuestros padres en los boletines de calificaciones). Así, la siguiente vez que vi a Quino le comenté, apesadumbrado, lo sucedido y Quino se rio mucho con esa risa de Quino.
Días después, una perfectamente dibujada y llena de gracia tarde de otoño, a la salida del colegio —sin haberme avisado de que estaría allí—, Quino me esperaba en la puerta para explicar/probar incuestionablemente y sin dejar dudas y de una buena vez por todas su relación conmigo a mis compañeros.
Entonces, Quino los reunió a todos en un rincón de la calle y les contó que me conocía desde que nací.
Y ahí y entonces (Quino repartió rápido algunas Mafaldas apresuradas en cuadernos tapa dura marca Rivadavia y luego se fue caminando a toda velocidad pero con esos pasitos cortos tan suyos de regreso a alguno de los muchos chistes que tenía por delante) todos los que allí me conocían no pudieron sino reconocerme que yo lo conocía.
Y, reconociéndolo, ellos también conocieron a Quino.