El hombre que se enamoró del napalm
Cincuenta años pasaron desde que la foto de una niña vietnamita huyendo desnuda de aviones cargados con napalm dio la vuelta al mundo, pero Vietnam no fue el comienzo de aquella forma de hacer la guerra. Publicamos a continuación un adelanto de «El clan de los bombarderos» (Taurus), en el que Malcolm Gladwell regresa al origen y reconstruye las increíbles historias paralelas de los científicos pirómanos de Harvard que inventaron el napalm, del grupo de pilotos renegados que desde una base en Alabama forjaron la idea —entonces descabellada— de librar guerras y arrasar con ciudades desde el aire, y del impasible general estadounidense Curtis LeMay, que unió ambas invenciones en el ataque más salvaje de la Segunda Guerra Mundial una noche de marzo de 1945: la noche más larga de la guerra.
Por Malcolm Gladwell
El general Curtis Lemay en su oficina en las Isla Marianas, en el Pacífico. Crédito: Getty Images.
1
Un encuentro secreto en Cambridge, Massachusetts, al principio de la guerra. El presidente del MIT estaba allí, junto a, entre otros, un premio Nobel, el presidente de la Standard Oil Development Company y dos profesores: Louis Fieser, de Harvard, y Hoyt Hottel, del MIT, un gigante en su campo que tiempo después se convertiría en presidente y líder espiritual del grupo.
El encuentro se celebró a instancias de lo que acabaría siendo el Comité de Investigación para la Defensa Nacional. El CIDN era el grupo del Gobierno encargado de desarrollar nuevas armas para el Ejército estadounidense. Su más famosa creación fue, obviamente, el Proyecto Manhattan, la multimillonaria operación para crear una bomba atómica en Los Álamos. Pero el esfuerzo bélico era de tal magnitud que el CIDN tenía muchos otros proyectos en marcha. Mantenía a una serie de estadounidenses, medio escondidos, trabajando en proyectos protegidos por la oscuridad. Emprendía misiones de las que nadie supo nunca nada. Desarrollaba unas ideas por un lado y las contrarias por el otro. Durante los años de la guerra, para servirme de un cliché, la mano derecha del Gobierno de Estados Unidos no sabía qué estaba haciendo la mano izquierda. Y uno de los sombríos proyectos de la mano izquierda era el subcomité de Hoyt Hottel.
Al contrario que los genios reunidos en Los Álamos, esos hombres no estaban especializados en física. Su trabajo no consistía en encontrar mejores sistemas para hacer volar cosas por los aires. Eran químicos. Especialistas en las consecuencias que entraña mezclar oxígeno, combustible y calor. Su cometido era hallar mejores sistemas para quemar cosas.
Buenos muchachos
El 28 de mayo de 1941, en un encuentro en Chicago, hicieron su primer adelanto importante. Hottel le comunicó a su comité que había ocurrido un extraño incidente en la fábrica de productos químicos DuPont de Delaware. Había allí un grupo que estaba trabajando con algo llamado «difenilacetileno». Es un hidrocarburo —un subproducto del petróleo— que, mezclado con pigmento, crea una pintura que se seca formando una dura y gruesa capa adhesiva. Pero esa película estallaba en llamas, lo que suponía un problema para una empresa de pintura como DuPont. Para los obsesos del fuego del comité químico de la CIDN, sin embargo, resultaba fascinante.
En la mesa de la reunión, uno de los hombres alzó la mano. «Le echaré un vistazo a eso». Se trataba de Louis Fieser, profesor de química de Harvard. En el laboratorio del sótano de Fieser comprobaron que la sustancia, poco a poco, pasaba del estado líquido a convertirse en un gel espeso. Revolvían el gel con palos. Le prendían fuego, y se fijaron en que —y a partir de aquí cito el libro de Fieser porque esta era la idea fundamental— «cuando un gel viscoso arde no se licúa, sino que mantiene su viscosidad, su pegajosa consistencia. El experimento nos dio la idea de una bomba que pudiese esparcir grandes pegotes de gel pegajoso ardiendo».
Lanzas la bomba y el gel se dispersa. No es solo que la bomba estalle. En todas direcciones vuelan grandes pegotes de gel, que se enganchan a cualquier superficie con la que topen y siguen ardiendo y ardiendo y ardiendo.
Construyeron una pequeña estructura de madera de 60 centímetros de alto en el laboratorio y compararon varias formulaciones de gel para ver cuál de ellas la hacía arder. El difenilacetileno era bueno, pero un gel de caucho y benceno era mejor. Y la gasolina funcionaba todavía mejor que el benceno. Probaron con láminas de caucho ahumado de color ámbar. Caucho crepé pálido. Látex de caucho. Caucho vulcanizado. Crearon un prototipo y se lo llevaron, metido en una maleta, en tren a Maryland. Cuando entregaron la maleta al mozo, este dijo: «Pesa lo suficiente para ser una bomba».
