«El olvido que seremos»: en el nombre del hijo
El 25 de agosto de 1987, Héctor Abad Gómez, médico y activista de los derechos humanos, fue asesinado en Medellín. El olvido que seremos es su biografía novelada, escrita por su propio hijo. También es la adaptación al cine firmada por Fernando Trueba, cinta que se acaba de hacer con el Goya a la mejor película iberoamericana del año. Y es que desde su publicación en 2006, el libro no solo se ha convertido en un clásico que refleja la violencia que hirió a Colombia durante los últimos cincuenta años, también es un relato desgarrador que establece una intimidad perdurable con cada lector que encuentra. ¿Cómo adaptar al cine entonces un libro así, hecho de la evocación emocional más que del relato? Bajo el encargo de Fernando Trueba y del mismo Héctor Abad Faciolince, David Trueba cuenta cómo lo hizo y por qué su modelo fue, finalmente, el Nuevo Testamento.
Por David Trueba
Fotograma de El olvido que seremos. Cortesía de BTeam Pictures.
No hay nada más comprometido que adaptar al cine un libro exitoso y adorado por sus lectores. Es el caso que nos ocupa: El olvido que seremos. Pero hay más, claro. Como todo el mundo sabe, cada lector es un adaptador y alimenta con su sensibilidad personal el contenido del libro, dando pie a una obra única, diferente a la que leerá otro. Eso es lo maravilloso de la literatura, que es pieza cerrada y abierta al mismo tiempo.
Cuando un libro ha sido muy leído, los adaptadores son legión. Recuerdo que escribía el guion de la adaptación de Soldados de Salamina mientras la novela de Cercas se iba convirtiendo semana a semana en un éxito tan inesperado como incontestable. Era tan alto el número de lectores que gozaban con la novela, que un día en el metro se me acercó uno de ellos y me preguntó si era cierto que iba a hacer una película basada en ese material. Cuando le dije que sí, me sugirió que me centrara en la peripecia de Sánchez Mazas y que cortara lo demás, sobre todo que eliminara el personaje de la pitonisa, porque a él toda esa historia lateral le importunaba y le desviaba la atención de lo esencial. Escuché las opiniones de ese señor con educación y me fui a mi casa un poco perturbado. A mí, al contrario que a ese lector, esa historia paralela de la pitonisa era la que me acercaba el libro hacia la humanidad y lo alejaba de la etérea elucubración de un académico.
Pero de ese encuentro en el metro, tan amenazante, me quedó en la cabeza la idea de que una adaptación es tan solo una lectura propia. De lo que se trata es de desentrañar aquello que tú consideras esencial del libro. Tu trabajo es provocar la emoción y desarrollar el discurso contenido en el libro a partir de una obra independiente, que ha de funcionar por sí misma como película. Cuando Fernando Trueba y Héctor Abad Faciolince se acercaron a mí con la propuesta de que adaptara El olvido que seremos volvieron a dispararse mis alarmas, tan prudentes ellas. ¿Podíamos de nuevo enfrentarnos a tantas lecturas personales y salir vivos del intento?
Ambos eran bastante escépticos sobre la posibilidad de que el libro pudiera volcarse en cine y si algo les hacía dudar era tan solo el empeño del productor Gonzalo Córdoba. Para empezar, no se trata de una novela narrativa, sino de una evocación emocional. El cine, que es un arte humilde y realista, tiende a necesitar el desarrollo narrativo para crecer y explosionar. Sé que hay gente que desprecia someterse a las leyes del relato porque lo consideran vulgar; sin embargo, yo soy de los que creen que ese sometimiento no restringe tu creatividad, sino que lo multiplica. Cervantes y Shakespeare, al igual que John Ford o Yasujiro Ozu, al rebajarse a contar una historia, a contarla bien, a mantener la atención de un espectador medio, no vulgarizan sus relatos, sino que los propulsan y los convierten en inmortales. No es pues lo narrativo un corsé, sino las alas con las que vuela el talento.
