«Miramar», de Gloria Peirano: escribir en el jardín de Derek Jarman
Todo mapa es una representación del mundo que refleja la visión de quien lo dibuja, y el Mapa de las Lenguas no tiene fronteras ni capitales: once libros, un año y un territorio común para la literatura de veintiún países que comparten un idioma con tantas voces y lenguas como hablantes. Invitados por LENGUA, los autores de la edición de 2023 exponen su geografía literaria y explican cómo ésta encaja en esta colección panhispánica global que presenta la mejor literatura en español. Aquí, Gloria Peirano escribe sobre «Miramar».
Por Gloria Peirano
Gloria Peirano. Crédito: Alejandra López.
1.
Estuve, hace un tiempo, tratando de que germinaran carozos de palta. Seguí un tutorial de YouTube que indicaba cómo hacerlo. Puse el hueso de la palta, atravesado por tres escarbadientes, en forma de trípode, encima de un frasco con agua. El agua debía llegar hasta la mitad del hueso, había que cambiarla cada dos días. Una mañana, el hueso apareció quebrado, lo cruzaba por el medio una línea fina, una cicatriz. Se suponía que estaba funcionando. El lamido del agua alcanzaba un extremo de la cicatriz. En el pasado de ese frasco, se aventuraban líneas emocionales y varias ramificaciones: una, central, era mi palto de la calle Aguirre, el que estaba en la casa que ahora forma parte del barrio devenido outlet en Villa Crespo. Fue un palto que amé, del que me alimenté, que transformó mi alimentación y la de mis hijas. Eran paltas enormes que recogíamos, subidos a una escalera, con un palo largo que llevaba atado en la punta un cuchillo tramontina y una bolsa de nailon. La casa fue demolida en 2008, sacaron el árbol. Una ramificación de esta emoción se activaba cuando pasaba por la casa de Aguirre, que alberga, hasta ahora, sucesivas tiendas de ropa. Conservaron la pinotea, así que, al principio, cuando los pies me llevaban solos desde Chacarita, donde vivo ahora, hasta Villa Crespo, para ver qué había quedado después de la demolición, varias veces me encontré casi en cuclillas mirando un tablón del piso que creía reconocer. En lo que fue el patio, donde estaba el palto, estaban los probadores. Nunca entré, nunca compré nada en las tiendas. Pasé, sí, la mano por las prendas en los percheros, un barrido de dedos ligeramente vengativo que culminaba en una tristeza de palto bajo la lluvia. Era el único árbol en un cantero sobre la tierra: los días de lluvia se volvía aún más protagónico. Otra vertiente de la emoción asociada al frasco fue Derek Yarman. Existió un pasadizo misterioso aunque reconocible entre mi decisión de obtener un árbol de palta y su célebre jardín de Prospect Cottage. Derek Jarman compró esa casa de Dungeness, Kent, en 1986, cuando estaba en la cima de su potencia creativa. Allí fue donde filmó The garden y escribió el maravilloso libro Naturaleza moderna. Y allí fue donde creó su imposible jardín sobre una playa de guijarros, después de recibir su diagnóstico de HIV y, más tarde, la sentencia de una enfermedad relacionada con el SIDA. Cerca de la casa, había una planta nuclear. Apenas cerré Naturaleza moderna, busqué cómo germinar un hueso de palta. Creo que necesité rendir un homenaje privado a ese hombre solo que consiguió cultivar un jardín en las condiciones más adversas, que involucraban vientos cargados de sal y suelos calcáreos.
Necesité otra vez mi árbol.
2.
