Héctor Abad Faciolince por David Trueba: fe, amor y pasión en un mundo hostil
La última novela de Héctor Abad Faciolince lleva un título prestado de algo así como el poema nacional colombiano, escrito por Eduardo Carranza, agitador del movimiento literario Piedra y Cielo y autor de ese «Soneto con una salvedad» que termina así:
Bien está que se viva y que se muera.
El Sol, la Luna, la creación entera,
salvo mi corazón, todo está bien.
Héctor Abad lo recita de memoria. «Tuve que vencer todas las prevenciones ante la posibilidad de incluir la palabra corazón en el título de un libro», explica el autor con su fina ironía habitual. Gracias a su capacidad para no rendirse ante las ideas de los demás, la novela se titula «Salvo mi corazón, todo está bien» (Alfaguara), un preciso enunciado de lo que lleva dentro el libro.
Por David Trueba

Héctor Abad Faciolince. Crédito: Daniela Abad.
Como en su obra más aplaudida y leída, El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince vuelve a escribir sobre su asunto favorito: la educación. A través de su narración nos familiarizamos con algo rotundo, la sensación de que a amar también se aprende. Aparte de la inclusión de la palabra corazón en el libro, Abad se enfrentaba a una mayor dificultad porque elige como narrador y centro de la novela a dos sacerdotes. Uno joven y cargado de cierta ingenuidad sana, llamado Aurelio; el otro, un personaje rotundo, más grande que la vida, llamado Luis Córdoba y apodado por todos El Gordo. Crítico de cine, amante de la ópera, evangelizador cultural, este personaje desencadena la trama de la novela cuando afronta la espera para un trasplante de corazón que tarda en llegar. El estado delicado de su órgano vital le obliga a mudarse, por decirlo de algún modo, a la casa de dos mujeres que van a cuidarlo voluntariamente. Una, la esposa recién abandonada por su marido, que se ha ido con otra y le ha dejado al cargo de dos hijos pequeños. Y la segunda, Darlis, una joven costeña que también es madre soltera de una niña, Rosina. Y aquí se obra el milagro de Abad una vez más, pues conforma una familia con los restos imposibles de varias familias rotas. En ello estriba su convicción de que el amor, el respeto, la convivencia, se entrenan, se adquieren, se luchan.
Para componer el personaje principal de su novela, Héctor abad recurrió a alguien conocido en Colombia, respetado y leído en sus críticas de cine de El Colombiano. El sacerdote Luis Alberto Álvarez, al que recrea, pese a cambiarlo de nombre por el lógico pudor y la sana prudencia del escritor. «Era alguien que marcó mucho a los cineastas y cinéfilos de mi país. Fue amigo muy cercano de directores como Víctor Gaviria o Sergio Cabrera, pero a quienes estuvimos cerca de él nos enseñó a comprender y amar el buen cine. El mejor elogio que he recibido con la novela viene precisamente de quienes le trataron en vida, que me han hecho llegar la sensación de que gracias a la lectura del libro lo han revivido, lo han vuelto a frecuentar».
El hombre que espera el nuevo corazón es un hombre de fe. Sacerdote entregado durante décadas, afronta la proximidad de la muerte con estoicismo y permite a Héctor Abad explorar todas las visiones del corazón, no solo como metáfora sentimental, sino como órgano físico, evocación literaria y reto quirúrgico. «Voy a decir algo bien irónico. Tuve la fortuna de sufrir una dolencia cardiaca y de tener que enfrentarme yo mismo a una intervención a corazón abierto. Eso me propició poder introducirme en la personalidad de alguien que observa su propio corazón, que atiende a los rigores médicos, que pregunta sin descanso y experimenta todas esas sensaciones tan curiosas. Los escritores somos depredadores de todo lo que tenemos cerca, somos gente que lo recicla todo, y en mi caso la experiencia personal me sirvió para prestarle al libro una visión desde dentro del complejo mundo del corazón».