El otro problema básico con la adaptación de El olvido que seremos tenía que ver con la imposibilidad de inventar material, de nutrir la peripecia con tu propia imaginación. Lo que contaba magistralmente Héctor Abad Faciolince era la relación filial con un padre de carne y hueso, real, presente aún después de la muerte. Esa era precisamente la esencia del libro: la permanencia en el recuerdo de una personalidad generosa, templada y honesta. En honor a esa esencia podía encararse la adaptación. Si te aventurabas a transportar esa esencia en imágenes, quizá la película era posible, bastaba con recoger todo el material y tratar de presentarlo bajo la estructura de un relato. Entender que la evocación íntima del hijo, cumbre emocional del libro, tendría que trasladarse a una exposición más distanciada en la película, pues allí el espectador ya no sería hablado e interpelado por el autor mismo, sino que presenciaría las imágenes desde la barrera del patio de butacas o el sofá frente a su televisor. Y, sin embargo, la esencia tendría que perdurar pese al distinto lugar desde el que se experimentara.
Una vida de película
La generosidad de Fernando y Héctor al recurrir a mí con tanta confianza me comprometía de manera doble, pues ya como lector admirativo del libro partía con una preocupación de salida. Alzar un material tan noble como el del libro a la misma altura en un lenguaje tan impuro como el del cine no era sencillo. Sin embargo, aquí de nuevo viene en tu ayuda la segunda dimensión de cualquier adaptación. Tras acordar su esencia, tienes que estar convencido de la finalidad del proyecto. Decía André Bazin que ninguna adaptación al cine retira el libro original de la estantería, ahí va a seguir estando siempre. Y eso es capital a la hora de entender este juego de trasvases. No arruinas ningún río. Simplemente creas otro y, por eso, el compromiso es que la finalidad de ambas corrientes sea la misma, porque su curso puede ser completamente distinto.
Fotograma de El olvido que seremos. Cortesía de BTeam Pictures.
En mi opinión, El olvido que seremos tiene algo de relato bíblico. Siempre me ha fascinado la modernidad del Nuevo Testamento. Esa idea tan transgresora de contar la misma historia desde cuatro perspectivas diferentes, esa polifonía de los Evangelios tan rompedora. La finalidad era tan clara que permanece como un ejemplo veinte siglos después. ¿Acaso no podría ser esa misma la finalidad del libro de Héctor? Tan sencillo como compartir una vida que pudiera ser inspiradora, cortada de manera violenta pero cuya resonancia no se extinguiera cuando se apaga el retumbar del último disparo.
Siempre me ha fascinado la modernidad del Nuevo Testamento. Esa idea tan transgresora de contar la misma historia desde cuatro perspectivas diferentes, esa polifonía de los Evangelios tan rompedora y con una finalidad tan vigente veinte siglos después. ¿Acaso no podría ser esa misma la finalidad del libro de Héctor? Compartir una vida que pudiera ser inspiradora, cortada de manera violenta pero cuya resonancia no se extinguiera cuando se apaga el retumbar del último disparo.
Si algo no queríamos en la adaptación era convertir el asesinato en el centro del relato. La muerte no podía ser el eje vertebrador de una vida tan plena. Pese a la fotogenia del crimen, tan exprimida en el cine, la apuesta habría de ser la contraria. De ahí que fuera importante tener presente la finalidad del cuento visto desde los ojos del hijo. Bastó encontrarse con la verdad de frente. Solo en el último año, más de cien trabajadores sociales, voluntarios, sindicalistas, esforzados y generosos héroes anónimos, han sido asesinados en Colombia. El mundo asiste impasible a cómo se asesinan por todas partes voluntariosos y entregados hombres y mujeres que se empeñan en cambiar las condiciones de vida de quienes menos tienen, las condiciones educativas y de salud de los desfavorecidos, las condiciones ecológicas en lugares degradados y expoliados. A algunos de esos miles de asesinados anuales los matan solo por intentar dar a conocer esos crímenes, por recuperar la esencia del periodismo y la narrativa social. Y eso es lo que apuntaba en la buena dirección. La finalidad del libro podía compartirse en lo más básico. Servir de altavoz, insistir en que hay gente ahí fuera que no se cruza de brazos, que no ha tirado la toalla, que no se arredra ante el miedo. Y contarlo y contarlo y contarlo tantas veces como se pueda. Hasta lograr que ese eco que deja la lectura de El olvido que seremos fuera un eco repetido, encadenado, interminable.
Fotograma de El olvido que seremos. Cortesía de BTeam Pictures.