El siguiente intento fue con naftenato de aluminio, un alquitrán negro y pegajoso fabricado por una empresa química de las afueras de Elizabeth, New Jersey. El alquitrán no se mezclaba bien con la gasolina, pero solucionaron el problema añadiendo algo llamado palmitato de aluminio. Gasolina mezclada con naftenato de aluminio más palmitato de aluminio.
Napalm.
El alquitrán no se mezclaba bien con la gasolina, pero solucionaron el problema añadiendo algo llamado palmitato de aluminio. Gasolina mezclada con naftenato de aluminio más palmitato de aluminio. Napalm.
2
Nadie preguntó jamás para qué serviría el napalm. Se usaría contra Japón.
Pocos meses después de Pearl Harbor, dos investigadores estadounidenses publicaron un artículo en Harper’s Magazine. Cuando llegase el momento de tomar represalias contra Japón, afirmaban los autores, había una forma muy sencilla de hacerlo. Fuego. Tomaron Osaka como caso de estudio. Las calles de Osaka eran muy estrechas. En las calles estrechas el fuego podía saltar con facilidad de un lado al otro. Y la ciudad no tenía muchos parques que pudiesen ejercer de cortafuegos.
Además, al contrario que las ciudades occidentales, las ciudades japonesas no estaban construidas con ladrillos y cemento. Las columnas, las vigas y los suelos de las casas eran de madera. Los techos eran de papel grueso impregnado en aceite de pescado. Las paredes eran de madera o de fino estuco. En el interior había tatamis: esteras de paja. Las casas japonesas eran un polvorín.
Tal como indicaban los investigadores: «Tras muchos cálculos, hemos concluido que la cobertura combustible en la zona de 40 kilómetros cuadrados de la sección central de Osaka supone un 80 por ciento, frente al 15 por ciento en el caso de Londres».
Un 80 por ciento; eso era casi toda la ciudad.
Los autores del artículo eran oficiales militares o políticos de la Casa Blanca. La idea de que se podía destruir —quemándolo hasta los cimientos— el 80 por ciento de una ciudad enemiga era una herejía. Era muy sabido que William Sherman, el general que lideró el Ejército de la Unión en su último y devastador desplazamiento hacia el Sur tras la guerra de Secesión, quemó la ciudad de Atlanta. Pero no toda Atlanta. Las zonas industriales y de negocios. No a los civiles en sus casas. Tras el ataque a Pearl Harbor, esa idea herética empezó a no parecerlo tanto. ¿No podía decirse que mucha de la producción industrial japonesa se hacía en las viviendas particulares? ¿No era cierto que gran parte del esfuerzo bélico se realizaba tanto en los salones de las casas como en las fábricas? Empezó a tomar forma un proceso gradual de racionalización.
Tami Biddle, historiadora de la Escuela de Guerra del Ejército, lo explica de este modo:
En lo que respectaba a Japón, seguíamos diciéndonos: «Bueno, hay muchas fábricas en las ciudades», que era lo que los británicos se habían dicho cuando empezaron a llevar a cabo bombardeos de área. Si eres una persona con principios morales y quieres poder dormir por las noches y reconciliar lo que has hecho con tus principios, tienes que encontrar el lenguaje y los conceptos adecuados para poder decirte que lo que has hecho está bien… La decisión que se tomó en ese momento fue: «De acuerdo, vayamos en serio. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para acabar con ese país».
LeMay, a la izquierda, junto con otros militares delante de un bombardero B-15. Crédito: Getty Images.
3
Prácticamente todos los relatos que conforman la leyenda de Curtis LeMay hablan de su sangre fía, su brutalidad, su inalterable calma.
En Europa, LeMay había insistido en que los pilotos no realizasen maniobras evasivas y volasen directamente hacia sus objetivos. A todos sus pilotos les aterraba esa estrategia porque pensaban que el fuego antiaéreo los derribaría.
Uno de los pilotos de LeMay dijo que, cuando le confesó sus temores a LeMay, este replicó: «Ralph, probablemente vas a morir, así que lo mejor será que lo aceptes. Lo sobrellevarás mucho mejor». Ese es el LeMay que conocemos.