Familia deconstruida
En el libro de Héctor Abad hay intervalos precisos donde pueden escucharse piezas operísticas y también ciclos de cine para disfrute de cualquiera. Él confiesa con modestia que sus conocimientos no le daban para presumir, así que recurrió al consejo de amigos. Hay siempre en el escritor esa convencida humildad que le lleva a acompañar a sus personajes sin juzgarlos, a enfrentarlos con sus contradicciones como nos enfrentamos cada uno de nosotros a las nuestras. «He escrito sobre dos sacerdotes pero sin olvidar que yo mismo soy ateo. Lo que no me impide respetar sus convicciones y enfrentar a los personajes a sus dudas y sus complejos». Esto provoca alguno de los momentos más intensos de la novela, cuando el sacerdote protagonista, al que apenas nadie ha tocado en su vida, siente por primera vez el contacto erótico, la caricia y emprende una evolución programada hacia un futuro nuevo, siempre y cuando la salud se lo permita.
«Los escritores somos depredadores de todo lo que tenemos cerca, somos gente que lo recicla todo, y en mi caso la experiencia personal me sirvió para prestarle al libro una visión desde dentro del complejo mundo del corazón».
Salvo mi corazón, todo está bien se presenta como el recuento de anécdotas del joven sacerdote sobre su amigo enfermo. Supuestamente, este material servirá a Joaquín, el marido infiel que ha abandonado a su esposa, para componer la novela definitiva que nunca vamos a leer. Sería sin duda una novela distinta, explica el autor: «Cuando hablas sobre personas que has conocido y te adentras en el territorio de la ficción debes de ser cuidadoso. Por eso mi prudencia. Hay puertas que permanecen cerradas y que si yo abro es estrictamente dentro del campo de la ficción. Reconstruyo, por tanto, posibilidades que no existieron, pero que a mí me interesan. Que están llenas de mis propias dudas y conflictos».

Héctor Abad Faciolince. Crédito: Daniela Abad.
En el caso de Héctor Abad Faciolince este extremo cuidado es una prolongación de otros proyectos personales. De alguna manera, cuando dio a publicar sus diarios personales bajo el título de Lo que fue presente fue capaz de entregar una versión de sí mismo sin expurgar. No quiso presentar la cara más positiva ni relevante, sino mostrar las ambiciones, las mezquindades y las carencias de cualquier persona. Pero en ese caso no hubo distancia ficticia, sino que, incluso contra el consejo de amigos, dejó abiertas las ventanas de lo que había sido su pasado. Es quizá en el personaje de Joaquín, que ha abandonado a su mujer italiana, y que ve cómo sus dos hijos pequeños encuentran en el sacerdote Luis a una especie de padre suplente, el que más cerca estaría del autor, de su particular peripecia vital. «Me gustaba contar esa mirada desde fuera a la propia familia, cómo ese padre ve con preocupación cómo sus hijos adoran a una persona que les lee los cuentos que él ya no está para leerles, que les muestra las películas que él no está para mostrarles». Es una especia de mirada telescópica a la propia casa, de la que has dejado de formar parte, y arranca alguna de las líneas más sutiles de la novela, así como la metáfora más contundente sobre el matrimonio, definida en el libro como esa fortaleza en la que los que están dentro desean escapar y los que están fuera, anhelan entrar.
«Cuando hablas sobre personas que has conocido y te adentras en el territorio de la ficción debes de ser cuidadoso. Por eso mi prudencia. Hay puertas que permanecen cerradas y que si yo abro es estrictamente dentro del campo de la ficción. Reconstruyo, por tanto, posibilidades que no existieron, pero que a mí me interesan»
En los libros de Héctor Abad hay una contunden reflexión sobre lo importante de la presencia de la belleza para lograr domar a la bestia que los humanos llevamos dentro. En sus páginas hay sensibilidad y delicadeza a partir de personajes que encuentran modelos que imitar, ventanas por donde asomarse a lo hermoso del mundo. El propio personaje del sacerdote Luis Córdoba narra el modo en que durante su infancia el cine se hizo fundamental en su vida. «Fue por un encargo de los padres. Él tenía dos hermanas más mayores y sus padres le obligaban a hacer de carabina, de chaperón como decimos en Colombia, cuando salían con sus novios. Iba al cine y se sentaba tras la pareja, así un día acompañaba a una hermana y al siguiente a la otra. Y veía las películas dos veces, siempre melodramas cursis y películas seguramente malas, pero que despertaron en el joven una pasión desatada por el cine». Esa educación accidental es la que muchas veces Héctor Abad reivindica, esa azarosa manera de que la belleza se apodere de uno y lo transforme para siempre convirtiéndolo en una buena persona.