Escribí Miramar en la casa del palto. Partí, creo, de un núcleo autobiográfico capaz de irradiar su fuerza durante demasiados años: mi padre, antes de morir, pidió el teléfono e hizo una última, secreta llamada. Sé poco sobre él, los relatos familiares no lo favorecieron jamás, de modo que alrededor de su figura se acumuló una imaginación frondosa, desproporcionada, cuya raíz se toca con la raíz de la escritura. Escribí Miramar en la casa del palto, pero llevaba muchos años escribiendo el modo en que persiste aquello que ya no está. ¿Cómo lo hago? ¿Cómo lo hice cuando se trató de Miramar? Oración por oración. Esa es la medida y el ritmo, esa la única respuesta más o menos verdadera que puedo encontrar. Una oración, luego otra. A pesar de que llevo conmigo la estructura general de la trama, sinceramente no sé lo que viene después de un segmento (palabra, construcción o frase) hasta que está escrito. Es decir, tuve, para Miramar, como para La ruta de los hospitales, y como para la novela que estoy escribiendo ahora, un plan estructural. Eso significa para mí andar con la novela a cuestas día y noche. Luego, la nada misma. Sé hacia dónde voy, no sé cómo. Lo sé escribiendo. Escribo para escribir. Y eso es todo. Una vez terminada la novela, no logro ver la totalidad. Sigo viendo oraciones, una detrás de otra. Podría seguir corrigiéndolas, visitándolas. Armo visitas con una podadora en la mano. Resto, corto, arreglo, paso a la siguiente oración. Los dedos son ligeramente malévolos y las ramificaciones emocionales son infinitas, descontroladas, pero el lenguaje las contiene. Entonces, aquello que crece en un terreno incómodo, que parece no destinado a la escritura, una zona inhóspita incluso, a veces, llega a ser una novela. Me lleva años. Cuatro, en el caso de Miramar. Levantaba la cabeza, caminaba hacia un balconcito que daba al patio, tenía dos hijas pequeñas, miraba mi árbol. Temía las tormentas, porque cuando las paltas estaban maduras y nos retrasábamos en la cosecha, el viento intenso las arrancaba y las proyectaba contra los vidrios de la galería. Dos o tres veces, uno de los vidrios estalló. Pero si no era la época en el que árbol daba sus frutos o si la lluvia era suave, lo último que miraba antes de volver a Miramar era ese patio. ¿Qué miramos mientras escribimos? ¿Qué territorio interno hace vínculo con lo exterior? Desde su jardín, ¿Derek Jarman miraba la planta nuclear, a la distancia, en el erial que rodeaba la casa, mientras cultivaba clavelinas, santolinas y amapolas? Levantaba conjuntos de esculturas de pequeñas piedras, usaba madera traída por las olas. Una gramática árida, exigente.
Furia y amor
La mirada que volvía del patio, cuando escribí Miramar, no tenía un cuarto propio. Criaba a mis hijas, trabajaba ocho horas diarias. La escritura era el jardín de Jarman, pero era también una sombra lateral, lejana, como la planta nuclear de Dungeness, como mi propio padre, como el mar de la infancia. Un padre que configura la amenaza de una planta nuclear en el relato materno es, indeciblemente, un padre inolvidable. Esa condición de lo indecible en lo autobiográfico fue, creo, lo que me llevó a escribir Miramar. Nunca lo lloré, nunca sentí dolor. La imagen quedó congelada. ¿Escuché su voz mientras hacía ese llamado antes de morir? ¿Esa voz real, de un hombre de cuarenta y tres años con cáncer de pulmón, es el hilo invisible que está detrás de cada oración de Miramar? Mi padre era un roto, un difícil, no quería una familia, nunca se adaptó al medio social de matrimonios bien constituidos que lo rodeaban. Me amaba con locura. Cuando escribí Miramar, todavía lo ceñía un aura de romantización, un sesgo heroico. Ya no.
3.
Los veranos de mi infancia y adolescencia transcurrieron en Villa Gesell. Mi madre había comprado un departamento en un edificio que estaba sobre lo que hoy es la Avenida Costanera, entre 121 y 123. En esos años, los médanos llegaban hasta la entrada posterior del edificio. Los pies sobre el granito verde de las escaleras, tres pisos, descalza, como un aeroplano. La puerta de doble hoja, hacia la playa. Febrero, ese era el mes: completo. Éramos una constelación de niños y de adolescentes. Les hacíamos tajos, cicatrices, a las zanahorias, sobre las mesadas de cocinas cuyas amas reposaban bajo sombrillas, al sol, y les poníamos vinagre. A las zanahorias. Las comíamos en la playa, a mordiscones, en 1986, mientras Derek Jarman construía, a miles de kilómetros, su jardín imposible. Ya estaba escribiendo Miramar en el futuro. Había un camino de tablas blancas desde la entrada posterior del edificio, que subía, serpenteante, por los médanos atlánticos. No sé cuántas veces me paré a las dos de la tarde, con un libro colgando de la mano, justo antes de la soledad más espléndida que conocí en toda mi vida, leyendo, en la playa semivacía, bajo el sol abrasador, sin amigos, sin madres, sin, desde ya, mi padre; no sé cuántas veces preparé mis pies para que saltaran de madera en madera, rozaran la arena quemante, y dispuse mis ojos para que con lentitud cinematográfica, de oración en oración, barrieran, desde el pasado, el palto, el balconcito de Aguirre, el frasco, y, entonces, mis ojos, ya otros, se levantaran hacia el último médano, lo que había detrás.
Mapa de las Lenguas es una colección panhispánica global que presenta la mejor literatura de veintiún países que comparten el idioma. Pero es, sobre todo, un itinerario de viaje por once de los libros que el año pasado tuvieron mayor trascendencia en su país de origen y que, a lo largo de 2023, recorrerán el resto del ámbito del español.
Adentrarse en la obra de estas once voces es transitar un territorio físico, tangible, pero también un espacio moral, intelectual, anímico, político y sociocultural. La lectura de un autor contemporáneo de cualquier país de habla hispana es una ventana a una forma de expresarse y escribir en español, pero también un modo de tomarle la temperatura a las preocupaciones y los anhelos de cada uno de esos lugares.