Pero ¿cómo habría justificado LeMay los bombardeos incendiarios que pretendía infligir a Japón? Pues habría dicho que formaba parte de la responsabilidad de un líder militar acortar la guerra todo lo posible. La duración de la guerra, y no sus técnicas, era lo que causaba el sufrimiento. Preocuparse por las vidas de los hombres —y el daño infligido al enemigo— significaba gestionar la guerra del modo más implacable, concluyente y devastador posible. Porque si, actuando de la forma más implacable, concluyente y devastadora, acortabas dos años de guerra en uno solo, ¿no conseguías acaso el resultado más deseable?
Satán tienta a Jesús ofreciéndole el dominio de las cosas que ve —la oportunidad de vencer al Imperio romano—, siempre y cuando acepte, como dijo un teólogo, «la tentación de hacer el mal para obtener el bien; justificar la legitimidad de los medios por la grandeza del resultado». LeMay pensó largo y tendido en la propuesta de Satán. Habría aceptado los medios ilegítimos si estos lo conducían a un bien más ventajoso.
Años después explicó: «La guerra es un medio, un asunto desagradable, y vas a matar a mucha gente. No hay modo de evitarlo. Creo que cualquier comandante con sentido de la moral intenta minimizar los efectos lo máximo posible y, para mí, el mejor modo de minimizar es hacer que la guerra acabe lo antes posible».
Esto fue lo que les dijo a sus hombres cuando les planteó la nueva misión: «Lo que voy a proponeros parece una locura, lo sé. Pero es nuestra única oportunidad de acabar con esta guerra. Si no, ¿qué opciones tenemos?».
En Alemania, los nazis estaban a punto de rendirse. En Estados Unidos, la gente se había pasado cuatro años sacrificándose para apoyar la guerra y estaba agotada. Curtis LeMay pensaba que no había tiempo que perder. Tenía que actuar.
Y así llegó la Operación Encuentro. La noche del 9 de marzo de 1945. El primer ataque a gran escala de Curtis LeMay sobre la ciudad de Tokio.
Los aviones empezaron a despegar, uno a uno, desde los aeródromos de Guam, Tinián y Saipán; más de trescientos B-29 en total, un escuadrón. Cargaban con todo el napalm posible. LeMay se quedó junto a la pista, contando los aviones.
Los bombarderos no empezarían a llegar a Tokio hasta primera hora de la mañana siguiente. Así que, para hacer balance, no quedaba otra que esperar. Por la tarde, LeMay fue a la sala de operaciones, se sentó en un banco y se fumó un puro.
Uno de los pilotos dijo que, cuando le confesó sus temores a LeMay, este replicó: «Ralph, probablemente vas a morir, así que lo mejor será que lo aceptes. Lo sobrellevarás mucho mejor». Ese es el LeMay que conocemos.
St. Clair McKelway, el oficial de la base al cargo de las relaciones públicas, lo encontró allí, solo, a las dos de la madrugada. LeMay había enviado a todo el mundo a dormir.
McKelway escribiría tiempo después una larga serie de artículos para The New Yorker sobre el tiempo que pasó con LeMay en Guam. Su relato sobre la interminable noche de espera merece ser citado extensamente:
Al decidir enviar sus B-29 a sobrevolar Tokio a entre 1.500 y 1.800 metros de altitud, LeMay incrementaba el riesgo de que fuesen alcanzados, y tenía un profundo sentimiento de responsabilidad personal respecto a sus hombres; estaba poniendo en peligro el éxito del programa B-29 en su conjunto, lo cual […] le afectaba tanto en lo emocional como en lo relativo al servicio; también estaba arriesgando su propio futuro, no solo, me da la impresión, como oficial del Ejército sino como ser humano. Si perdía el 70 por ciento de sus aviones debido a esa decisión, o el 50 por ciento, o el 25 por ciento, estaría acabado, e imagino que un hombre como él estaría acabado en todos los sentidos posibles de la palabra, porque habría perdido la confianza en sí mismo.
McKelway se sentó al lado de LeMay en el banco. «Si este ataque sale tan bien como creo que saldrá, acortaremos la guerra», le dijo LeMay a McKelway. Lo mismo que decía siempre. Miró la hora. Los primeros informes desde Japón todavía tardarían media hora.
«¿Te apetece una Coca-Cola?», preguntó LeMay. «Puedo entrar en mi barracón sin despertar a los muchachos y sacar dos Coca-Colas; podríamos bebérnoslas en mi coche. Con eso pasaríamos buena parte de la media hora».
Aquellos dos hombres siguieron esperando durante la que acabó convirtiéndose en la noche más larga de la guerra.