Héctor Abad Faciolince. Crédito: Daniela Abad.
Héctor Abad recuerda que a su madre le molestaba que se declarara ateo en público. Se lo afeaba siempre. «Ella era muy religiosa y le hubiera encantado que yo también lo fuera. Pero no sucedió. Ahora, cuando miro el modo en que la Iglesia evoluciona en sus costumbres y dogmas, me sorprendo de que tarden tanto en asumir las reformas sociales. Cuando el papa Francisco dice que él no es nadie para juzgar a una pareja homosexual, se está despegando del dogma que obligaba a despreciarlos, a alejarlos de la Iglesia. Cuando yo era joven, un compañero de colegio de 15 años se suicidó y entonces estaba prohibido enterrar en el cementerio católico a un suicida, y sentí el dolor de los padres por no poder ofrecer una misa a su hijo. Eso cambia, tarde y casi por obligación. Supongo que en el futuro, la Iglesia permitirá que las mujeres oficien y también que esos sacerdotes, si quieren, puedan casarse y fundar una familia. Pero mientras tanto, allá que tienen que ir soportando los rigores del tiempo que les ha tocado vivir».
Esta novela llega casi siete años después de La oculta, y delata a un Héctor concienzudo en el trabajo y también con enormes dudas e inseguridades, como él mismo admite. «Por el camino he dejado en el cajón dos novelas que no pasaron el filtro. No me gustaron a mí y no gustaron a mi editora, así que eso provoca una cierta lentitud en mis proyectos. Pero lo agradezco porque eso me permite ir por ahí, con mis libretitas, tomando notas, observaciones que luego van nutriendo los diferentes proyectos». A medio camino entre Madrid y Medellín, el autor tiene nuevos alicientes: «Lo que más me preocupaba cuando iban a operarme del corazón era pensar que a lo mejor ya no escribiría lo que quiero escribir. No era miedo, sino esa sensación de tarea inacabada. Supongo que es algo que todos tenemos dentro, pero me gustaría poder escribir esas cosas que tengo en la cabeza».
En Salvo mi corazón, todo está bien también han entrado esas notas constantes que Héctor Abad registra en sus cuadernos. Incluso le presta a un personaje la increíble vivencia de un peluquero que conoció en Madrid. Alguien que le contó el paso por el seminario, los abusos de un superior y el modo en que se resolvieron esos conflictos, en un momento en el que la Iglesia tan solo ofrecía la ocultación y la mentira a sus víctimas. «Sé que estoy fuera de moda, no presento a dos protagonistas curas ni pedófilos ni abusadores, sino dos buenas personas, decentes y cordiales. Pero la realidad está detrás, en el contexto. Ni tan siquiera mantuve la filiación claretiana del personaje en el que me basaba, sino que para evitar que nadie se sintiera ofendido les hice pertenecer a una congregación que tuviera más sentido con el resto del libro, los cordalianos».
«Lo que más me preocupaba cuando iban a operarme del corazón era pensar que a lo mejor ya no escribiría lo que quiero escribir. No era miedo, sino esa sensación de tarea inacabada».
Esta es una novela en torno al corazón. Un órgano que ha perdido algo de relevancia frente al cerebro a partir del avance científico que nos sacó de esas identificaciones del corazón como el centro de las pasiones, de los sentimientos. Esa pérdida de estatus del corazón quizá se completa con la pérdida de interés del mundo moderno por la pasión y el amor. En un mundo regulado por la utilidad y la rapidez, los sentimientos también se tornan veloces y superficiales. Héctor Abad reivindica la centralidad del corazón, su rotunda importancia en el organismo, pero también en la organización social. «Tienes razón en que quizá los sentimientos ya no están en el centro de nuestra vida, tan acelerada, pero sin embargo, el surgimiento del amor va a seguir como uno de los accidentes vitales más importantes. En el caso de mi libro, el personaje central descubre el amor de manera muy tardía, con más de cincuenta años, pero se trataba de mostrar esa llegada, esa irrupción con toda su potencia».
El futuro de los personajes queda prendido, como sucede siempre, a los azares de la supervivencia. Pero Héctor Abad Faciolince nos deja otra de sus estelas luminosas con forma de libro. Es manera tan suya de empujarnos a vivir, a vivir con cordura y calidad. Puede que ahí resida el gran regalo de su escritura.
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