Tras el ataque a Tokio con bombas incendiarias de marzo de 1945, Curtis LeMay y el 21.º Escuadrón de Bombarderos asolaron el resto de Japón como animales salvajes. Osaka. Kure. Kobe. Nishinomiya. LeMay arrasó el 68,9 por ciento de Okayama, el 85 por ciento de Tokushima, el 99 por ciento de Toyama; en total, 67 ciudades japonesas en medio año. En el caos de la guerra, resultó imposible determinar cuántos japoneses murieron. Tal vez medio millón. Tal vez un millón. El 6 de agosto, el Enola Gay, un B-29 especialmente preparado, voló desde las Marianas hasta Hiroshima y lanzó la primera bomba atómica de la historia. Aun así, LeMay siguió a lo suyo. En sus memorias, los ataques nucleares no ocupan más que un par de páginas. Fueron cosa de otras personas.
LeMay siempre mantuvo que las bombas atómicas fueron superfluas. El verdadero trabajo ya se había hecho.
En sus memorias, los ataques nucleares no ocupan más que un par de páginas. LeMay siempre mantuvo que las bombas atómicas fueron superfluas. El verdadero trabajo ya se había hecho.
4
Hay una historia que a LeMay le encantaba contar sobre su campaña de bombardeos incendiarios. Aparece en sus memorias y en las entrevistas que le hicieron después de jubilarse. Cada vez que la contaba, la narración —las frases, el orden de los detalles— era idéntica, como si formase parte de su repertorio. Tenía que ver con un general llamado Joseph Stilwell.
Stilwell era el jefe de operaciones estadounidense en la zona de China, Birmania y la India. Pertenecía a la generación anterior a la de LeMay. Era un militar tradicional, salido de West Point. Lo llamaban Joe Vinagre. Era inteligente e irascible. Obviamente, LeMay quiso conocer a Stilwell.
LeMay intentaba explicarle a su colega lo que estaba haciendo, lo que quería hacer, lo que pensaba que podía lograr con ese maravilloso avión nuevo llamado B-29. Intentaba transmitir la idea de que la Fuerza Aérea no tenía por qué utilizarse de manera específica para apoyar a las tropas terrestres; que existían otras opciones. Podía pasar por encima del frente de batalla y atacar en territorio enemigo. Podía ocuparse de fábricas, centrales eléctricas y ciudades enteras si se quería.
¿Le hablaría del napalm? Seguramente. Estaban documentadas pruebas con las réplicas de edificios japoneses en el desierto de Utah. Y LeMay ya había utilizado napalm al menos una vez, en uno de sus bombardeos en Japón. Así que es posible que fuera un poco más allá y le dijese a Stilwell: «Verá, podríamos quemar el país entero».
Pero Stilwell —una de las mentes más brillantes, experimentadas y respetables de la Segunda Guerra Mundial— no tenía ni idea de lo que LeMay le estaba contando. ¿Qué quería decir eso? ¿Podía librarse una guerra solo desde el aire?
Pasó un año. Japón se rindió y los dos hombres volvieron a encontrarse.
¿Por qué Stilwell no comprendió durante su primera conversación lo que LeMay quería decirle? Stilwell no era precisamente un tipo remilgado. Cuando recorrió Yokohama lo hizo encantado. Esto fue lo que escribió en su diario: «Qué gran momento ver a aquellos bastardos arrogantes, desagradables, con cara de pan, dientes separados y piernas arqueadas y comprobar lo que habíamos hecho con ellos. Nos regodeamos en aquella destrucción y llegamos a las 3.00 sintiéndonos bien».
Así era Stilwell. Aunque tuvo que ver con sus propios ojos lo que la Fuerza Aérea hizo en Yokohama para entender a LeMay, pues la idea iba más allá de lo que el viejo general podía imaginar. En West Point le habían enseñado que los soldados combatían contra soldados y los ejércitos se enfrentaban a ejércitos. Un guerrero de la generación de Stilwell tardaba en entender que podías hacer algo así, en tanto que oficial del Ejército de Estados Unidos, si querías: podías destruir ciudades enteras. Y seguir. Una tras otra.
Lo que LeMay hizo aquel verano simplemente quedaba fuera del alcance de su imaginación.
No había un plan formal detrás de aquel verano de devastación, ninguna indicación precisa por parte de sus superiores. Quienes planificaban la guerra en Washington concibieron una campaña con bombas incendiarias que afectaba a seis ciudades japonesas, no a 67. En julio, LeMay se dedicó a bombardear ciudades japonesas menores que no tenían ninguna industria de importancia estratégica, solo personas que vivían en un polvorín.
En las instancias superiores no querían —o no podían— verse involucrados con lo que LeMay estaba haciendo. No solo tuvieron que enfrentarse a la magnitud de la destrucción que LeMay había planeado e infligido a Japón ese verano, sino también a la osadía de la misma. Un hombre se enamora del napalm y se le ocurre una solución improvisada para los problemas. Y luego sigue adelante sin detenerse por nada.
Comments (0)